ARDE 6

"ARDE"

    

Capítulo 6:  Un par de pequeñas puñaladas




 Todo en Susana parecía diferente aquella tarde. Los surcos de su voz, el pulso con el que sujetaba el teléfono móvil mientras hablaba por él, los vaivenes expectantes de su mirada, el modo en que jugueteaba con su pelo, las líneas innovadoras que dibujaban sus labios apretados cuando guardaba silencio… era como si acabasen de inyectarle una sobredosis de vida.
Yo, nada acostumbrado a verla así, me regocijaba mientras la observaba desde el fondo de la pequeña tienda junto a una estantería, tratando de no mostrar con demasiadas evidencias que lo estaba haciendo.


Los días eran un poco más largos y eso me animaba a volver del trabajo sin prisas, tomando más de un rodeo. Recordé que hacía bastante que no me pasaba por “Agua” y decidí hacerle una visita a la siempre interesante de ver Susana. No había decidido si le iba a contar algo de mis vivencias con María los últimos meses pero, en cualquier caso, me apetecía intercambiar algunas ideas con ella. Mi cabeza estaba tan llena de dudas, sospechas, teorías, miedos, deseos y suposiciones que tenía que liberar la presión que la oprimía desde dentro de alguna forma. Y una buena opción sin duda era Susi, tan de vuelta de todo como yo intuía que era.


Cuando entré en la librería ella estaba hablando por el móvil, tal y como lo he descrito. Tardó más de la cuenta en reparar en mi presencia y cuando lo hizo me regaló una sonrisa más ancha de lo habitual y dibujó un “hola” con los labios. Yo le hice un gesto de conformidad, de que continuara hablando tranquila y me puse a fingir que echaba un vistazo a los libros, sin perder detalle de lo que hacía y decía en realidad.



Era evidente que hablaba con alguien muy querido, sólo había que escucharla. Y no lo demostraban las cosas que decía sino la forma de hacerlo. Se la notaba con el corazón henchido y el rostro iluminado.



Cuando empezó a despedirse de quien estuviese al otro lado de la línea me acerqué al mostrador tras el cual, ausente de todo excepto de su llamada, estaba ella. Un cigarrillo se consumía, aburrido, en el cenicero, y un café en un vaso de plástico terminaba de helarse. Era como si el tiempo se hubiese detenido para ella por aquella llamada.



- Sí, sí, claro… - decía sin poder dejar de sonreír -… tú ya me avisas cuando puedas… no, no hace falta; en serio… Yo cerraré antes, no hay problema… okey, ya me llamas… yo también tengo muchas ganas… de acuerdo. Venga… chao…



Apartando el móvil de la oreja, al tiempo que pulsaba el botón de colgar, dejó escapar un tenue suspiro. La sonrisa no desaparecía del todo.



- Qué tal, Susi – hablé por fin. También yo sonreía; me gustaba verla así. Era la felicidad personificada. Una felicidad real, absoluta y sin estridencias. Dicen que consiste en pequeños momentos. Aquél desde luego era un momento muy feliz para Susana; pero no tenía nada de pequeño -. Qué bien te veo.

- Hola, Ángel – respondió ella dejando el móvil en el mostrador y apurando la colilla -. Y tú qué tal. Llevas mucho tiempo desaparecido, ¿dónde te metes?

Respondí con vaguedad invitándola a que fuese ella la que me contara sus novedades. No hizo falta mucho. Pese a su habitualmente reservado carácter en aquella ocasión abrió sus recuerdos con mucha más facilidad y soltura de las que yo hubiese imaginado en ella nunca.

- Era un amigo – dijo con el cariño brotando de cada sílaba -. El mejor y seguramente el único amigo que he tenido nunca. Siempre me ha querido con todo lo que tenía, con todo lo que yo era y siempre ha cuidado de mí… pese a que yo no pueda decir lo mismo.

- Vaya… ¿y eso por qué? – quise saber. Iba añadir “si no es mucho preguntar” o algo así pero no hizo falta. Ella contestó enseguida.

- Porque yo fui una imbécil – afirmó implacable; sin dolor pero sin dudar -. Cuando me pareció, cuando me convino, le dejé tirado; le abandoné y me fui por ahí en busca de aventuras. Y esas aventuras duraron unos diez años durante los cuales me sumergí en la mierda. Caí en los abismos más profundos y jodidos que puedas imaginar. O más bien me lancé a ellos; seguí a la gente equivocada buscando sensaciones y experiencias, respuestas equivocadas a mis preguntas. Lo peor de todo es que yo sabía dónde me estaba metiendo, era consciente de ello. Y no me importó. Durante esos diez años, además de convertirme en una mierda, siempre con la soga al cuello, con la angustia en una mano y mi prepotencia en la otra, incluso me olvidé de él. ¿Y sabes qué ocurrió cuando, venciendo al miedo y a la vergüenza, obligada por la desesperación de verme en las últimas, destrozada por dentro y por fuera, acudí a él como última opción? – sonrió aún más antes de contestarse a sí misma – Que volvió a salvarme. Que volvió a decirme y a demostrarme, que era lo más difícil, que siempre había estado ahí, cuidando de mí. Diez jodidos años. Me salvó la vida, así de simple. Porque te puedo asegurar que si él me hubiese rechazado, y estaba en todo su derecho de hacerlo, en estos momentos no estaríamos hablando tú y yo. Lo hizo sin pedir nada a cambio, por supuesto, sin colgarse medallas. Sólo lo hizo porque quiso hacerlo.



Su voz aún no temblaba pero podía ver su emoción al contar la historia en cada gesto de su cara. Bebió un sorbo de la botella de agua que tenía siempre a mano bajo el mostrador y perdió su mirada en ninguna parte, puede que reviviendo todo aquello de nuevo. Yo estaba bastante conmovido. De ser una tumba había pasado a contarme prácticamente toda su vida, o al menos una parte muy importante, en menos de dos minutos. 



Y no supe bien qué decir, más que hacer una pregunta puramente casual:

- Bueno, ¿y dónde está ahora?
- Ah, él vive en Madrid – respondió Susi volviendo de aquél lugar de su interior que sólo ella conocía -. Pero siempre estamos en contacto y nos vemos a menudo. Precisamente acaba de llamarme para decirme que va a pasar unos días aquí. Con lo cual el resto del mundo ha dejado de tener importancia para mí hasta que vuelva a irse. ¡Me siento tan genial!
- ¿Qué hace, a qué se dedica? – yo no es que tuviera una gran curiosidad en realidad, es que la veía tan feliz que no quería dejar el tema.
- Claro; si es que aún no te he dicho quién es – dijo ella como dándose cuenta de que había omitido algo importante en la historia -. Le conoces, es Álvaro Laplata.
- ¿El escritor? – exclamé yo sorprendido. Efectivamente sabía de sobra de quién se trataba. Era un novelista malagueño que se había hecho muy popular en los últimos años, aunque en verdad yo nunca había leído nada suyo. Y entonces, al conocer la historia que le unía a Susana, me extrañó que ella nunca me hubiese animado a leer algún libro de su autoría. Le expuse dicha duda a Susi y ella se limitó a encogerse hombros.
- No sé – me dijo -. Para mí, aunque ahora sea muy conocido, Álvaro es algo muy personal, demasiado para tratarle como a otro escritor cualquiera. Pero, ahora que te haces una idea de lo que significa para mí – salió de detrás del mostrador y mientras continuaba hablando fue hasta un expositor cercano -, me encantará que leas esto. Así lo comprenderás mejor que nadie.

Me trajo un ejemplar de la que creía recordar era su primera novela publicada, “El interior de la ola”. Me puse a hojearlo y vi la dedicatoria impresa: “Esta va por ti, Susana. Tú sabrás por qué”.

- Hostias, qué puntazo – dejé escapar con admiración -. Te lo dedicó.
- Y cuando lo escribió aún no nos habíamos reencontrado, que conste – confesó, dándole más valor a aquella dedicatoria.
- Qué fuerte – fue lo único que pude decir.
- Para que veas – respondió ella tratando de disimular su modestia. Volviendo al mostrador y teniendo yo el libro en las manos, dejó claro que no iba a dejar que se lo pagara -. Es un regalo. Tú también has sido un buen amigo. Sin hablar de los cafés y cervezas a los que me has invitado. Está más que cubierto el precio.
- Pues muchísimas gracias. Por el libro y sobre todo por contarme esto – dije con sinceridad.

De pronto un pensamiento nuevo apareció en la cabeza de Susana, recordando algo que sin duda había sido enterrado por la llamada de teléfono.

- ¡Ah, coño! ¿Sabes que tu pelirroja ha estado aquí esta tarde? – me soltó de golpe muy sorprendida – Y lo más alucinante es que me ha hablado de ti. ¡Dice que sois buenos amigos! ¿Qué pasa, me lo ibas a ocultar eternamente?
Resoplé.
- Es un poco más complicado – le expliqué aún sorprendido porque María le hubiese contado eso -. Pero te aseguro que la chica da para una novela como mínimo.
- Vale – dijo Susana mirando su reloj -. En media hora en el “O´Neill´s”.


Después de un par de pintas de Guinness negra, de esa tan suave y que tiene la espuma tan densa que casi se puede masticar, Susi ya sabía con bastante detalle todo lo que yo había vivido con María hasta ese día. Al contrario que a Dani, a Lola o al resto de amigos, a ella no le oculté absolutamente nada. Supongo que en ella veía a alguien que quizás pudiese comprender mi atracción, mi deseo de descubrir el mundo interior de María. Y después de lo que me había contado en la librería, aún estaba más convencido de ello.

Así fue, efectivamente. Lo comprendió y por ello me hizo una advertencia. La misma que me había hecho Lola hacía algunas semanas tirando de intuición. Pero Susi echaba mano de su experiencia:

- Ten cuidado, Ángel – me dijo con serenidad pero con firmeza. Yo le notaba como ella evitaba echarme el sermón, pero sí aconsejar desde sus propias vivencias a alguien que, sin duda, estaba jugando con fuego -. Yo mejor que nadie sé de la atracción que lo oscuro ejerce sobre nosotros, sobre algunas personas al menos. Porque, aunque no quieras reconocerlo y no lo harás hasta que todo haya acabado, eso es lo que te atrae de ella. Su infierno, sus trampas, su oscuridad. No te engañes pensando que hay algo mágico o enriquecedor en todo ello porque no lo hay. Y aunque lo hubiese, el precio es demasiado alto. Cuando quieras darte cuenta estarás enganchado a ella como el fumeta más jodido al chiné. Uno no lo suele ver con claridad hasta que ya es demasiado tarde, incluso lo justifica con mil y una piruetas mentales para no ser consciente del descenso. Pero siempre es más fuerte que tú. Yo seguí a unos cuantos así, ¿sabes? Mi justificación era su arte, su devastadora creatividad que iba a enriquecerme como artista. Menuda mierda de gilipollez. No era cierto. Lo que me atraía de ellos eran las sombras, el puñetero lado salvaje en el que todos queremos dar un paseo alguna vez en la vida para presumir. Pero has de saber que de ese sitio sólo se sale con los pies por delante. Y ¡oh, sí! Seguro que es maravillosa, no lo dudo. Hasta yo puedo ver que lo es con toda esa fuerza que emana en el simple acto de comprar un libro de algas medicinales cuando viene por la librería. Siempre son maravillosos. Como las mantis religiosas, como los volcanes y los maremotos… No sé a qué fue hoy allí, supongo que a sacarme algún aspecto de ti que pudiera habérsele escapado. Pero desde luego se la ve muy interesada. Yo que tú me andaría con mucho cuidado.
- Lo haré – le dije tratando de sonar convincente (como le había dicho a Lola también), aunque rápidamente pude ver en su mirada que no me creía del todo. Así que intenté hablar honestamente sobre mis verdaderas intenciones -. Tal vez esté buscando también una salida, un punto de apoyo para escapar. Tal vez yo pueda hacer por ella lo que Álvaro hizo por ti.

Susi empezó a negar con la cabeza, mostrando su disconformidad.
- Hay una gran diferencia – me explicó -. Yo siempre supe en qué me había convertido y pese a que me costó un gran esfuerzo reconocerlo, nunca me gustó. Y lo que es más importante, fui yo la que buscó la ayuda. Fui yo la que acudió a él cuando comprendí que debía escapar y dejar de ser como era. Si Álvaro hubiese aparecido antes de eso… le hubiese mandado a la mierda o le hubiese hecho daño. No puedes forzarlo, Ángel. Si es ella la que pide tu ayuda, convencida de que necesita alejarse de la oscuridad, perfecto. Pero mientras esperas a que eso ocurra… si es que ocurre, mantén las distancias.

Ya entonces me pareció un gran consejo y ahora me pregunto por qué demonios no lo seguí.


- Es un Manet – dijo María a mi lado, mirando el mismo cuadro que yo había estado observando desde hacía un buen rato. Le sonreí a modo de saludo pero ella continuó hablando sin mirarme, dirigiendo toda la luz azul de sus ojos a la pintura, con una voz más sosegada de lo que solía ser habitual -. Lo pintó en mil ochocientos sesenta cuando estaba influenciado por la temática española, tras haber viajado por nuestro país. Tenía veinticuatro años. Tuvo tanto éxito que se vio sobrepasado por los halagos y la popularidad y volvió a huir, de nuevo a España. Pero en esta segunda etapa, en vez de empaparse de Velázquez lo hizo de El Greco y Goya. A su regreso a Francia no le permitieron exponer el en Salón de París; decían que su pintura se había vuelto demasiado… “oscura”. Pero es justo entonces cuando pinta las obras que más me gustan a mí: “Olympia”, “El almuerzo campestre” y, sobre todo, mi favorito; “El reposo”. Después, influenciado por Monet se pasó al impresionismo. Ahí la cagó… - e hizo un pequeño gesto de desagrado.

- O sea – dije yo sin ningún pudor a demostrar mi supina ignorancia sobre el tema -, ¿esto no es impresionista? ¿Qué es entonces?

María torció un poco la cabeza y sonrió:
- Simplemente, un Manet. Él dijo: “No vengáis a ver obras perfectas; venid a ver obras sinceras” – y entonces por fin me miró apartando su atención del cuadro, añadiendo -. Un hijo de puta muy listo, ¿eh? ¿Qué tal estás, cómo que te ha dado por venir?

Esa última pregunta se debía a que, ciertamente, yo me había presentado en la elegante galería de arte sin haber sido invitado. María me había comentado por teléfono lo de la exposición de arte impresionista (aunque Manet no lo era, por lo visto) a la que ella no tenía más remedio que acudir, ejerciendo su papel de niña guapa, buena y tonta. No pudo asegurarme si podríamos vernos aquella noche de sábado pues desconocía hasta que hora el viejo Berni, su jefe, le exigiría estar en ella a tendiendo a los invitados. Y en ningún momento me insinuó que me pasase, quizá simplemente dando por hecho que siendo sábado saldría con mis amigos de bares.


Y ese era mi plan inicial, desde luego. Tampoco yo pensé que lo haría. Tras hablar con ella y aún demasiado aletargado por la siesta como para ir a ducharme, encendí un pitillo y repasé mis opciones para aquella noche.


Con María infiltrada en la alta burguesía de la Costa del Sol con su disfraz de niña obediente y Dani de fin de semana en Granada con su nueva chica (bueno, ya no tan nueva, pero aún aguantaba el estatus la morenita del pelo corto), mi única opción era la panda de colgados del barrio de costumbre.


Quedé con ellos en los bares de siempre y aunque me habían dicho que llegarían sobre las doce bajé mucho antes. Me apetecía pulular un rato a solas.



Sin saber por qué decidí echar un vistazo a aquella exposición y no porque me chifle el impresionismo, precisamente. Cambié de dirección en la Plaza de la Victoria y conduje mi Ibiza por el Camino Nuevo, en dirección a Gibralfaro primero y luego empecé a bajar hacia El Limonar.

Tenía la sensación de no ser yo quien conducía el coche. Fue una de esas ocasiones en que no entiendes por qué has hecho algo hasta mucho después de haberlo hecho.




La Galería de Arte Bernall estaba por la zona noble de El Limonar, perímetro de alto rango social en Málaga con sus veredas de grandes árboles, sus fortificados chalés, clubs de tenis y paddle, El Club Hípico y hasta su estatua de Berrocal. Pero a esas horas, ya derrotada la tarde por la oscuridad, cobraba un cierto aspecto amenazador, con tanta arboleda y tan poca gente por las aceras. Lo cierto es que últimamente muchas cosas que antes no me lo parecían me estaban resultando amenazadoras y no acertaba a comprender el motivo. Era como un mosquito revoloteando a mi alrededor que no podía ver, sólo oír su zumbido en una calurosa noche de verano. No te va la vida en ello pero no puedes conciliar el sueño mientras sigues oyendo el zumbido, cada vez más cerca.

Sentía que algo se estaba fraguando en alguna parte por debajo de nosotros dos, algo que se me escapaba, que no podía controlar. Y que aunque no sabía ni el cuándo ni el dónde, sabía que estaba a punto de estallar.



En todo esto pensaba cuando después de aparcar el coche llegué andando a la entrada de la galería. La puerta estaba flanqueada por sendos carteles anunciadores de la (al parecer) importante exposición y una elegante chica con traje de chaqueta y falda entregaba unos folletos a los visitantes al entrar, casi todos ellos con un aspecto entre espécimen pseudocultural y apoderado de torero.

Tras dudarlo un poco me deslicé discretamente hacia el interior.


- No lo sé – respondí un rato después a María, tiempo durante el cual pude comprobar, además de cuán asquerosos pueden llegar a estar unos canapés, que para mi asombro y admiración en la exposición se exponían originales del admirado por María, Monet, Degás, Renoir, Manet, Sisley… y muchísimos más que no me sonaban de nada -. No tenía nada que hacer durante un par de horas y me animé a echar una ojeada. Y tú qué, ¿te diviertes?

María resopló. Estaba realmente preciosa pero muy alejada del estilo con el que solía verla. Parecía mayor con el pelo cuidadosamente recogido con horquillas estratégicamente situadas, un traje de chaqueta y falda azul marino de blusa blanca (igual que el de la chica de la puerta), medias, zapatos de tacón bajo y el rostro muy maquillado (al contrario que habitualmente que nunca se pintaba).

En definitiva una chica elegante y obediente.

Sin embargo su voz era la misma. Escupía dardos de hielo al hablar.

- Sí, mucho resopló con sarcasmo -. Tengo que saludar y sonreír a todo el mundo; clientes habituales de la galería, amigos de mi padre, del jefe… y aguantar sus capulladas hasta que pueda escaparme… ¡no veas qué asco! Esta gente es la hostia, tío. Pero qué les pasa, ¿desayunan mierda o qué?

Yo reí un poco, era divertido verla así, con aquél aspecto pero soltando sus burradas de siempre.

- Desayunar, no lo sé – dije cómplice -. Pero desde luego los canapés son de lo peor; todo crema y cosas blandengues. Joder, ¿tan difícil es coger un biscote y ponerle una anchoa encima? La “nouvelle cousine” es una porquería…

- Te traeré algo de beber, así podrás tragarlos. No te vayas lejos.



Se alejó entre la gente con su paso tenso y estudiado (era evidente que los tacones no se le daban bien) y sólo un par de minutos después regresó con una bandeja plateada donde reposaban varios dry martinis con su aceituna y todo. Ofreció a diversos invitados regalándoles una sonrisa tan fresca y ancha como forzada y amables palabras. La mayoría apenas la miraban mientras cogían sus copas, no reparaban en su persona y yo me preguntaba cómo era posible. “Dios mío, sí que están ciegos… será de tanto arte exquisito”, pensé.



Cuando llegó hasta mí sólo quedaban dos copas. Las cogimos y ella dejó la bandeja en el suelo, en un rincón cerca del Manet. María fue comentando el desprecio que sentía por casi todos los presentes (sólo se salvaban algunos artistas locales que conocía) y los fue despellejando vivos conforme se ponían a su vista. Luego aclaró que el viejo Berni le había prometido que sobre las doce de la noche podría marcharse.

 - Igual que Cenicienta – apunté tratando de ser gracioso. Ella sonrió.
- Sí… pero con la diferencia de que a Cenicienta no le asaltó el deseo de meterle fuego al baile… - estaba diciendo cuando se detuvo en seco. Alguien había llamado su atención y no para su agrado -… joder, ya nos ha visto y viene para acá como un rayo.

- ¿Quién? – quise saber.

María, casi imperceptiblemente,  apuntó con su mentón al frente. Un tipo joven, moreno con el pelo rizado y engominado y vestido como si acabara de llegar de la regata de la copa del rey se acercaba a nosotros con una sonrisa que pretendía ser seductora.

- Quién va a ser… el incansable Jako – dejó escapar María entre un suspiro hastiado.

- Joder… es peor de lo que imaginaba.



El tipo, con un bronceado ridículo para la época del año en que estábamos, aún en pleno mes de mayo, llegó hasta nuestra posición y sin apenas mirarme saludó a María con una especie de caricia ñoña en la barbilla. Todo muy “chic”.

- Caray, María – dijo con chispa. Ya se sabe, siempre son así -, ¿te he dicho ya que esta noche estás realmente deslumbrante?

- Sí, Jako – respondió María no tan secamente como yo esperaba -. Unas catorce veces. Y en todas te he respondido lo mismo: tienes el gusto en el culo.

- ¡Cómo eres! – el ínclito Jako rió un poco y luego por fin pareció reparar en mi presencia – Creo que no nos conocemos; soy Jacobo pero puedes llamarme Jako.

- Qué tal – le dije al estrecharle la mano. El pobre resultaba bastante patético en sus ansias por saber si María estaría en su radio de acción o en el mío. Yo por mi parte no dejaba de preguntarme como era posible que el inconsciente Jako no se hubiese dado cuenta aún de cuán perjudicial podría resultar María para su salud. Comenzó a hablar sin contención ninguna de chorradas sobre arte, lo importante de aquella exposición y del valor de las transacciones comerciales que podría generaren las cuales él, naturalmente, había tenido un papel fundamental, que fuerte tío, y todo eso.

María no dejaba de lanzarme fugaces miradas de desesperación mientras yo intentaba no descojonarme de la risa.

Por fin y tras armarse de coraje pasó a contarnos sus planes para esa noche.

- Hay una fiesta en el chalet de Claudio Patiño, un coleguita mío. ¿Por qué no os animáis? Ya veréis qué ambiente hay allí; esa panda son unos auténticos salvajes.

- Seguro que sí – dejó caer María con un toque irónico que él no captó . Yo ya me disponía a decir que había quedado en el centro con mi gente con la esperanza de que María le dejara planchado allí mismo y rechazara la invitación pero entonces ella, adoptando una pose de gran expectación y para mi sorpresa, aceptó -. Claro, ¿Por qué no? Siempre y cuando me asegures que no les molestará que aparezcamos por allí; a fin de cuentas no nos conocen de nada.

- ¡Que va a molestarles, qué dices! – exclamó Jako. Se le veía exultante. Debía pensar que sus planes estaban resultando un éxito – Si son de lo más enrollados y además, en estas juergas cuantos más mejor. Ya veréis qué bien lo pasáis…

- ¿Cande no estará allí? – le interrumpió María. Él torció el gesto sólo por un instante; lo justo para que yo dedujera que debían estar refiriéndose a la novia oficial de Jako el cual, rápidamente, volvió a recuperar la pose de tío más animado del mundo.

- No, está fuera – explicó él -, terminando el máster en Londres.

- Vaya – dejó caer María, sinuosa -, menudo futuro le espera a esa chica…

Jako sonrió y en su cara se podía leer como si fuese un libro abierto que no había pillado la doble intención de aquella frase.



No pudimos hablar a solas ya hasta la salida de la exposición cuando los tres nos detuvimos para planear el trayecto. Jako había traído su potente y apabullante moto japonesa de gran cilindrada, lo cual aprovechó María para decirle que prefería ir en el coche conmigo.

- Ya sabes, con esta falda…

Él pareció aceptarlo sin más problemas. Y a mí comenzó a rondarme la idea de que María estaba planeando algo. Pese a que no podía disimular el desagrado que el chico le producía le estaba tratando con mucho tacto casi dándole esperanzas de aquella noche, por fin, podría llegar a apuntarse algún tanto. El modo en que había aceptado la invitación o cómo preguntó por su novia, con un casi imperceptible rastro de celos en la cadencia de la frase o ahora, mostrando casi desilusión al decirle lo de la falda y la moto.

Nada más subirnos a mi coche y arrancar y mientras yo trataba de no perder de vista la moto de Jako, el cual le zumbaba a conciencia, vete a saber con qué ridícula y fálica intención, le pregunté a María por todo ello, empezando que por qué había querido ir.

- No sé, simple curiosidad – se limitó a decir -. Nunca he estado en una fiesta pija, ¿y tú?

Pero allí, en las aristas de su mirada, había destellos de metal que me decían otra cosa. Era aquél brillo, aquella descarga eléctrica que ya había visto otras veces en sus ojos. Siempre por la noche, siempre peligrosa. Dos horas después María ya era el centro de atención, como no podía ser de otra forma.


El chalet estaba ubicado en una de las bonitas colinas de Torremolinos, con buenas vistas al mar desde su posición elevada aunque estropeadas por un par de hoteles que desafiaban al buen gusto erigidos en primera línea de playa. Urbanismo atroz de los setenta, ya se sabe.


Rodeando la gran piscina en forma de haba la gente bebía y charlaba animadamente cuando llegamos a la una y pico de la madrugada. Jako nos presentó al anfitrión, el ya mencionado Claudio, una especie de cruce entre Boris Becker y el conde Lecquio de unos treinta años también.

Miró a María y luego a Jako con una rápida mirada cómplice, como si dijera a su amigo “Ah, esta es la pibita que te quieres hacer, ¿no? A ver si cae hoy. ¡Suerte!”

A mí apenas me prestó atención, cosa que yo agradecí de verdad. Nada más llegar ya tenía ganas de irme y me odié por haberla seguido hasta aquello. Y me preguntaba hasta cuándo iba a estar siguiéndola.



Apartado un poco de todos, con un cubata que me serví y sentado en unos artísticos banquitos de piedra rosácea que rodeaban algunas partes de la piscina, pensé en todo ello. Por primera vez en los casi seis meses que duraba ya nuestra amistad no veía a María tan especial. La observaba allí, al otro lado de la piscina, con su tubo de cristal en la mano mientras charlaba animadamente con Jako, Claudio y algún protozoo más de aquellos, riendo sus gracietas (¡ella riendo! Y con aquellos tipos, nada menos) y simplemente siendo una más.

¿Y si era así? Me lo pregunté y me lo planteé seriamente. Pensé en que tal vez no debería desechar la posibilidad de ser yo y mis ajadas neuronas las que hubiésemos elevado a María a algo más de lo que era en realidad. Porque en aquél momento sólo me parecía una chiquilla malcriada que a sabiendas de poseer un encanto y un magnetismo superlativos los usaba para llamar la atención, equipada por un buen disfraz de tormento interior, rebeldía y autismo emocional. Era bien cierto que tenía buenas historias para contar, llenas de terror, cristales rotos y artes marciales. Y que conocía mejor que nadie los mecanismos que te arrastran a los senderos descendentes y oscuros de las noches. Pero no era menos cierto que todo ello lo explotaba realmente bien.

Dicen por ahí que Cristo dudó de Dios cuando estaba siendo crucificado. Yo sólo dudé de María aquella noche pero poco después de las cuatro de la mañana, cuando la mayoría de los invitados ya se habían marchado a su casa o de discotecas, ella misma volvió a mostrarme cuál era la realidad.



Yo la había perdido de vista hacía mucho rato y mientras había entablado conversación con una pareja de novios que resultaron ser bastante majos y gracias a ellos no me aburrí demasiado. Cuando ella le pidió a su chico irse de allí, tras despedirnos, observé que me había quedado prácticamente solo en la piscina. Sólo había un par de tipos durmiendo la mona en hamacas y otra pareja comiéndose las bocas tirados en el césped, ajenos a todo.
Sin embargo de dentro de la casa llegaban sonidos de gran alboroto y jolgorio. Música, risas y palmas. Ya sabía dónde buscar.

En el salón de falsísimo estilo rústico y al que se accedía directamente desde el jardín por unas puertas correderas acristaladas que no tuve que abrir, tan sólo apartar unas cortinas, María, Claudio, Jako y un par de chicos y chicas más jugaban a la tontería esa de ponerte boca arriba apoyado en la barra mirando al techo con la boca abierta dejando caer en ella todo el licor que alguien te echa directamente de una botella. Lo hacían en la barra de bar que había en uno de los lados del sinuoso salón y cuando entré era una de las chicas la que se sometía a la absurda prueba, tratando de tragar todo el ron blanco que Jako dejaba caer en su garganta. Los demás jaleaban como si estuviesen animando a un saltador de longitud y María se limitaba a observar la escena con media sonrisa. 

La chica tragó un buen chorro hasta que ya no pudo más y con los ojos encharcados y enrojecidos se apartó entre toses entrecortadas por su propia risa. Los otros la vitorearon y aplaudieron mientras ella, aunque medio asfixiada, reía como una tonta llena de orgullo, más o menos.

Siempre me ha gustado beber. Me encanta el whisky, la cerveza, el rioja o el vodka. Disfruto de su sabor y de los ecos que te dejan en la garganta al pasar. Justamente por ello esos juegos me parecen una total idiotez; si se trata de usar el alcohol como prueba de resistencia métetelo en vena o traga lejía. Sería igual de estúpido pero mucho más peligroso. Sólo para tipos con pelotas (u ovarios) de hierro y neuronas en paradero desconocido.
Por supuesto tampoco faltaban unas cuantas rayas de cocaína ya dispuestas en una pequeña bandejita de plata rectangular sobre la barra, listas para ser esnifadas.

Cuando Jako me vio entrar me invitó muy jubiloso a ser el siguiente pero decliné la oferta lo más enérgico que pude. No insistieron mucho, se lo estaban pasando demasiado bien para dejar que yo cortara el ritmo de risas y aullidos.
Continuaron adulando a la chica, que por lo visto se llamaba Marisa (era difícil entenderles con el habla trabada por las lenguas acartonadas debido a la coca) que por lo visto había sido la que más había aguantado hasta el momento.

- ¡Qué humillación, colegas! – decía Claudio abrazándola - ¡Derrotados por una estudiante de puericultura, joder! Deberíamos pedir la revancha ahora mismo…
Mientras esto sucedía María y yo, cada uno a un lado del salón con la barra americana separándonos, cruzamos una mirada. Ella supo que yo quería largarme y yo supe que sólo fingía pasárselo bien con aquellos tipos; andaba planeando algo.
Los demás seguían a los suyo, ajenos a nuestra batalla de miradas.

- ¡Eso, eso! – decía uno de los otros tipos que yo no conocía - ¡Vamos a por el partido de desempate y a ver quién es el campeón definitivo!
- Aceptadlo, tíos patéticos – decía la tal Marisa entre toses y la sonrisa incrustada en su cara sin posibilidad, en un par de horas, de arrancarla de ahí. Parecía ya muy borracha -. No sois rivales para mí. Os volveré a ganar, podéis apostar lo que queráis.
- Entonces a por ello – dijo Jako preparando más botellas en la barra -. Será el rival a batir por todos.
- ¡Eso! – exclamó el tipo eufórico de nombre desconocido para mí – Y al que te gane… ¡tendrás que chupársela!
Acto seguido estalló en grandes carcajadas. Jako y algunos otros también y Claudio, también aguantando la risa, le dio un cogotazo como diciendo “¡pero qué bruto eres!”. Marisa simplemente le mostró el dedo corazón y le dijo:
- Sigue soñando, triste…

Fue María la que rompió el momento. Aunque también sonreía su voz afilada y oscura se impuso con facilidad por entre las risas y la música. Yo sabía que los otros no podían notarlo pero bajo su piel se empezaban a agitar las aguas. Y pensé: “Ahí va… esta es la oportunidad que esperaba…”

- Cómo no iba a ser eso. El único anhelo de un tío en esta vida, que se la chupen. Cuanto más mejor.
El tipo eufórico, aunque levemente contrariado, reaccionó bastante bien para el estado de embriaguez en que se encontraba y contestó riendo, seguramente pensando que ella sólo trataba de picarle.

- Bueno, si está tan segura de ganarnos – dijo aun animado – no debería tener miedo a esa apuesta.
Observé cómo Jako y Claudio se miraron, sonrientes y expectantes. No estaban tan ciegos por el alcohol como Marisa, el eufórico y los otros dos de modo que seguramente andaban cavilando más allá de la siguiente ronda.

- Sí, claro – prosiguió María en el mismo tono amable pero al mismo tiempo imponente -. Pero lo llamativo de tu apuesta es que haya sido precisamente esa y no otra. ¿Qué os pasa a los tíos con eso? ¿Tanto os gusta o es por el rollo de la dominación, la superioridad del macho sobre la hembra y toda esa mierda que tenéis en la cabeza?
- Bueno – intervino Jako -, dejaos de rollos y vamos a empezar…
- Me gustaría saberlo – insistió María en un tono que, por primera vez desde que yo había aparecido, hizo que todos dejaran de reír. Habiendo captado toda la atención de su ahora público, continuó -.Quiero averiguar cuánto os gusta de verdad, qué estáis dispuestos a hacer por una buena mamada… Jako – dijo dirigiéndose al ahora turbado muchacho -, coge y tráeme una de esas jarras de cerveza.

Tras la barra Jako cogió una jarra de cristal de esas grandes con muescas cuadradas para la cerveza en las que cabe una pinta más o menos. Los demás se fueron acercando en torno a María, que permanecía apoyada de espaldas a la barra, como un cowboy que observa el salón en una película de  John Ford.
Jako le puso la jarra cerca de ella, sobre el mármol de la barra.

- Ahora quiero que la llenes hasta arriba de whisky – le dijo.
- ¿Cómo? – preguntó Jako, incrédulo, con la voz muy débil. El eufórico dejó de escapar una atronadora carcajada pero en la que se detectaban nervios. Marisa negaba con la cabeza como si no comprendiese lo que se estaba preparando allí. Sólo Claudio y yo no hicimos ni dijimos nada, expectantes.

- Digo que llenes esta jarra hasta arriba de whisky – miró por las repisas donde descansaban las botellas, oteando -. El Cardhu, Chivas o Johnny Walker me van bien si no tienes otro…

Jako, tras buscar una mirada cómplice de Claudio, que al parecer recibió, lo hizo. Cuando la jarra estuvo llena de Chivas María la cogió, se recreó como una gata saboreando su festín y luego agarró la bandejita plateada donde aún reposaban cuatro rayas de coca. Sin pensárselo dos veces la echó en la jarra de whisky.

- Joder… - dijo otro de los tipos - … id llamando a una ambulancia.
- Al que tenga cojones de hacer esto – dijo María a su expectante público mientras movía el explosivo cóctel con una pajita – le haré lo que quiera: chupar, tragar, lamer… usad vuestra imaginación de mierda, pero no es un farol, lo haré… aunque dudo mucho de que nadie tenga lo que     que hay que tener para hacer esto. Vamos a ver en qué niveles está vuestra jodida hombría.

Iba a levantar la jarra para acercarla a sus labios cuando la llamé.

- María – dije tratando de parecer firme y casi consiguiéndolo. Ella se detuvo y me observó, con media sonrisa -, si haces eso me largo.
- Déjala, tío – intervino Claudio aún más firme que yo. Al contrario que los otros él no parecía asustado sino ansioso por ver el espectáculo. Excitado, cómo no, por el lado salvaje de María.
Ella le miró por un instante y supe que el tipo acababa de anotarse un tanto. Comencé a sentir una punzada de celos pero muy débil, muy aplastada pero el terrible peso del pánico que me producía el pensar en lo que podía pasar.

- Tranquilo, Ángel mío – dijo ella con dulzura y algo de coña. Luego, insinuante, añadió -; tú también puedes apostar – y me enseñó la lengua como en una burla infantil.
Tuve el impulso de girarme y salir de allí. No lo hice simplemente porque estaba seguro de que no iba a seguirme. Segunda punzada.

María, con la espalda apoyada en la barra, echó un poco el cuerpo hacía atrás y empezó a tragar el whisky con coca, engulliendo como un niño se bebe un Cola-Cao fresquito en verano.
- Está loca, tíos – susurró Jako -, se va a matar…

María siguió tragando sin pausa y sólo al final un gesto de esfuerzo le hizo cerrar los ojos y apretarlos hasta que la vació completamente. Dejó la jarra sobre la superficie mojada de la barra con un golpe seco y aun con los ojos cerrados y apretados. De una de las fosas nasales empezó a surgir un fino hilo de sangre. Dejó escapar una especie de mezcla de alarido y gemido y se llevó la mano a la sien. Luego, ante su público completamente paralizado, se incorporó lentamente y abrió los ojos, completamente rojos, inyectados en sangre.
Su voz sonó rota y agrietada:

- Y ahora – silbó hiriente como una navaja –, a no ser que alguien quiera intentarlo, podemos seguir con la mariconada esa del chorrito… que no decaiga la fiesta.
- No sé vosotros – dijo Marisa, la primera en reaccionar, visiblemente descompuesta -, pero yo necesito tomar el aire – y salió al jardín seguido por todos los demás, excepto Claudio, que se acercó a María a la vez que yo. Él sacó un pañuelo de papel y se lo ofreció para que se limpiara la nariz. Lo hizo aún con los ojos cerrados y tratando de recuperar el aliento.

Tuve el impulso de coger su mano pero no lo hice. Solo le hablé con toda la determinación que fui capaz de reunir.

- Yo me largo de aquí de una puta vez, María. ¿Vienes conmigo o no?

Ella volvió a abrir los ojos y me miró seria pero tranquila. Sus ojos se iban aclarando poco a poco aunque la rojez le iba a durar horas seguramente y su voz seguía siendo árida y punzante, como el ruido de una sierra de taller. Giró un poco la cabeza para hablarle al anfitrión.

- ¿Tú podrías llevarme luego a casa, Claudio?
- Por supuesto – respondió el otro pensando que era el ganador de algo, pobre infeliz.



María volvió a dirigirse a mí.
- Entonces hasta luego – me dijo amablemente -. Te llamo mañana, ¿vale?
Sin decir ni media palabra salí de allí a toda hostia. Y por supuesto no nos vimos en unos días.

Con la diferencia de que esta vez desaparecí yo.
 





(Continuará)
 





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