"ARDE"
Capítulo 3: Alguien que cuide de mí
Cuando las noches eran tan buenas que no queríamos terminarlas ni irnos a dormir pese al cansancio en los ojos, escocidos por el humo y los ambientes cargados, la irritación en la garganta por los pitillos y las bebidas frías, y las mandíbulas entumecidas de reír, Dani y yo acabábamos siempre en el mismo lugar. No es que fuera un ritual ni nada premeditado, simplemente que en noches así, donde se disfruta cada cerveza, ves a gente a la que te alegras de ver y el cuerpo sigue empeñado en mantenerse en posición vertical, sabíamos lo que nos íba a apetecer antes de irse cada uno a su casa cuando ya se adivinaba el amanecer: "El buen café".
Para nosotros (seguramente para nadie más) era la mejor cafetería del mundo. Estaba en la curva de Fuente Olletas a pocos metros de la gasolinera que había entonces (la desmantelaron hace ya algunos años) y no era más que un local minúsculo de forma rectangular, uno de cuyos lados era la barra en su totalidad y el otro, una franja de no más de un metro y medio, el espacio para los clientes. Al fondo una única puerta corredera (único sistema posible en tan estrecho lugar) daba acceso al pequeño servicio, y enfrente pues la puerta de la calle. Y nada más. Ni mesas, ni sillas, ni tan siquiera taburetes. Allí el café y los churros se tomaban de pie, como los tíos.
Nos gustaba acabar las grandes y medianas noches allí. No lo conocían los jóvenes que escapaban del centro cuando empezaban a cerrar los bares, que preferían ir a otras cafeterías noctámbulas como "El Café Oña", "Las 4 Esquinas" o la que ya mencioné, "Los Gitanillos". De modo que nunca había demasiada gente a esas horas (tampoco habrían cabido) y normalmente tan temprano (abrían a las cinco de la madrugada) sólo solíamos estar nosotros y uno o dos más; basureros recién acabado el turno, cazadores que madrugaban antes de irse al monte o abueletes muy muy madrugadores. Y la mayoría de veces, nadie.
Pero lo mejor era el jefe, Don Luis (así lo decíamos y así hay que escribirlo, con el "don" en mayúsculas; qué menos), el propietario y rey del lugar.
- ¿Qué pasa, niños? - era siempre su saludo al vernos entrar cada madrugada de fin de semana desde hacía lustros.
A las cinco cuando abría el local Don Luis, con rostro pétreo y férreo que, engañosamente, uno asociaría a un carácter fuerte y seco, con sus cabellos blancos perfectamente peinados hacia atrás, y sus al menos setenta años ya a cuestas, te recibía en perfecto estado, fresco como una rosa. Lo cual contrastaba con el lamentable aspecto que solíamos arrastrar nosotros a aquellas horas.
Solíamos llevar a nuestras conquistas allí la primera noche. Era un buen test para comprobar si poseían algo de personalidad, si sabían apreciar el encanto de aquél sitio o si, por el contrario, sólo les parecía un bar pequeño e incómodo.
La de aquella noche, que era conquista de Dani como nueve de cada diez veces, parecía demasiado guapa para ser también interesante y sin embargo tuve que admitir que lo era. Además le gustó el sitio y Don Luis. No se cortaba un pelo a la hora de preguntarle cosas sobre nosotros.
- ¿Y suelen traer muchas chicas aquí, Don Luis? - le decía con guasa. Don Luis sonreía divertido mientras preparaba los cafés.
- ¿Estos? Qué va, mujer. Lo que suelen venir es con unas "tajás" de espanto que no veas. Sobre todo éste - decía por Dani quien, ciertamente, siempre aguantaba el alcohol mucho peor que yo.
- ¡Joder, Don Luis - protestaba Dani en broma -, no vaya a contar nuestras intimidades! - luego le decía a Lola, la chica que estaba superando bien el test - Este hombre es que se preocupa mucho por mí, ¿sabes? Cuando vengo muy ciego me suele echar unos sermones que ni mi padre: "Este niño va a acabar muy malamente...", "A ver si te cuidas que eres muy joven..." y así siempre.
Lola nos escuchaba riendo mientras contábamos nuestras batallitas. Yo la observaba y tenía que reconocer que era de lo mejor que había cazado Dani en mucho tiempo. Veintiocho años, simpática, cálida, parecía que con bastante cabeza, sentido del humor y además realmente guapa. Una melenita corta, ondulada y rubia le caía hasta los hombros y enmarcaba un rostro desafiante en el que resaltaba una boca que podía servir de anuncio de barra de labios y unos bonitos ojos marrones muy claros, que a veces parecían casi color aceituna. Dani la había conocido en Nochevieja, en la fiesta del Club Mediterráneo y tras cortejarla unas cuantas semanas había conseguido probar aquellos labios hacía tan sólo unas horas en el centro. El resto del grupo que les acompañábamos, un par de amigos del barrio y yo, viendo el panorama les habíamos dejado solos. Pero inevitablemente nos habíamos vuelto a encontrar en "El buen café".
Ella se alegró mucho de verme allí. Pese a que la conocía sólo de esa noche habíamos hablado bastante y, como de costumbre, yo parecía haberle caído muy bien. Siempre caía muy bien a las chicas de Dani.
- Así que aquí es donde soléis acabar las juergas, eh - decía Lola con bastante retranca y sorna mientras empezábamos a remover los cafés - Menudos golfos que debéis estar hechos vosotros dos...
- Este más que yo - reconocí -. Yo suelo ser la voz cuerda y madura, ya sabes. Yo soy Batman y él Robin.
- No te creas - intervino Dani con humor -, que últimamente está de lo más descocado...
- ¿Y eso? - preguntó ella. Yo sabía por dónde iba mi amigo y francamente no me apetecía que sacara el tema. Pero Dani naturalmente lo hizo. Llevaba demasiadas copas encima para ser prudente y cuidadoso.
- Nada; una cría que le tiene medio tonto. A él, que es todo cerebro y contención. Una chavala que está piradísima. Una noche la vimos liarse a hostias en el Roadhouse... - y continuó narrando cuanto sabía, que en realidad no era mucho.
Era sábado así que ya se habían cumplido dos semanas sin saber nada de María. Parecía que nuevamente andaba sumergida en aquél otro mundo en el que yo aún no tenía cabida; quien sabía entonces si la tendría alguna vez. Aquella parte en la que aún no me había dado ningún papel. Como continuaba sin tener sus teléfonos no podía hacer otra cosa salvo esperar a que me llamara o confiar en un nuevo encuentro casual los fines de semana. Y aunque no quería hacerlo, navegué por las barras de los bares buscándola con la mirada, con los ojos ávidos de ver sus llamaradas. También me había pasado a mitad de semana por la librería de Susi, a ver si la había visto, pero nada.
La sensanción era nueva y bastante desagradable para mí. No quería buscarla, pero lo hacía, y luego me sentía mal (como un gilipollas sería una expresión más correcta) por hacerlo. Tenía aún el cartucho de saber dónde vivía. Pero me parecía excesivo plantarme así en su casa. Sólo eran dos semanas.
Por las noches continuaba escribiendo, escupiendo ideas inconexas y alucinadas que quedaban, más que escritas, vomitadas en el papel. Y sobre todo trataba de que no todo girara alrededor de ella, alrededor de la idea de volver a verla. Me cabreaba conmigo mismo por todo ello, pero aún así deseaba como nada encontrame otra vez con sus ojos. Pero dos semanas y nada. Así es esta puñetera ciudad; demasiado pequeña para esconderte de nadie, pero demasiado grande para encontrar a quien buscas.
Como decía, a Dani no le había contado demasiado sobre ella. Había narrado nuestros encuentros pero no las intimidades; ni sus problemas familiares, del accidente sólo algunas partes y secuelas... lo imprescindible para dejarme aconsejar. Por desgracia Dani no era buen consejero en asuntos sentimentales. A su entender las mujeres sólo servían para dos cosas: para conquistarlas y para dejarlas.
Lo pensaba allí, viendo como Lola le daba un beso demasiado apasionado para aquella hora de la mañana. Se la veía exultante y no pude evitar sentir algo de lástima por su futuro inmediato.
Un par de los otros colegas que habían estado con nosotros en el centro llegaron entonces, pues habían tardado más en aparcar, y entraron ruidosos saludando a Dani, a Lola y a mí. Y yo aproveché el pequeño caos para salir fuera a tomar un poco el aire.
A muy pocos metros de la puerta del bar hay un banco de madera en el que muchas veces nos habíamos sentado a esperar a que abriera Don Luis la cafetería cuando en alguna ocasión llegábamos antes de las cinco. Me subí sentándome en el respaldo con los pies en la tabla de asiento, y encendí un pitillo para disfrutar de un momento de calma tras el tumultuoso sábado noche.
Intenté no pensar demasiado. A fin de cuentas, lo que tuviese que pasar ya pasaría. El tiempo ya nos pondría donde tuviese que ponernos, inexorable, sin remisión. Que me jodía, sí. Pero que también sabía que nadie se muere de eso.
Pero lo que no podía evitar era una sensación, ya no un deseo. Un presentimiento permanecía agazapado en algún lugar de mi mente, de mis sentidos y de mi intuición. Algo que me extrañaba sobremanera pues nunca había creído en premoniciones ni presentimientos. Pero allí estaba, como una voz que me hablaba constantemente al oído y me decía, una y otra vez: "Esto no ha acabado; ni mucho menos".
Y entonces ocurrió una de esas cosas increíbles que sólo ves en las películas o lees en las novelas, pero que en la vida real no pasan... o tal vez sí (y con ello muchas de mis teorías se fueron directamente al carajo).
Porque justo entonces apareció.
Desde mi posición se veía perfectamente la gasolinera a treinta metros escasos. Primero, en el silencio de la noche escuché el motor de una moto chirriante, y luego su desvencijado scooter negro apareció subiendo por la calle Cristo de la Epidemia, directa a la gasolinera.
A la imprudente velocidad que iba, tuvo que frenar en seco junto a los surtidores para no pasárselos. Como de costumbre no llevaba puesto el casco, que iba amarrado en la parte de atrás con el candado de la moto, de modo que sus cabellos eran como una señal luminosa en medio de un océano oscuro. Creo que la hubiese reconocido a medio kilómetro.
La observé mientras repostaba y cuando ví que ya se disponía a despegar otra vez, traté de intuír qué dirección iba a tomar. Si seguía subiendo para coger el Camino de los Almendrales, no me vería, dejándome atrás. Pero si hacía la rotonda para volver a bajar por calle Cristo, pasaría justo a mi lado. Era al cincuenta por ciento.
Y hubo suerte.
Cuando ya pude constatar que iba a pasar junto a mí, bajé del banco y me quedé de pie mirándola. Me vería sí o sí pero, ¿se detendría?
Hizo la rotonda y con bastantes metros de antelación me vió. Y sonrió.
Detuvo la moto, en seco como de costumbre, justo tras el banco.
- ¿Qué haces aquí? - preguntó risueña. Parecía que se alegraba de verme.
- Tomando café ahí - señalé a la cafetería - para antes de dormir, con unos amigos. Y tú ¿de dónde vienes? ¿Del centro?
- No, de Puerto Marina
- ¿En la moto? - pregunté absurdamente. Hay que coger autopista y los ciclomotores lo tienen prohibido.
- No, hombre, la moto sí estaba en el centro - me aclaró -. De allí me han traído.
Rápidamente me pregunté si quien la había traído tendría algo que ver con su desaparición. Pero aunque lo parezca no eran celos. Era intriga.
- Espera - apagó el motor y bajó la patilla de la moto, dejándola allí mismo, pegada a la acera y al banco pero aún en la calzada -. Me fumo un piti contigo - dijo. Y tras bajarse del scooter, saltó la pequeña valla metálica que protegía la curva y se me abrazó. Luego me dió un largo beso en cada mejilla. Yo la abracé también, claro. Tras separarnos se sentó en el banco como estaba yo antes, con los pies en el asiento y el trasero en el filo del respaldo. Yo permanecí de pie.
- ¿No quieres un café? - le pregunté.
- No, te lo agradezco pero estoy muerta - dijo -. Un piti y porque eres tú; no veo la hora de pillar la cama. Si yo hoy no iba a salir, me han liado. De querer salir te hubiese llamado a tí.
Me sentí casi honrado... y sin el "casi" también.
- Bueno - me atreví ya a preguntar mientras ella encendía su Ducados - ¿y qué ha sido de tí estas dos semanas? Creía que te había tragado la tierra.
No suelo ser tan directo pero intuía que no se iba a quedar mucho rato y necesitaba información, como un yonki necesita la heroína.
- Ya, siento no haberte llamado - empezó a explicar, para mi satisfacción, sonando bastante sincera -. He estado en Madrid para una revisión médica, una de las gordas. No veas, dos semanas aguantando a mi padre y al putón de su novia... No estaba de humor, de verdad. Y no quería llamarte para agobiarte con mis mierdas.
- Oye, que los amigos no están sólo para bailes y antros, eh - le dije no como reprimenda, sino para que tuviese claro que podía contar conmigo.
- Ya... ¿ves cómo no te engañaba? Nunca he tenido amigos; me falta experiencia - sonreía con cierta amargura. Luego habló más en serio - Pero de verdad, estaba de un humor de perros; no quería pagarlo contigo, que me conozco. Sabes que si hubiese necesitado hablar te habría llamado a tí... pero si podía soportarlo sola, lo prefería. No me gusta que me veas en baja forma.
- A mí me gusta verte como sea, María - habló la sinceridad por mí; yo no quería decirlo, creo -. Bien o mal. Me importas.
- Joder... - empezó a decir sonriendo como una diablesa -... me voy a mojar toda si me dices esas guarradas.
- Vete a la mierda - le solté pero entre carcajadas. Ella también se echó a reír.
En ese momento la cabeza de uno de mis amigos, Pocho, asomó por la puerta, buscándome con la mirada. Me vió y soltó:
- ¡Ya están los churros!
- Ya voy - le dije lanzándole a la vez una mirada de "métete para dentro o te mato". Y él lo hizo.
- Churros... - dijo María sonriendo -... tú siempre al límite, eh.
- Peligro es mi apellido - repliqué -. Oye, ahora en serio, si no quieres hablar, existe una función en tu carísimo móvil que se llama "Mensajes de texto" - ella sonreía -. Es muy útil para poner cosas como, por ejemplo: "Me voy a Madrid dos semanas. Te llamaré a la vuelta". Es genial, pruébalo.
- Vale, papi. Me lo apunto, palabra... si no, dejaré que me azotes - reímos un poco más y luego, más seria aunque aún sonriendo, dijo -. Te he echado de menos, en serio. ¿Sabes cuántas personas vivas hay en mi lista de "gente a la que echo de menos si no la veo"?
- Cuántas - pregunté.
- Una.
- Qué zalamera eres... - le dije otra vez aguantando la risa.
- Hostias, "zalamera"... ¡eso sí que me pone!
Estábamos riendo otra vez (y yo sufriendo porque el cigarrillo estaba casi consumido) cuando volvió a abrirse la puerta de "El buen café". Pero esta vez era Lola, que salió también buscando con la mirada algo, supongo que a mí (era evidente que Pocho había soltado el chismorreo). Se nos acercó intentando resultar natural, pero yo sabía que venía a cotillear.
- Oye - dijo mientras se acercaba, prestándole a María bastante más atención de la que María le prestó a ella -, estos dicen que si te piden algo de comer. Creo que van a acabar con todas las existencias de churros disponibles - cuando ya estuvo frente al banco a mi lado, saludó a María -. Hola.
Las presenté. Iba a decir de Lola que era una amiga de Dani pero viré a tiempo y dije "una amiga mía". De María no dije más que su nombre.
Luego volvió a declinar mi invitación a café y se levantó del banco tras arrojar la colilla. Me dió un beso en la mejilla y volvió a subir a la moto tras intercambiar con Lola sendos "pues nada, encantada".
- Déjame dormir un porrón de horas y esta tarde vamos donde quieras, ¿okey? - me dijo antes de irse.
- De acuerdo, descansa.
La vimos alejarse a toda velocidad hasta que desapareció calle abajo. Aún se escuchaba el ruído del motor cuando Lola tuvo que preguntar:
- Entonces, ¿esta es la famosa niña?
- Esta es - contesté. Luego traté de quitarle importancia -. Pero que no hagas caso a lo que dice Dani, eh. Es sólo una amiga.
Ella asintió mientras volvíamos al bar. Y antes de entrar, sin poder evitarlo, le pregunté qué le había parecido. Supongo que quería conocer la primera impresión de otra persona, a ver si sólo era yo quien veía en María algo tan fascinante.
- Pues que es una auténtica belleza. Pero tiene algo que... no sé...
No hizo falta que terminara la frase. Esa parte ya me la conocía desde el principio.
- Quiero enseñarte una cosa - dijo cuando ya hacía un rato que habíamos terminado nuestras segundas cervezas y todos los frutos secos.
Esa tarde, como en la mañana de Año Nuevo, volvía a ser acogedora y serena al hablar, dejando que sus sentimientos en forma de palabras brotaran cadenciosamente, mientras su mirada brillaba con ese extraño resplandor que me encogía el ánimo a la vez que hurgaba en mis instintos. La escuchaba con devoción, sin apenas interrumpirla, mientras ella analizaba y explicaba su propia existencia con una frialdad brutal.
A pesar de lo pintoresco de los hechos en ninguna sílaba viajaba el menor atisbo de lástima por sí misma. Ni tampoco yo la sentía. Sólo podía experimentear la sensación de estar llegando, muy poco a poco, a donde estaba seguro de que nadie había llegado. Yo era el primero (me lo admitía ella y me lo creía) en pisar la arena de esa isla, en subir a esa cumbre. En conocerla de verdad.
Me llamó más pronto de lo que esperaba, sobre las seis. Por el móvil la noté tirante e irritada, pero no conmigo, debía ser con su padre o alguien de su mundo interior. Le propuse el plan y le pareció perfecto, pero creo que le hubiese parecido perfecto cualquiera, se le notaba que quería escapar.
Aun así no quiso que la recogiera y me dijo que iría en su moto. La esperé impaciente sin preguntarle nada más (ya iba aprendiendo que intentar indagar más de la cuenta era inútil; ella me contaba lo que quería cuando quería) en la misma puerta del cine Alameda, donde reponían "Alien el 8º pasajero" en versión original y restaurada. Y bastante puntual, para ser ella, la ví llegar en su scooter con el pelo aún mojado por una ducha reciente, vaqueros gastados y un abrigo negro. Radiante.
- Te vas a resfriar - le dije a modo de saludo -. En moto, con el frío que hace y el pelo húmedo...
- A mí no me quieren ni los virus, tío - respondió, medio en serio medio en broma, mientras ponía el candado de seguridad en la rueda de la moto.
Luego dentro del vestíbulo del cine mientras esperábamos a que empezara nuestra sesión, e intentando que no se me notara mucho que quería indagar de nuevo, le pregunté simplemente si se encontraba bien, que la había notado un poco "rara" por teléfono. Tal y como había sospechado, me contó que había discutido con su padre.
- ¿Está aquí ahora? - le pregunté.
- No, ha sido por teléfono; se ha quedado en Madrid - y añadió con saña -, afortunadamente. Ahora estaré sola unos días hasta que vuelva para traer a mi madre. Le han dado otra semana de descanso en la "loquería". Menuda idiotez, ¿no? Está en una casa de reposo y le dan descansos; la hostia, tú.
Casi sin darme cuenta yo negaba con la cabeza y resoplaba. Ella me observó entre interesada y molesta.
- Qué pasa - dijo desafiante.
- Pues que me resulta muy difícil de creer que no te importe en absoluto tu madre, que además está enferma.
- Vale, soy una hija de puta; lo acepto - soltó con desprecio hacia sí misma. Luego intentó argumentarlo más en serio, aunque no con más delicadeza -. Mira, ni yo tengo la culpa de que esté así ni voy a agradecerle que tenga una enfermedad mental genéticamente hereditaria en un setentaycinco por ciento de los casos. Lo más probable es que yo acabe igual, escuchando voces en mi cabeza y viendo enanos verdes de grandes colmillos devorando mis rodillas. Y seguro que entonces nadie se compadece de mí. Por lo menos yo tendré la precaución de no echar ningún hijo al mundo, que bastantes pirados hay ya por ahí violando y apuñalando mujeres, ¿o no?
Sabía que estaba jugando con dinamita pero continué:
- ¿Eso es lo que te aterroriza, heredar... la enfermedad? ¿Por eso no puedes quererla ni dejas que se te acerque nadie?
Ella rió un poco. Fue una risita muy siniestra y amarga, afortunadamente muy corta.
- Coño, si pareces Freüd, ¡pues no te lo acabo de contar!
- ¿Y si nunca llegas a ponerte así? - insití pese a todo.
El vestíbulo del Alameda estaba decorado con grandes carteles de películas clásicas y fotos de de estrellas de cine de gran tamaño. Frente a nosotros había una enorme de Marilyn en la inmortal escena de la rejilla de metro, con el inolvidable vestido blanco siendo levantado por el aire y ella riendo y mostrando sus maravillosas piernas. María, mirándolo, me señaló hacia él con la cabeza para que yo lo mirara también.
- Ella tuvo ese mismo miedo durante toda su vida, ¿lo sabías? - dijo en un tono que irradiaba cariño y respeto, como si hablara de una vieja compañera de fatigas -. Su abuela y su madre eran esquizoides. De niña tenía que escapar de casa a menudo porque con los ataques a veces querían matarla. ¿Puedes imaginarlo? La futura diosa de los hombres con pecas y las rodillas sucias saltando por la ventana de una casucha mientras su abuela la persigue con un cuchillo de cocina. Siempre supo que el riesgo de heredarlo estaba ahí, acechando tras alguna esquina de su vida llena de lujo y glamour... pero vacía de afecto. Y hasta el día de su muerte lo único que quiso es alguien que cuidara de ella, que la protegiera de ese demonio, sin encontrar mas que a cabronazos que lo único que hacían era presumir de ser el tío que se follaba a Marilyn. Nadie la ayudó, nadie le dió compasión. Y el día que comprendió que siempre sería así, se sumergió desnuda entre sus sábanas de seda y se atiborró de pastillas. Fue maravillosa hasta para morir.
Hacía rato que yo había dejado de mirar el cartel para mirarla sólo a ella. Pese a sus palabras, el semblante de María no temblaba. Ni su voz.
Yo conocía ya esa historia; había visto algunos documentales sobre Marilyn donde se hablaba de esos aspectos de su vida. Pero, por descontado, sólo al oírlo desde las profundidades de María lo comprendí en su brutal totalidad.
Ella dejó de mirar el cartel y me miró a mí para rematar:
- Así que no me pidas compasión. Prefiero odiar, si no te importa. Es más injusto, lo sé. Pero desahoga que te cagas...
- Lección aprendida - admití. Me pareció buena idea no decir nada más.
Tras ver la película nos fuímos en su scooter (más fácil para aparcar en una ciudad donde sólo lo consiguen los héroes) a la zona de La Malagueta, con sus decenas de terrazas y bares que los domingos por la tarde suelen tener un ambiente tranquilo y agradable.
En la parte de arriba de "El Mercader" y estando María mucho más relajada, bebimos un par de cervezas y dimos buena cuenta de aceitunas, patatas fritas de paquete y cacahuetes salados, charlando de cosas menos trascendentales. Por ejemplo, de nuestros trabajos.
Sorprendentemente hasta entonces no se me había ocurrido preguntarle si se dedicaba a algo (aparte de a sembrar el caos). Había tantas cosas increíbles de ella que me fascinaban, que las más triviales las había pasado por alto.
María había dejado de estudiar tras el accidente, aunque ya antes le estaba rondando la idea, me confesó. Jamás fue buena estudiante y sí muy problemática, como era de esperar. Había sido expulsada de los mejores colegios de Málaga y Madrid, lo cual contaba con orgullo. Algunos profesores suyos habían sufrido su ira en forma de ataques físicos y amenazas. Cuando al fin su padre comprendió que jamás obtendría de ella un título académico, movió los hilos que pendían de su ilustre apellido (mejor dicho, del de su mujer) para colocar a María en la galería de arte de un viejo y potentado amigo de la familia. Allí hacía de secretaria, o algo parecido.
- Es lo único que tengo que agradecerle a mi padre en esta vida - admitió -. Me encanta la pintura y el viejo Berni tiene una biblioteca de arte acojonante. Allí me paso las horas leyendo y viendo las reproducciones de los libros. Como prácticamente lo único que hago es atender el teléfono y tomar nota de las citas y recados... ya sabes, para la chica guapa y tonta, trabajo fácil (y yo que me alegro) - dijo esto último en plan confidencia y acabamos riendo.
- Berni es tu jefe, ¿no? El amigo de la familia.
- Don Santiago Bernall Tapia de Lero - recitó con sorna -. Uno de los apellidos más ilustres de España, colega. Es un viejo verde con bastante mala leche pero yo sé manejarle bien, no es difícil verle venir. El verdadero coñazo es su hijo.
- ¿También trabaja allí?
- Bueno, trabajar, trabajar... digamos que va por allí de cuando en cuando y es una auténtica condena - dijo esto último casi poniendo los ojos en blanco. Me gustaba verla al fin hablar en un tono más distendido -. No me deja en paz, ignorando que sigue vivo sólo por las relaciones de las dos familias, claro - yo reí un poco. Aunque sabía que sólo bromeaba en parte -. Hazte una idea: veintinueve años, carne de gimnasio, ricitos absurdos siempre engominados, BMW rojo, pisazo de lujo en la Avenida de Andalucía y para limpiarse el culo en vez de papel higiénico usa tarjetas VISA Oro.
- No me digas más, a ver si adivino - también a mí me divertía el retrato-robot que estaba haciendo de aquél especímen -, ¿a que tiene nombre compuesto?
- Sí, pero agárrate fuerte a la silla: Jacobo Noé.
Creo que nuestras carcajadas se escucharon en todo el bar. Era la vez que la veía reir con más ganas, casi se le escaparon las lágrimas de la risa, contagiada por mí que también me desternillaba. Deseé que no fuese la última.
Cuando ya pudo seguir hablando, que costó varios minutos, me contó que el tal Jacobo Noé, al que por supuesto sus oligofrénicos amigos llamaban Jako (pronunciése "Yaco"), a pesar de tener prometida, tan pija como él, no dejaba de acosarla a la menor oportunidad. Ante cualquier descuido de María allí aparecía Jako diciéndole que la amaba, que si ella quería dejaba a su novia, que le ponía un piso y yo que sé que más.
- De verdad, no creo que sea consciente de la de veces que he estado a punto de mandar a tomar por culo todo y hostiarle a base de bien. Pero claro, tengo que guardar las formas, por su padre y por el mío... ayer sin ir más lejos; fuí a trabajar rota por el regreso de Madrid; sólo quería acabar e irme a casa. Pues Jako dale que te pego, "sólo una copa, por favor, una copita, ¿que te cuesta?". Por que me dejara en paz unos días acepto, ¿y sabes a dónde me lleva el gilipollas? A Fruto´s. Se creería que me iba a impresionar por llevarme a un restaurante caro, ¡pero so cretino, que no soy una choni, que a mí ya me daban los potitos en Fruto´s y sitios mejores! Pues nada, una eternidad de cena escuchando sus polladas y luego a Puerto Marina... - "Ajá", pensaba yo, "así que era con él" - Pero el caso es que otras veces va en plan hijoputa, amenazándome veladamente con hacer que su padre me eche de la galería. Que francamente, por la pasta me da igual, pero me gusta ese trabajo y además sería un mal rollo entre las familias.
- Pues eso es acoso sexual - apunté -. Podrías denunciarle.
- ¿Denunciarle? - María sonrió otra vez. Pero era una sonrisa que daba más miedo que el monstruo de la película que habíamos visto hacía un par de horas. Porque sabía que marcarse faroles no era precisamente su estilo - El día que me toque demasiado las narices le pego una patada en los huevos que se le alisa el pelo de golpe.
Volvimos a reír los dos.
Al cabo de un rato fue cuando dijo que quería enseñarme una cosa.
Echamos a andar por el paseo marítimo, hacia el este. Aunque hacía frío el cielo estaba despejado y se podían ver las estrellas. Fuímos hablando de nada en particular hasta que ella se detuvo y, dando la espalda al mar, se quedó mirando una de las casas del otro lado de la carretera.
- Mira - me dijo sentándose en el murito del paseo, a cuya caída empezaba la playa -, esa es la casa de mis sueños. Me fliparía vivir ahí... yo sola. Sin nadie que... sin nadie más.
Contemplé la casa. Era de aspecto antiguo y solemne, de fachada augusta y pintura blanca añeja por el tiempo y el viento de levante, que también había erosionado cruelmente las contraventanas de madera, antaño pintadas de marrón oscuro. El tejado puntiagudo mostraba la cristalera de una buhardilla. Parecía deshabitada y aunque aún se podía apreciar el encanto que sin duda había tenido en el pasado, el paso de los años le habían otorgado un cierto aspecto tétrico y fantasmal.
Pero yo no pensaba tanto en la casa en sí como en las ansias de soledad de María. En el cine había compadecido a Marilyn por ello, por su soledad. Y sin embargo ahora la deseaba. Además, si en su casa actual siempre o muy a menudo estaba sola como solía decir... ¿por qué soñar con otra casa solitaria?
Como escribí hace algunas hojas, cuanto más me contaba, más preguntas me asaltaban. Pero en ese momento me pareció oportuno no hacer ninguna más.
Tras un rato mirando la casa en silencio, dijo que quería bajar a la playa. Bajamos por unas escalinatas a las que franqueaban unas sencillas duchas para los bañistas y junto a ellas se asentaba sobre la arena una plataforma cuadrada de cemento, sobre la que estaban anclados dos bancos de madera y metal. Nos sentamos en uno de ellos. Hacía bastante frío pero a ella no parecía importarle. Encendimos unos cigarrillos y seguimos charlando de cosas sin importancia.
Un rato después, mientras yo parloteaba de cualquier chorrada, noté que ella ponía una expresión de desagrado, de no encontrarse bien.
- ¿Qué te ocurre? - pregunté inquieto. Su cara ya era de fastidio no disimulado.
- Hostia puta, la pierna... - y empezó a masajearse el muslo derecho.
- ¿Qué le pasa?
- A veces se me queda agarrotada, por el nervio ciático, que está medio podrido - explicó -. Es como cuando se te queda dormida si pasas mucho tiempo sentado en la taza del váter, ¿lo pillas? Pero mil veces peor; no podré moverla si no la reactivamos. Además duele que te cagas, la jodida...
- ¿Puedo hacer algo? - dije apresurado y nervioso. Si había que llamar a un helicóptero de la Cruz Roja lo haría, vive Dios.
- Masajear a lo bestia, no hay otra - dijo resoplando y cerrando los ojos; le dolía de verdad.
- Vale, pues túmbate y yo lo hago - le dije. Ella pareció dudar un segundo pero lo hizo. Se echó en el banco boca arriba. Yo empecé a masajear su muslo.
- ¡Pero tío, que no es masaje en plan seductor! ¡Aprieta con ganas, sin miedo! - me dijo dolorida y parecía que también enfadada; no conmigo en realidad. Consigo misma, con su cuerpo, con su pierna.
- Vale, vale...
Así lo hice; apretando tanto que a cualquier otra persona le haría daño, fuí masajeando el muslo por su cara anterior e interior arriba y abajo, muy fuerte.
- Odio que me veas así - se quejó furiosa -, ¡me cago en todo!
- ¿Quieres callarte ya? - le dije, intentando parecer firme y decidido - Se va a enterar esta puta pierna...
- Eso es, ¡dale duro!
Me empleé un buen rato, ni sé cuánto; más de media hora seguro. Sudaba ya la gota gorda cuando ella, parecía que algo más relajada, habló:
- Joder, lo haces de puta madre... - me dijo.
- No eres la primera que me dice eso - ella, pese al mal rato, rió un poco -. Quizá la segunda, tampoco te creas... - rió aún con más ganas, mientras yo seguía apretando aquella pierna como si la quisiese exprimir.
- Soy un chollazo para cualquier tío, eh - dijo después, ya sin reír -. Posible esquizofrénica con el cuerpo hecho una puta mierda... joder, qué vejez me espera...
- Te falta un poquito aún para eso - repliqué yo asombrado de que a sus diecinueve años pensara en la vejez, aunque quizá no era tan sorprendente dadas las circunstancias -. Además, como dicen las abuelas, para cada roto hay un descosido.
- Ya, pero a mí para coserme hace falta una máquina... Mejor sola, ¿lo entiendes ahora?
- Lo entiendo, claro que lo entiendo... - iba a añadir algo más pero callé y seguí masajeando sin más. Ella se dió cuenta. No se le escapaba nada.
Tras un rato más me hizo detener el masaje.
- Déjame que pruebe - dijo. Yo dejé de masajear y ella, con cuidado, se incorporó en el banco, quedando simplemente sentada. Movió un poco la pierna -. Mucho mejor; ha despertado. Joder, gracias.
- De gracias nada - dije yo -, son veinte euros.
- ¿Veinte nada más? - rió - Mañana dejas la mierda de gestoría esa y te vienes a mi casa; contrato fijo te hago, vamos...
Reímos los dos y entonces me atravesó con la mirada y su implacable media sonrisa. Juro por lo que sea que a cualquier otra la hubiese intentado besar en ese momento. Pero con ella, no sé como explicarlo... me hubiese parecido una vulgaridad. Ella dijo entonces:
- Me encantan tus silencios. Eres la primera persona que conozco que sabe cuándo callarse. Es un talento poco común. No lo pierdas.
- Lo intentaré...
Un rato después se sentía ya mejor y, con cuidado, probamos a andar. La pierna respondió bien y volvimos a la moto caminando despacio. Ella, temerosa al principio de que volviera a fallarle, se agarraba a mi brazo. Parecíamos dos enamorados paseando. Para cuando llegamos a la moto, aparcada frente a "El Mercader", me dijo que ya se encontraba perfectamente.
Y cuando me dejó junto a mi coche, al bajar yo de la moto para despedirnos, me pidió que sacara el móvil.
- ¿Para...? - pregunté.
- Te voy a dar mis números - dijo simplemente.
Me dió el de su móvil y el de su casa; eso sí con algunas instrucciones. La más importante que siempre la llamase al móvil; a la casa sólo en casos de emergencia, incendios, terremotos, apocalipsis zombis o supuestos parecidos. Además me advirtió que el de casa casi nunca lo cogía; dejaba que saltase el contestador. Y otra que en sus horarios de trabajo procurase no llamarla, al viejo Berni no le gustaba verla usar el móvil.
Apunté todo, números en la agenda de mi móvil e instrucciones en mi cabeza y nos despedimos. Ella me agarró por el cuello, sin bajarse de la moto y me dió un beso muy fuerte en la mejilla, en plan ametralladora como hacen las abuelas. Y luego dijo:
- Me estoy encariñando tanto contigo que me empieza a preocupar, te lo advierto. Y me da miedo.
- No tienes que tener miedo - le dije -. Ya me vas conociendo y no hay más, esto es lo que hay.
- No me da miedo que me hagas daño. Me da miedo hacértelo yo - dijo. Y sin darme tiempo a reaccionar, salió disparada.
Me quedé apoyado en el capó de mi coche viéndola alejarse. "Esto se os va de las manos, Angel", pensé. "Se os ha ido ya".
(continuará)
- Es lo único que tengo que agradecerle a mi padre en esta vida - admitió -. Me encanta la pintura y el viejo Berni tiene una biblioteca de arte acojonante. Allí me paso las horas leyendo y viendo las reproducciones de los libros. Como prácticamente lo único que hago es atender el teléfono y tomar nota de las citas y recados... ya sabes, para la chica guapa y tonta, trabajo fácil (y yo que me alegro) - dijo esto último en plan confidencia y acabamos riendo.
- Berni es tu jefe, ¿no? El amigo de la familia.
- Don Santiago Bernall Tapia de Lero - recitó con sorna -. Uno de los apellidos más ilustres de España, colega. Es un viejo verde con bastante mala leche pero yo sé manejarle bien, no es difícil verle venir. El verdadero coñazo es su hijo.
- ¿También trabaja allí?
- Bueno, trabajar, trabajar... digamos que va por allí de cuando en cuando y es una auténtica condena - dijo esto último casi poniendo los ojos en blanco. Me gustaba verla al fin hablar en un tono más distendido -. No me deja en paz, ignorando que sigue vivo sólo por las relaciones de las dos familias, claro - yo reí un poco. Aunque sabía que sólo bromeaba en parte -. Hazte una idea: veintinueve años, carne de gimnasio, ricitos absurdos siempre engominados, BMW rojo, pisazo de lujo en la Avenida de Andalucía y para limpiarse el culo en vez de papel higiénico usa tarjetas VISA Oro.
- No me digas más, a ver si adivino - también a mí me divertía el retrato-robot que estaba haciendo de aquél especímen -, ¿a que tiene nombre compuesto?
- Sí, pero agárrate fuerte a la silla: Jacobo Noé.
Creo que nuestras carcajadas se escucharon en todo el bar. Era la vez que la veía reir con más ganas, casi se le escaparon las lágrimas de la risa, contagiada por mí que también me desternillaba. Deseé que no fuese la última.
Cuando ya pudo seguir hablando, que costó varios minutos, me contó que el tal Jacobo Noé, al que por supuesto sus oligofrénicos amigos llamaban Jako (pronunciése "Yaco"), a pesar de tener prometida, tan pija como él, no dejaba de acosarla a la menor oportunidad. Ante cualquier descuido de María allí aparecía Jako diciéndole que la amaba, que si ella quería dejaba a su novia, que le ponía un piso y yo que sé que más.
- De verdad, no creo que sea consciente de la de veces que he estado a punto de mandar a tomar por culo todo y hostiarle a base de bien. Pero claro, tengo que guardar las formas, por su padre y por el mío... ayer sin ir más lejos; fuí a trabajar rota por el regreso de Madrid; sólo quería acabar e irme a casa. Pues Jako dale que te pego, "sólo una copa, por favor, una copita, ¿que te cuesta?". Por que me dejara en paz unos días acepto, ¿y sabes a dónde me lleva el gilipollas? A Fruto´s. Se creería que me iba a impresionar por llevarme a un restaurante caro, ¡pero so cretino, que no soy una choni, que a mí ya me daban los potitos en Fruto´s y sitios mejores! Pues nada, una eternidad de cena escuchando sus polladas y luego a Puerto Marina... - "Ajá", pensaba yo, "así que era con él" - Pero el caso es que otras veces va en plan hijoputa, amenazándome veladamente con hacer que su padre me eche de la galería. Que francamente, por la pasta me da igual, pero me gusta ese trabajo y además sería un mal rollo entre las familias.
- Pues eso es acoso sexual - apunté -. Podrías denunciarle.
- ¿Denunciarle? - María sonrió otra vez. Pero era una sonrisa que daba más miedo que el monstruo de la película que habíamos visto hacía un par de horas. Porque sabía que marcarse faroles no era precisamente su estilo - El día que me toque demasiado las narices le pego una patada en los huevos que se le alisa el pelo de golpe.
Volvimos a reír los dos.
Al cabo de un rato fue cuando dijo que quería enseñarme una cosa.
Echamos a andar por el paseo marítimo, hacia el este. Aunque hacía frío el cielo estaba despejado y se podían ver las estrellas. Fuímos hablando de nada en particular hasta que ella se detuvo y, dando la espalda al mar, se quedó mirando una de las casas del otro lado de la carretera.
- Mira - me dijo sentándose en el murito del paseo, a cuya caída empezaba la playa -, esa es la casa de mis sueños. Me fliparía vivir ahí... yo sola. Sin nadie que... sin nadie más.
Contemplé la casa. Era de aspecto antiguo y solemne, de fachada augusta y pintura blanca añeja por el tiempo y el viento de levante, que también había erosionado cruelmente las contraventanas de madera, antaño pintadas de marrón oscuro. El tejado puntiagudo mostraba la cristalera de una buhardilla. Parecía deshabitada y aunque aún se podía apreciar el encanto que sin duda había tenido en el pasado, el paso de los años le habían otorgado un cierto aspecto tétrico y fantasmal.
Pero yo no pensaba tanto en la casa en sí como en las ansias de soledad de María. En el cine había compadecido a Marilyn por ello, por su soledad. Y sin embargo ahora la deseaba. Además, si en su casa actual siempre o muy a menudo estaba sola como solía decir... ¿por qué soñar con otra casa solitaria?
Como escribí hace algunas hojas, cuanto más me contaba, más preguntas me asaltaban. Pero en ese momento me pareció oportuno no hacer ninguna más.
Tras un rato mirando la casa en silencio, dijo que quería bajar a la playa. Bajamos por unas escalinatas a las que franqueaban unas sencillas duchas para los bañistas y junto a ellas se asentaba sobre la arena una plataforma cuadrada de cemento, sobre la que estaban anclados dos bancos de madera y metal. Nos sentamos en uno de ellos. Hacía bastante frío pero a ella no parecía importarle. Encendimos unos cigarrillos y seguimos charlando de cosas sin importancia.
Un rato después, mientras yo parloteaba de cualquier chorrada, noté que ella ponía una expresión de desagrado, de no encontrarse bien.
- ¿Qué te ocurre? - pregunté inquieto. Su cara ya era de fastidio no disimulado.
- Hostia puta, la pierna... - y empezó a masajearse el muslo derecho.
- ¿Qué le pasa?
- A veces se me queda agarrotada, por el nervio ciático, que está medio podrido - explicó -. Es como cuando se te queda dormida si pasas mucho tiempo sentado en la taza del váter, ¿lo pillas? Pero mil veces peor; no podré moverla si no la reactivamos. Además duele que te cagas, la jodida...
- ¿Puedo hacer algo? - dije apresurado y nervioso. Si había que llamar a un helicóptero de la Cruz Roja lo haría, vive Dios.
- Masajear a lo bestia, no hay otra - dijo resoplando y cerrando los ojos; le dolía de verdad.
- Vale, pues túmbate y yo lo hago - le dije. Ella pareció dudar un segundo pero lo hizo. Se echó en el banco boca arriba. Yo empecé a masajear su muslo.
- ¡Pero tío, que no es masaje en plan seductor! ¡Aprieta con ganas, sin miedo! - me dijo dolorida y parecía que también enfadada; no conmigo en realidad. Consigo misma, con su cuerpo, con su pierna.
- Vale, vale...
Así lo hice; apretando tanto que a cualquier otra persona le haría daño, fuí masajeando el muslo por su cara anterior e interior arriba y abajo, muy fuerte.
- Odio que me veas así - se quejó furiosa -, ¡me cago en todo!
- ¿Quieres callarte ya? - le dije, intentando parecer firme y decidido - Se va a enterar esta puta pierna...
- Eso es, ¡dale duro!
Me empleé un buen rato, ni sé cuánto; más de media hora seguro. Sudaba ya la gota gorda cuando ella, parecía que algo más relajada, habló:
- Joder, lo haces de puta madre... - me dijo.
- No eres la primera que me dice eso - ella, pese al mal rato, rió un poco -. Quizá la segunda, tampoco te creas... - rió aún con más ganas, mientras yo seguía apretando aquella pierna como si la quisiese exprimir.
- Soy un chollazo para cualquier tío, eh - dijo después, ya sin reír -. Posible esquizofrénica con el cuerpo hecho una puta mierda... joder, qué vejez me espera...
- Te falta un poquito aún para eso - repliqué yo asombrado de que a sus diecinueve años pensara en la vejez, aunque quizá no era tan sorprendente dadas las circunstancias -. Además, como dicen las abuelas, para cada roto hay un descosido.
- Ya, pero a mí para coserme hace falta una máquina... Mejor sola, ¿lo entiendes ahora?
- Lo entiendo, claro que lo entiendo... - iba a añadir algo más pero callé y seguí masajeando sin más. Ella se dió cuenta. No se le escapaba nada.
Tras un rato más me hizo detener el masaje.
- Déjame que pruebe - dijo. Yo dejé de masajear y ella, con cuidado, se incorporó en el banco, quedando simplemente sentada. Movió un poco la pierna -. Mucho mejor; ha despertado. Joder, gracias.
- De gracias nada - dije yo -, son veinte euros.
- ¿Veinte nada más? - rió - Mañana dejas la mierda de gestoría esa y te vienes a mi casa; contrato fijo te hago, vamos...
Reímos los dos y entonces me atravesó con la mirada y su implacable media sonrisa. Juro por lo que sea que a cualquier otra la hubiese intentado besar en ese momento. Pero con ella, no sé como explicarlo... me hubiese parecido una vulgaridad. Ella dijo entonces:
- Me encantan tus silencios. Eres la primera persona que conozco que sabe cuándo callarse. Es un talento poco común. No lo pierdas.
- Lo intentaré...
Un rato después se sentía ya mejor y, con cuidado, probamos a andar. La pierna respondió bien y volvimos a la moto caminando despacio. Ella, temerosa al principio de que volviera a fallarle, se agarraba a mi brazo. Parecíamos dos enamorados paseando. Para cuando llegamos a la moto, aparcada frente a "El Mercader", me dijo que ya se encontraba perfectamente.
Y cuando me dejó junto a mi coche, al bajar yo de la moto para despedirnos, me pidió que sacara el móvil.
- ¿Para...? - pregunté.
- Te voy a dar mis números - dijo simplemente.
Me dió el de su móvil y el de su casa; eso sí con algunas instrucciones. La más importante que siempre la llamase al móvil; a la casa sólo en casos de emergencia, incendios, terremotos, apocalipsis zombis o supuestos parecidos. Además me advirtió que el de casa casi nunca lo cogía; dejaba que saltase el contestador. Y otra que en sus horarios de trabajo procurase no llamarla, al viejo Berni no le gustaba verla usar el móvil.
Apunté todo, números en la agenda de mi móvil e instrucciones en mi cabeza y nos despedimos. Ella me agarró por el cuello, sin bajarse de la moto y me dió un beso muy fuerte en la mejilla, en plan ametralladora como hacen las abuelas. Y luego dijo:
- Me estoy encariñando tanto contigo que me empieza a preocupar, te lo advierto. Y me da miedo.
- No tienes que tener miedo - le dije -. Ya me vas conociendo y no hay más, esto es lo que hay.
- No me da miedo que me hagas daño. Me da miedo hacértelo yo - dijo. Y sin darme tiempo a reaccionar, salió disparada.
Me quedé apoyado en el capó de mi coche viéndola alejarse. "Esto se os va de las manos, Angel", pensé. "Se os ha ido ya".
(continuará)
Comentarios
Publicar un comentario