Aquí tenéis en primicia el preámbulo (una pequeña introducción antes del Capítulo Uno) de "MADRE INVIERNO", la tercera parte de la saga post-apocalíptica que comenzó con "Dentro" y continuó con "El sol del final":
Preámbulo: La nieve
Pese a haber intentado evitarlo con todas sus fuerzas, al abrir los ojos el hombre se dio cuenta de que se había quedado dormido. Enseguida notó el agarrotamiento en sus manos, aun estando enfundadas en sus improvisados guantes, hechos con calcetines de lana en realidad. El frío era tan duro y tan seco que también sintió la cara rígida y casi sin sensibilidad.
«¡No te duermas!», pensó. «Estarás muerto en media hora si te quedas dormido».
El pequeño cobertizo de hojalata en el que se refugiaba del exterior no es que supusiera una gran diferencia en cuanto a la temperatura. De hecho el metal solo lo protegía del viento gélido, pero la temperatura era igual de insoportable, pues provocaba un efecto “nevera” en el interior del pequeño habitáculo. Pero fue lo único que vio en la desolada blancura de la planicie que le pareció apto para resguardarse y tratar de escapar de sus asaltantes.
Llevaba varios días caminando cuando se los encontró. Había procurado evitar los caminos principales pues sabía que su mula, bien cargada de bultos y alforjas, era un plato demasiado suculento. La suerte no acompañó. Salieron de las sombras del helado bosque y ni siquiera hablaron, debían llevar observándolo desde hacía bastante trayecto. Él trató de defenderse con su revólver. Las balas silbaron en todas direcciones e incluso creyó alcanzar a algunos de ellos. Pero al final le hirieron en el muslo y tuvo que huir, abandonando a su animal y a la preciada carga. Enseres y aparatos rescatados de la ciudad para vender en los mercados cercanos. Se arrastró como pudo por la nieve, en la que se hundía hasta las rodillas, dejando un rastro de sangre por ella, siendo consciente de que si lo seguían, acabarían con él. Pero parece que se conformaron con el botín y no les mereció la pena el esfuerzo darle caza.
En aquella inmensa nada cubierta de nieve vio el pequeño cobertizo de hojalata. La puerta había sido forzada parecía que mucho tiempo atrás y se refugió en él. Dentro apenas había nada; viejos enseres de agricultor sin utilidad. Pero su reducido espacio y la oscuridad le ayudó a sentirse un poco más seguro, a la par que se resguardó del gélido viento. Como pudo, con trozos de tela de su propia ropa, consiguió contener un poco la hemorragia de la pierna. Luego se sentó en el suelo helado, con la espalda apoyada en una de las paredes de metal y se dispuso a pasar la que, como intuyó, fue una noche terrible. Sintió temblores y frío a la vez que ardía su frente, con lo que tuvo pocas dudas de que la herida se podía estar infectando. No durmió nada y durante muchos momentos, pensó que no vería un nuevo amanecer.
Unos débiles rayos de sol se colaron por algún hueco del pequeño cobertizo, una eternidad después, avisándole de que había sobrevivido a la noche. «¿Y de qué me sirve eso? Voy a morir aquí, como un perro abandonado», pensó tras un primer instante de esperanza al sentir la claridad.
Luego pasaron las horas y el cansancio, pese al dolor de la pierna y el frío que sentía, comenzaron a hacerle mella y dio alguna cabezada, despertando en un primer instante sobresaltado. Dormirse podía significar la muerte. Pero también caía en su propia e incoherente contradicción, pues pensaba que iba a morir igual. Más tarde comenzó a escuchar los ruidos. Fue en uno de esos instantes en que tenía los ojos cerrados, casi vencido por el sueño aunque temblara y tiritara. Pero una especie de arañazo en el metal y algo parecido a un gruñido, lo sobresaltó.
Primero pensó, febril y asustado, que los bandidos habían seguido su rastro. Pero tras permanecer alerta unos segundos, no le pareció que fuese eso. Eran gruñidos animales y los otros sonidos, en el metal de la chapa del pequeño trastero, parecían arañazos. Venían de un lado y luego de otro del habitáculo, como si estuvieran dando vueltas alrededor del cobertizo. Toda su atención fue hacia la vetusta portezuela, que ni siquiera cerraba bien del todo con su cerradura reventada hace años. Un pequeño resquicio quedaba, no la cerró del todo por la acumulación de nieve y otros desechos que había en el suelo.
Quienes estuvieran fuera solo tenían que empujar. Más gruñidos, más arañazos. «No son humanos», pensó. «¿Lobos, coyotes?»
Como si le hubieran querido contestar, un hocico negro, con pequeñas virutas de hielo formadas en su pelaje pero negro bajo ella, apareció por el resquicio de la puerta, babeante, gruñendo y enseñando los colmillos mientras, parecía por el sonido, rascaba con sus patas la portezuela de metal, queriendo entrar. Nervioso, sacó del bolsillo de su abrigo el revólver. No estaba seguro de cuántas balas había usado en el tiroteo con los saqueadores del día anterior, pero puede que aún le quedaran un par de disparos.
Apuntó hacia la puerta con su mano temblorosa y decidió esperar, en ese momento apenas podía ver nada por la rendija de la puerta como para acertar, aunque luego el animal consiguió abrir un par de centímetros más. «¡Espera!», trató de insuflarse sangre fría, «¡Aún no, espera!» Otros gruñidos llegaron por detrás, como era de esperar.
Los lobos suelen ir en manada. Una parte de si mismo supo que no iba a tener suficientes balas para todos, pero trató de apartar esa idea sabiendo, de una forma no consciente, que eso no tenía demasiada importancia. Iba a morir allí seguro. Poco importaba si de hambre y frío, si por la herida en la pierna o devorado por alimañas. La puerta cedió un poco más y la cabeza del animal, rabioso y hambriento, casi entraba ya por completo. Sus atroces gruñidos y dentelladas al aire, como intentando alcanzarlo, emanaban un hedor a carne descompuesta y muerte. El hombre amartilló el revólver y apuntó con cuidado. «Una o dos balas, como mucho», volvió a pensar, preparándose a disparar.
Entonces se oyó un agudo gimoteo animal, por detrás de la puerta, y la expresión del lobo cambió de la furia a la alerta, retrocediendo y sacando después su cabeza de la apertura que había conseguido al empujar la oxidada y helada portezuela. Durante unos segundos el hombre no pudo ver nada, aún apuntando con su revólver a donde unos segundos antes había estado la cabeza del depredador, asustado, nervioso y expectante. Pero sí pudo escuchar sonidos de golpes, o de lucha, y los gemidos de los animales. Luego se hizo el silencio y ya solo escuchó el viento soplar. Y luego, mientras seguía apuntando, la puerta se abrió por completo en dos largos y enérgicos empujones y la figura apareció ante él, recortándose su silueta sobre la claridad del día a sus espaldas. En su estado, físico y mental, no podía ver con claridad. Pero pudo distinguir una silueta humana, no muy alta, con largos ropajes oscuros, como si llevara un manto o un largo poncho sobre la propia ropa y también una amplia capucha, de nuevo oscura, que cubría su rostro de sombras. En la mano llevaba un imponente machete y se atisbaba un bulto a sus espaldas, que podía ser una mochila aunque también era muy oscura y más en el contraluz de la puerta.
Por alguna razón, al hombre le causaba más temor que los lobos. Y continuó apuntando.
—Baja eso antes de que te hagas daño —dijo una voz que llegó desde las sombras de su capucha. Su registro era el de una voz de mujer. Y joven además. Pero su tono era de una dureza y autoridad indescriptible. Tanto que el hombre bajó el arma de inmediato, dejando su mano descansar junto a su pierna herida.
La figura entró en la estancia y se puso en cuclillas junto al hombre, que la miraba entre aterrorizado y extasiado.
—Los… los lobos… —trató de decir, aunque apenas fue un balbuceo, por el miedo y su debilidad. Pero ella pareció entenderlo.
—Huyeron —aclaró—. Por suerte no tuve que matar a ninguno. Solo son animales en busca de comida; no hay maldad en ellos. Eso queda para las personas —Y mientras respondía comenzó a examinar la pierna del hombre—. La bala aún está dentro —dijo manoseando la herida sin miramiento, lo que provocó que el hombre gimiese compungido—. Y está comenzando a infectarse; el frío lo ha retrasado, pero luego será aún peor. Se gangrenará.
Sin que él supiera qué hacer o decir, solo quejándose por el dolor de la pierna, ella rasgó la tela del pantalón para ver mejor la herida. No podía ver su rostro, agachada y estudiando su pierna, pues la capucha la cubría de oscuridad casi por completo. Solo acertaba a ver algo de su boca y barbilla. Era en efecto una mujer joven. Aunque no se comportaba como tal.
—¿Quién —preguntó reuniendo fuerzas—... quién eres?
—Cállate, ahorra energía —respondió ella, seca—. Aún no has salido de esta, y no creo que lo hagas, en verdad —La chica se giró, aún en cuclillas, y descolgó su bulto o mochila. Trasteó en su interior durante unos segundos tras desanudar unos correajes, y luego sacó de su interior una especie de cajita metálica, que depositó en el suelo junto a ellos.
—Entonces, ¿por qué ayudarme? —quiso saber el hombre.
—¿Y por qué no? —respondió la mujer—. Ayer por mí, hoy por ti. Si todos siguierais esta norma, el mundo estaría mucho mejor.
De la pequeña caja sacó unas ampollas y unas vendas. Rompió una de las primeras y derramó un liquido transparente sobre la herida. Al instante el hombre se quejó de dolor con intensidad, retorciéndose.
—Esto duele, pero retrasará la infección —explicó, de nuevo sin ninguna compasión en la voz. Lo estaba curando con el mismo amor con el que uno cambia la rueda a un coche. Luego comenzó a vendarlo, comprimiendo bastante la herida.
Él no tuvo fuerzas para hacer más preguntas de momento, aunque tenía muchas en la cabeza. Cuando ella terminó el vendaje, de la misma cajita sacó un diminuto frasco de pastillas. Cogió una y se la metió en la boca.
—Antibióticos —dijo sin más. Luego lo recogió todo, lo guardó en la mochila y poniéndose en pie se la volvió a colocar en la espalda. Se quedó mirando al herido por unos instantes. O eso parecía, que lo observaba, pues seguía sin ver su rostro oculto en las sombras de la capucha.
—Gracias —dijo el hombre.
—Dámelas cuando sigas vivo, que está por ver —respondió—. Dime, ¿te dirigías a Eleden?
—Sí… Comercio con chatarra y enseres, pero me asaltaron… Me refugié aquí como pude —explicó.
—Puede que consigas llegar, estás muy cerca. Y ya el hombre, por completo extasiado por todo lo que había ocurrido y turbado ante la visión y el comportamiento de tan misteriosa mujer, no pudo evitar preguntar:
—¿Quién eres?
Ella pareció mover un poco la cabeza, despacio, como si observara a su alrededor.
—Una vez nos refugiamos aquí, hace muchos años… —dijo en voz baja, casi susurrando. Luego se giró y se dispuso a salir, pero él preguntó una vez más:
—Tu nombre, ¡dime tu nombre! ¡Me has salvado la vida!
Ella ya estaba fuera pero se giró una vez más para contestarle:
—No tenemos nombres, no importan los nombres ya. Solo importan los actos.
Y sin más, desapareció.
El hombre se quedó mirando la puerta abierta, tras la que solo se podía ver la nieve eterna, respirando pesadamente y con el corazón acelerado. Conocía las leyendas, las charlas de los más veteranos en noches de taberna y licor mal destilado que te hacen decir tonterías y contar viejas historias. Del mundo de antes, del mundo sin luz y del mundo de ahora, en perpetuo invierno. Nunca las había tomado en cuenta, habladurías. Cuentos para niños.
Pero ahora sudaba, temblaba y lloraba. Y no todo era por la fiebre de la incipiente infección. Mirando aún a la puerta abierta susurró, para sí mismo, para intentar asimilar lo que había pasado y sobre todo, lo que había sentido:
—La madre… La madre invierno...
("Madre Invierno" se publicará a comienzos de 2025)
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