Volviendo a casa

"Volviendo a casa"

 

 

Cuando abro los ojos siento dónde estoy incluso antes de que mi mente lo confirme. El leve balanceo de mi cuerpo sobre el asiento, no tan mullido como pudiera parecer a simple vista, el vibrante sonido de los rieles siendo rasgados por las ruedas metálicas del vagón y el tenue crujido de sus paredes de metal y madera, me alertan de que sólo un breve intervalo de tiempo ha pasado desde que caí presa del sueño hasta el despertar plácido y sinuoso de este instante. 
Casi sin querer mi mirada va hacia la ventanilla de mi izquierda. Mi asiento está junto al cristal por el que las praderas y los campos del interior corren por delante de mis pupilas a tal velocidad que no parecen reales. Da la impresión de ser una serie de ilustraciones, de dibujos, que alguien retira de mi vista con celeridad. Veo las llanuras de verdes pastos, de sembrados de trigo y cebada. Los grandes océanos de olivos con sus troncos retorcidos, como si hubiesen ido peleando con la vida a golpes, mientras crecían hacia el sol. Y me recuerdan un poco a mí misma en realidad. Pero con todo, es un paisaje hermoso. Aún lo es.

Poca gente me acompaña en el vagón. Cuando salimos de la estación central de la gran ciudad estaba prácticamente lleno. Las conversaciones animadas y vivas flotaban por el aire que llenaba el espacio y el tiempo más que el aire viciado de la vieja urbe.
Pero poco a poco, estación tras estación y andén tras andén,  los pasajeros van bajando en una lenta sangría de gente. Sospecho que cuando llegue a mi destino estaré completamente sola.

Nunca pensé que la felicidad estaba en la gran ciudad, nunca se trató de eso. Marcharme de aquél pequeño y oscuro lugar donde nací no era una búsqueda de sueños y anhelos, aunque esa fuera la historia que me dediqué a contar. Mis sueños y anhelos tuvieron que esperar a crecer, a tomar forma por entre las costuras de los días una vez que reuní el valor de partir. 

De niña no era demasiado consciente de cuánto podía oprimir y cuánto podía llegar a aplastarte aquel lugar.  Todo mi mundo era la pequeña villa de casas de piedra sobre la ladera de oscura pared, con los ajados viñedos y las escarpadas cuestas que envolvían el pueblo como una muralla natural. Ninguna gran carretera pasaba cerca, sólo pequeños caminos de tierra que serpenteaban entre las rocas y la tierra rojiza. Poca gente pasaba por allí.

Pero en mi infancia de sueños y juegos no era aún consciente de ello, naturalmente. Ni tampoco podía imaginar lo diferentes que eran las cosas más allá de aquel sitio. No conocía nada más y en mi mente infantil el mundo entero debía ser parecido. Los días eran igual de oscuros en todas partes, los rostros eran igual de adustos y las conversaciones eran en voz baja entre los adultos. Y se callaban cuando entraban los niños.

Pero no estuve sola en aquella oscuridad. La curiosidad, el querer saber qué había más allá de aquél oscuro asentamiento me unió a otro niño que sentía lo mismo, que tenía la misma inquietud en sus pupilas, poseedor del brillo del que quiere más.
Nos sentábamos juntos en clase y mientras los otros niños atendían a las palabras pesadas y pegajosas que salían del maestro, aleccionándonos sobre lo que debía ser nuestra vida allí, él y yo mirábamos por la ventana. Siempre hacia fuera. Siempre a lo lejos... 

Algo que al principio no puedo identificar me saca de mi ensimismamiento, alejándome de aquellos tiempos y de aquél lugar. Tras un instante de duda, de aterrizaje forzoso en la realidad, resuelvo sin turbación que lo que sucede es que me siento observada en el vagón. Sólo hay una persona más en él, todos los demás se han bajado en los andenes precedentes.
Desde un asiento en el extremo opuesto en el que yo viajo un hombre de mediana edad, que ya se ha puesto en pie mientras el tren va decelerando, me mira con una mezcla de curiosidad y preocupación, mas al verse sorprendido por mi propia mirada, aparta la suya. 
Se acerca a la puerta del fondo mientras el tren se va deteniendo conforme nos acercamos al andén de la última estación... antes de la mía. Lleva una bolsa de viaje al hombro y ahora, al esperar junto a la puerta a que el tren se detenga completamente para que esta se abra y poder bajar, me da la espalda.
Yo dejo de prestarle atención y vuelvo a mi libro. Pero hay algo entre los dos; intuyo que algo se ha quedado en la visión de ese hombre, que una idea le ronda la cabeza y se le agarra en forma de curiosa inquietud. Por ello, antes incluso de que él se gire y me hable, yo levanto la vista de las hojas impresas y le observo.
- ¿Usted... no baja aquí? - dice el hombre más preocupado que extrañado.
- No - contesto yo con un intento de sonrisa tranquilizadora. Un intento estrepitosamente fracasado desde su concepción, por supuesto -. En la siguiente...
Y ya no dice nada más. El tren se detiene y la puerta del vagón se abre. El hombre baja con paso firme, como queriendo alejarse de mí. Y yo le observo hasta verle desaparecer en el andén, quedándome, ahora sí, completamente sola en el vagón y con un regusto en el paladar seco y amargo, como metálico, como si hubiese chupado una moneda sucia.

Conforme crecimos, la curiosidad de mi querido amigo y compañero y la mía se fue convirtiendo en un sueño. El sueño se convirtió en pasión y la pasión en una necesidad mayor que respirar, mayor que la sangre, que el sustento o el sueño reparador. Escapar, ver más allá, huir de allí. 
No fue sencillo hablar de ello abiertamente ni mostrarnos tal como éramos. Durante años, mientras crecíamos, tuvimos que aprender a simular ser como los demás. Fieles a las viejas costumbres, pulcros en el cumplimiento de las normas y ahorradores en nuestra expresividad. Deambulamos por el tiempo fingiendo formar parte de la procesión de miradas adustas y silencios impuestos. Haciéndoles creer a todos que sólo éramos dos ovejas más del rebaño.
Pero los sueños no pueden verse, no hacen ruido, no huelen a nada ni desprenden ningún fulgor. Los sueños se pueden guardar en un cofre secreto que nadie puede ver jamás si tú no lo sacas de su escondite y no se lo enseñas. Y solamente entre él y yo nos los mostrábamos a escondidas, en nuestros lugares mágicos, elegidos por estar apartados de las miradas y la niebla de sus mentes. Nos contábamos cada tarde qué habíamos soñado la noche anterior, sueños que casi siempre trataban de ver más allá, de escapar, de abrir la mente y sortear la muralla para responder a la gran pregunta que sin saber cómo, se nos había incrustado en el corazón como una rémora, como una parte ya indisoluble de nosotros mismos: ¿qué hay más allá de todo esto?

Él se marcho primero. Siempre fue más valiente, más fuerte y por qué no decirlo, algo más loco que yo. No le importó la conmoción, ni el revuelo que causó en la comunidad el simple hecho de que alguien hubiese incubado durante tan largo periodo de tiempo la idea de marcharse. El pueblo se retorció como una serpiente herida, como un leño al fuego cuando cruje y crepita. Se convocaron reuniones y se dictaron nuevas normas más férreas y oscuras. Me vi obligada a esperar un largo tiempo más; era demasiado arriesgado marchar entonces.
Quiso esperarme, suplicó y rogó que fuese con él pero yo aún no estaba preparada. Aún no había soñado suficientemente lo vivido, no era lo bastante fuerte para reunir las fuerzas.

Fueron tiempos muy duros sin él, incluso dudé a veces si partir en su busca. Quizá no era mi destino, pensaba a veces. Quizá yo sí debía conformarme con la vida que se me había dado, con el lugar en el que se me decía desde la cuna que debía estar. Lo pensaba a veces pero luego buscaba en el lugar secreto de mi consciencia, abría el cofre escondido de nuestros sueños y me volvía el ánimo y el ímpetu necesario. Y un tiempo después me marché yo también.

Mirando por la ventanilla, comienzo a reconocer el paisaje. Casi lo había olvidado. La tierra oscura, las rocas angostas y afiladas, los olivos retorcidos y los matorrales secos como alambre de espino. El aire huele a ceniza y el cielo tiene un extraño color entre rojizo y gris. Nos estamos acercando pero mi ánimo no decae, puede que no lo parezca pero sé lo que estoy haciendo. He de saberlo, he de comprobarlo...

En la ciudad, en el exterior, pude ser yo de verdad. Pude vivir y pude expresarme como realmente era, como siempre quise ser. Estudié, trabajé, amé, triunfé, fracasé, reí y sufrí. Dí y recibí cuanto pude, cuanto me dejaron y cuanto me cabía dentro. Me sacié totalmente de vida durante muchos años. 
Pero nunca le encontré. Al principio decidí dejarlo todo en manos del azar y soñaba con que él me hallase o con un encuentro casual. No era tanto una obsesión permanente ya que mi vida estaba plenamente saciada y ocupada con todas las experiencias de las que bebía en el nuevo mundo, en el exterior. Más bien era un sueño recurrente al que acudir para conciliar un sueño agradable.

Pero nunca ocurrió. Y poco a poco, sin que me diera cuenta, algo oscuro, algo tenebroso, comenzó a crecer en mi interior como un tumor, como una enfermedad de lento y silencioso recorrido. El miedo comenzó a gestarse, verano tras invierno sin saber de él. 

Reconozco el andén a través del cristal como reconozco la luz y los olores. Todo está igual que cuando salí de aquí hace ya tantos años. El tiempo no ha cambiado su aspecto desvencijado y sus ladrillos de un color gris correoso. Sus vallas metálicas oxidadas y sus carteles con los caracteres descoloridos y que tiemblan de forma extraña con el viento.
Por fin me levanto de mi asiento dispuesta a bajar del vagón mientras este se frena lentamente, casi como si el tren no quisiera detenerse. Las ventanillas no muestran gran cosa a través de ellas en la penumbra del atardecer. Sólo una tenue luz añil envuelta en brumas, un silencio frío y cortante como hielo resquebrajado y una presencia que noto como si fuese el eco de un trueno; la presencia de su hedor, de su oscuridad, de su hambre de castigo.

No siento que nada haya salido mal. No me siento derrotada por volver, al contrario. Quiero demostrarles que se puede hacer, que se puede escapar y vivir lo soñado, y volver a soñar lo vivido. Quiero enseñarles a esos pocos que habrá escondidos entre ellos y que sueñan lo que yo soñaba de niña que pueden hacerlo. Que puedes salir más allá de la muralla de piedra gris.
Esa será mi victoria, nada hay que lamentar.

La puerta del vagón se abre y bajo al andén.
Todos están allí, sombras en silencio. Me observan sin moverse mientras esperan pacientemente a que el tren se aleje, lo cual no tarda mucho en suceder. Rápidamente, comienza a rodar por las vías alejándose de esta estación en la que nunca suelen parar en este sentido, donde nadie suele bajar.

Cuando ya no se oye su crepitar por los rieles metálicos ni el aire silba su quejido vaporoso, comienzan a acercarse a mí. No habrá reproches ni acusaciones, todos lo sabemos. Mi mirada recorre sus caras una a una, sus ojos adustos y muertos, mientras busco ansiosa. El círculo que forman me rodea y se estrecha en torno a mí cada vez más.

Y sin embargo en el último momento mis miedos desaparecen, pues mientras me devoran compruebo aliviada que él no está entre ellos. 

Comentarios

  1. Impresionante la narración y aún más impresionante el final, como siempre. La búsqueda de sueños y la inmolación por una causa aún mayor. Me ha parecido fascinante.

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  2. A veces una caída al vacío puede ser una victoria.

    Gracias por leer y comentar como siempre. Me alegra que te haya gustado.

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