A lo mejor nadie
más se dio cuenta porque a nadie más le importaba, no sé. Pero el caso es que
yo sí noté enseguida el cambio en Mati al poco de mudarse a su nueva casa. Es
que fue muy radical, oigan. Llevaba meses tan ilusionada con la compra del piso
y luego el traslado, contándonos a todos sus compañeros de confianza en la
oficina sus planes de decoración, los libros que iba a comprar y en qué orden
los iba a disponer en las estanterías, de qué color iba a pintar los rodapiés, el
tipo de apliques con que iba a vestir las lámparas del techo… Que no hablaba de
otra cosa, vamos. Y con una ilusión en su cara que, mira que Matilde (Mati la
llamábamos todos si pretendíamos que nos contestara) no era especialmente
guapa, pero cuando hablaba con tanta dicha de su futuro hogar su rostro
resplandecía. Los demás, el pequeño grupo que además de compañeros de trabajo
podíamos llamarnos “amigos” (o algo parecido), nos mirábamos sonrientes y con
cierta resignación a la hora del café mientras ella parloteaba sin descanso.
No es que yo
supiese de su vida mucho más que los otros del grupito, pero bueno, era sabido
que su divorcio había sido muy duro y problemático y ahora empezaba a levantar
la cabeza, como suele decirse. Y con mucho esfuerzo y trabajo por fin tenía su
propio apartamento, para disfrutarlo como le viniese en gana, sin rendir
cuentas a nadie.
En fin, todos nos
alegrábamos mucho por ella. Incluso los jefes, que la tenían en alta
consideración y le dieron unos cuantos días de excedencia para poder realizar
la mudanza sin prisas y sin agobios.
Al volver tras
aquellos días es cuando digo que empecé a notar algo. De entrada era la misma,
todo sonrisas y dicha y contándonos a todos en la cafetería de la empresa lo
bonita que había quedado la vivienda, lo a gusto que estaba, lo encantadores
que eran los vecinos… Todo eso, sí. Pero yo la miraba a los ojos y tras su
sonrisa notaba que faltaba algo. Ese resplandor de ilusión en sus pupilas ya no
estaba. De entrada no le di demasiada importancia; supuse que se le había
pasado la euforia del principio y ya está.
Pero con los días
y las semanas fue a más. La notaba en el trabajo tensa, preocupada, más seca y
arisca de lo normal.
Procurando que no notase que lo hacía a propósito trataba de hablar con ella a solas a la menor ocasión para preguntarle, en un tono que no dejaba lugar a dudas que hablaba en serio, si se encontraba bien. Como era de esperar las primeras veces lo afirmaba enérgicamente y ante mi preocupación por su estado de ánimo esgrimía la clásica excusa: “Estoy cansada, nada más”, decía.
Procurando que no notase que lo hacía a propósito trataba de hablar con ella a solas a la menor ocasión para preguntarle, en un tono que no dejaba lugar a dudas que hablaba en serio, si se encontraba bien. Como era de esperar las primeras veces lo afirmaba enérgicamente y ante mi preocupación por su estado de ánimo esgrimía la clásica excusa: “Estoy cansada, nada más”, decía.
Pero a fuerza de
insistir y conforme su energía parecía ir menguando, logré sacarle alguna
confesión cuando nadie más nos escuchaba:
– Es que no
duermo bien. Creo que hay algún tipo de escape o de fuga en alguna instalación
de la casa –me explicó–. Huele muy mal… no sabría decirte a qué, pero no consigo
localizar de dónde procede. Es algo sutil; la gente que ha venido a casa no lo
detecta, pero yo sí.
– ¿Has llamado a
algún técnico? –le pregunté interesado.
– ¿A alguno? ¡A
todos! Fontaneros, electricistas, fumigadores… Y nada, me dicen que el
apartamento está perfecto. Ten en cuenta que es un edificio nuevo. Yo estoy
estrenando esa vivienda.
– Imposible
entonces que las tuberías estén deterioradas –argumenté de forma obvia. Ella
asentía removiendo la cucharilla en su taza de café, ausente y sombría.
– Lo sé… pero yo
lo huelo; te lo juro. Y sé que es lo que no me deja dormir bien. Me paso la
noche dando vueltas, con pesadillas y náuseas.
– Sí que es
extraño –dejé caer sin poder dar con una explicación convincente.
Tras algunas
semanas más en que todo en Mati fue a peor dejó de venir a la oficina. La
explicación de la empresa era “baja por enfermedad”. Los cuchicheos de los
compañeros en los descansos llevaban por título “baja por depresión”.
La primeras
semanas de ausencia aún me contestaba a los wasaps,
aunque de forma muy escueta y tardando
mucho en responder. Solo me decía que estaba bien pero que tenía que dar con el
problema. Que había cambiado los suelos, retirado la pintura de paredes y
vuelto a pintar cambiando de tipo y marca de esmalte. Limpiado, desinfectado
cada rincón… Y que no pararía hasta acabar descubrir el origen de su mal.
“El hedor es cada vez más insoportable, no sé cómo no lo detectan los vecinos”, me escribía.
“El hedor es cada vez más insoportable, no sé cómo no lo detectan los vecinos”, me escribía.
“Pero
hedor ¿a qué?”, le envié yo.
“A
podredumbre”, escribió Mati.
Finalmente dejó
de contestar a mis llamadas y mensajes. Y tras algunos días de lucha interna
por mi parte, debatiéndome entre dos poderosos contendientes, “No es asunto
tuyo” y “No puedes no hacer nada”, venció el segundo a los puntos.
Tal y como nos
había explicado tantas veces cuando aún hablaba con las chispas de la ilusión
en la mirada, la zona era idílica. Los edificios no estaban apretujados, con
bonitas arboledas, un gran parque y la pintura de los pasos de cebra aún de
color blanco. Tiendas, supermercados y familias sonrientes que parecían sacadas
de un anuncio de televisión de planes de pensiones.
Subí a su
apartamento y llamé al timbre. Tardó mucho en dar señales de vida y las
primeras que llegaron fueron un lento arrastrar de pies y una voz rota, débil y
decrépita preguntando “¿quién es?”. Tragué saliva al verla; su aspecto era
terrible. Y el del apartamento también.
Mati estaba
absolutamente demacrada. Pálida, con la piel reseca, el pelo sucio y grasiento
y los ojos hundidos en la negrura de sus cuencas. Vestía una especie de
chándal, o quizá un pijama; era difícil saberlo pues estaba bastante sucio y desgastado.
No supe ni qué
balbucear:
– Dios mío,
Matilde… –pude suspirar con algo de sonido.
– Ya, ya lo sé… –dijo
ella con la voz quebradiza, como suenan un montón de hojas de otoño al ser
barridas– Estoy algo descuidada, he tenido mucho trabajo aquí…
Y al decir eso,
desde el mismo umbral de la puerta oteé un poco el interior. Todo estaba patas
arriba, como si hubiese pasado un tornado por allí. Papel de paredes arrancado
y pinturas rascadas. Suelos levantados. Muebles destrozados. Agujeros hechos en
los muros con martillo y cincel o algo parecido. Entonces ella, mirándome de
una forma que no era necesario interpretar (“No me mires así; no estoy loca”),
preguntó:
– ¿No lo hueles?
–Y sus ojos amarillentos empezaron a humedecerse y a temblar– ¡No me digas que
no hueles ese olor a podrido; a muerto!
Aspiré
profundamente. Aparte de a sucio y a escombros recientes, no olí gran cosa.
– No, Mati; no
huelo nada –dije intentando sonar firme y decidido–. Pero tú te vienes conmigo
al médico ahora mismo.
Con mucho
esfuerzo pude convencerla.
Mati se fue
apenas cuatro semanas después. El tumor le había podrido el cerebro durante
meses.
A mí este relato me dejé un mal cuerpo... hay que saber narrar muy bien algo y encontrar el momento preciso para hacer el giro maestro del final, como para producir la marea de emociones que a mí me ha generado este relato en tanto poco espacio.
ResponderEliminarMuchísmas gracias. Viniendo de tí, una mestra de las letras, cumplido tremendo
ResponderEliminarFelicidades, un gran relato
ResponderEliminarGracias, Berni, que bueno verte por aquí
EliminarUn relato que va siendo cada vez más desasosegante hasta llegar a un final sorprendente pero tremendamente lógico
ResponderEliminarEstupenda historia
Kurosuke
Gracias y bienvenida al blog
EliminarBuenísimo el giro del final. Me ha encantado el relato.
ResponderEliminarEste comentario ha sido eliminado por un administrador del blog.
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