"ARDE"
Capítulo
7: “Lo peor que puede pensar un suicida a dos metros de estrellarse contra el
suelo”
Hay días que parecen
más largos, como si tuviesen más de veinticuatro horas. Ocurren tantas cosas y
el recorrido de tus pasos dan tantos virajes, tantos cambios de rumbo, que te
es difícil establecer un principio y un final a lo ocurrido.
Pero, aunque a veces lo
recuerdo de una forma y a veces de otra, estoy casi seguro de que allí estuvo
la fractura, la división, el punto de no retorno. En aquél bar que tanto nos
gustaba cuando nos devoraba la madrugada, el “Onda Pasadena” (aunque todos lo
llamaban solamente “el Onda”), crucé esa línea. Y a partir de ahí todo lo que
ocurrió antes fue una cosa, forma parte de una historia y lo que ocurrió
después fue otra. Forma parte de otra historia. Y de mí.
Era viernes y el mes de
junio aún estaba en pañales aunque ya hacía bastante calor. Intentando
combatirlo decidí que lo mejor era escapar de mi asfixiante piso y llamé a Dani
para quedar en el bar “Nerva”, una cafetería de la calle Cristo de la Epidemia
donde además de tratarnos siempre muy bien y de hacer un café exquisito tenían
aire acondicionado, que esa tarde era un factor a tener muy en cuenta.
A Dani le pareció una gran
idea; su estudio estaba igual de mal orientado y por tanto era tan caluroso
como mi apartamento. Comentamos antes de colgar las perspectivas para esa noche
de viernes.
Nada más salir del portal
del edificio el terralazo me azotó el rostro como una bofetada de fuego. Y
cuando vi que mi coche, siguiendo la Ley de Murphy, estaba aparcado en el lado
soleado de la calle casi pensé en ir al “Nerva” andando; estaba muy cerca. Pero
después tenía que hacer otras cosas y la perspectiva de subir Fuenteolletas
andando a buscarlo tampoco me convenció. De modo que me preparé para sentir lo
que siente una lasaña en el horno y subí a bordo.
Aún no acababa de bajar
las ventanillas, para que entrase algo de aire al echar a rodar, cuando sonó mi
móvil. “¡Joder, qué oportuno!”, pensé antes de mirar el nombre que aparecía en
la pantalla. Era Lola.
Apenas nos habíamos visto
más que un par de veces o tres desde la noche del “Onda” en Semana Santa.
Siempre encuentros casuales en bares del centro y sin poder hablar a discreción
pues ella iba con su grupo de gente y yo con el mío. Sólamente unas cervezas rápidas
y charlas apresuradas de ponerse “al día”. Sí que habíamos hablado varias veces
por teléfono con más calma, sobre todo los primeros días tras romper con Dani.
Parecía haberlo superado ya sin mayores problemas, de lo cual nunca tuve dudas,
y en aquél momento me lo confirmó de nuevo. Me llamaba por si quería tomar un
café y al comentarle yo que justamente iba a eso, pero que había quedado con
Dani (dejé una pausa dramática a ver qué respondía, cómo reaccionaba), me dijo
que no tenía ningún problema con eso.
Como tampoco le molestó a
él. Se lo dije nada más sentarme en la mesita del “Nerva” donde Dani ya me
esperaba con un café recién empezado y hojeando el diario “SUR” y se limitó a
sonreír y encogerse de hombros.
- Guay – dijo risueño -,
hace mucho que no sé de ella; me alegraré de verla.
- Pues ahora viene para
acá…
Me dedicó una mirada
pícara por encima del periódico que yo supe interpretar a la perfección;
demasiados años juntos. Dani suponía que yo estaba interesado en Lola,
“trabajándomela”, como diría él. “Aprovechando las sobras” como con otras
chicas de nuestras vidas, fugaces y de escueto recuerdo.
Y como de costumbre le
parecía bien. Una de las pocas virtudes de Dani con las mujeres es que nunca
volvía la vista atrás cuando rompía. Al menos no se le podía acusar de hacerlas
sufrir con reconciliaciones esporádicas de segundas partes. Para él Lola era ya
solo una cara familiar en los bares a quien sonreír, como otras muchas. De
forma que si en su imaginación yo andaba detrás de ella, por su parte no iba a
tener ningún problema.
Claro está que yo en
aquellos días no andaba demasiado en nada ni nadie que no fuese María. Aunque
estaba bastante orgulloso de mí mismo por estar superando bastante bien el
síndrome de abstinencia.
No me llamó al día
siguiente del numerito del whisky con coca, tal como dijo. Ni siquiera los días
siguientes. Pasaron al menos diez o doce días hasta que volví a saber de ella
pero esta vez tampoco yo la llamé ni le envié mensajes. No sé si con la
intención de mostrarle mi enfado, lo que me desagradaba el profundo desprecio
que había mostrado no solo por mí, sino por ella misma, o por miedo a haber
perdido su interés. Tal vez hubiese encontrado un nuevo discípulo al que
mostrar sus lecciones sobre el caos y el descenso a los infiernos y a mí no le
quedase más por enseñarme, puede que no tuviera nada más con lo que
impresionarme. Tal vez ya no tuviese más rabiosa magia para deslumbrarme y
precisara de otros ojos ávidos de peligro, de otra boca abierta en una mueca de
perpetuo asombro y de otro corazón dispuesto a ser calcinado por su fuego
arrasador.
O ambas cosas a la vez.
- ¿No sabes nada de ella
desde entonces? – me preguntaba Dani mientras removía en el vaso su solo con
hielo – A ver si está todavía en la UCI, tío. Porque esa combinación en
una “criaja” que no pesará más de cincuenta kilos…
- No, está bien. Justo me
ha llamado hoy – contesté intentando no sonar victorioso mientras recordaba la
llamada de un rato antes de salir de casa.
Su voz sonó distinta por
el móvil. Más tibia, más expectante, más cautelosa… o aparentándolo al menos.
Ya no ocultaba la llamada y cuando vi su nombre en la pantalla lo dejé sonar
varias veces, mirando el aparato sin saber qué hacer.
- Hola, ¿cómo estás? – fue
lo primero que dijo. Intentaba disimular su curiosidad por el hecho de que por
primera vez yo hubiese desaparecido de su rutina y no al revés. Intentaba
aparentar que eso no la desconcertaba y de no haberla conocido tan bien hubiese
conseguido engañarme – Menuda desaparición la tuya… ¿dónde has estado?
- Bueno, he estado muy
ocupado estos días – dije sin esforzarme lo más mínimo en parecer convincente
-. Mucho lío en el trabajo.
- Claro… - dejó caer desde
poca altura antes de iniciar un áspero silencio durante el cual resolví no
mostrarme enfadado; eso también lo tomaría como una debilidad por mi parte,
estaba seguro. Ni molesto, ni ofendido ni nada por el estilo. No sabía por qué;
en cuanto estaba con ella mi cabeza cambiaba el “chip” y comenzaba a funcionar
de forma diferente, como una máquina de jugar al ajedrez. Luego me enfadaba
conmigo mismo por actuar así, por no ser yo mismo (¿o quizá ese, el que se
activaba cuando María estaba cerca, era el yo de verdad, el auténtico?) y
dejarme arrastrar a ese tipo de juegos de estrategia con ella.
Pero no era menos cierto
que cada vez se me daban mejor dichos juegos, porque fue su voz la que sonó
intrigada, anhelante:
- Creo que sigues un poco
cabreado conmigo, ¿no? – dijo sin dar más rodeos – Por lo de la fiesta y eso…
- No, qué va; en absoluto
– respondí con voz sosegada y neutra, sin atisbo de orgullo ni de rabia;
indiferencia -. Me pareció algo un poco tonto por tu parte pero nada más. Si me
marché fue porque me estaba aburriendo la hostia, de verdad. Y estos días ya te
digo, hemos tenido bastante follón en la gestoría. Se acercan las vacaciones
para algunos y hay mucho papeleo por archivar antes de que nos quedemos cuatro
gatos nada más por allí.
- Ajá… - y otro silencio
muy estudiado. Daba la impresión de que mi actitud la descolocaba un poco.
Intuí que había previsto que yo iba a preguntarle qué había pasado en aquél
chalé tras marcharme. Qué y con quién. Pero visto que no le daba esa satisfacción,
desvió el tema - ¿Y hoy qué vas a hacer? Es viernes…
- Es el cumpleaños de Dani
– le conté con la misma mezcla de indiferencia y normalidad, como se lo
contaría a cualquier amigo -. De entrada lo celebramos en la “Cervecería
Alemana”. Luego ya no sé; normal, por el centro…
Y continué hablándole así,
con normalidad, como si ella fuese una amiga corriente. Y siendo consciente de
que al hacerlo podía estar encendiendo una mecha. Porque había muchas
posibilidades de que ella no dejara pasar demasiado tiempo hasta recordarme quien
era en realidad y de lo que era capaz.
Y yo lo sabía; era
perfectamente consciente de lo que intentaba provocar. Era como un niño molestando
sin parar al gato más huraño y arisco de la casa.
Sólo podía ocurrir una
cosa.
Comentando con Dani sólo
una pequeñísima parte de la conversación telefónica estábamos (sólo lo
imprescindible para descartar la teoría de la UCI) cuando Lola apareció por el
“Nerva”. Se saludaron cortésmente, con sonrisas al parecer sinceras; no sólo
Dani había pasado página al parecer. Él comentó lo de su cumpleaños en la
“Cervecería Alemana” e incluso le propuso que se pasase. Y ella dijo “sí,
puede”.
Pero mirándome a mí.
Apenas unas horas después
los amigos de Dani casi llenábamos el pequeño pero acogedor local de la
“Cervecería Alemana”. Apropiándonos de varias de las mesas con sillones del
local con la complicidad de los dueños que eran amiguetes, las jarras de
cerveza y los chupitos iban y venían y la noche se deslizaba suavemente entre
risas, bromas y también entre conversaciones más serias. Ya llevábamos un par
de horas allí cuando apareció Lola. Saludó a Dani con naturalidad, como si
fuesen amigos de toda la vida e incluso intercambió besos protocolarios con su
nueva acompañante, la morenita de pelo corto de cuyo nombre no consigo
acordarme (duró lo que están imaginando que duró).
En un momento
indeterminado yo salí fuera, con mi jarra en la mano, a tomar un poco de aire.
Veía a la gente pasar en la noche animada de viernes por la calle Álamos y fumaba
cuando al poco se me unió Lola, risueña y también con algo de beber en la mano.
Comenzamos a charlar de
nada en particular. Yo evité preguntarle por nada relacionado con Dani, la ya
parecía que superada ruptura ni nada trascendental. Sólo charlábamos y reíamos.
Supongo que en relación al cumpleaños, acabamos hablando de la edad y el paso
del tiempo:
- La verdad es que da
gusto encontrar a gente así, con tan pocos complejos ni sentido del pudor como
vosotros – decía con su sonrisa de anuncio -. Con la edad la mayoría de los
tíos se vuelven unos capullos estirados. Pero vosotros seguís haciendo lo que
os apetece en cada momento. En cierto modo es admirable.
- Claro, ¿y por qué no? –
argumenté – Si algo está bien, está bien. A los veinte, a los treinta o los
cincuenta. No sé ni quiero saber qué va a ser de mi vida, pero si por el hecho
de cumplir años alguien piensa que va a dejarme de gustar salir con mis amigos,
emborracharme, el rock o escribir poesía, espero que se equivoque de cabo a
rabo.
- Brindo por eso –
chocamos nuestras jarras y tras el trago, tras otear una vez más la calle y la
gente que pasaba, la miré y me encontré con sus ojos y su sonrisa, clavados en
mí. Entonces habló de nuevo - ¿Y las mujeres? ¿También te siguen gustando o
sólo tienes ojos para tu chica infernal?
No supe qué contestar a
eso; era una pregunta muy directa y quisiese creerlo o no muy intencionada.
Creo que ella interpretó mi silencio como incomodidad, cuando sólo era
sorpresa. Me parecía una mujer demasiado atractiva a todos los niveles,
demasiado sensible y demasiado inteligente como para estar coqueteando conmigo.
Normalmente ese es mi estilo: no me creo las cosas buenas que me pasan. Las
malas las acepto sin problemas.
- Lo siento – comenzó a
excusarse -. Creo que me he pasado un poco. Si es tu… amiga o tu “lo que sea”…
no es asunto mío.
- No pasa nada, no has
dicho nada malo – dije sólo para ganar tiempo mientras pensaba qué decir a
continuación.
En aquél momento, con
aquella simple pregunta, Lola había tocado alguna tecla dentro de mí, había
encendido alguna luz bajo el subsuelo de mi desordenada y caótica cabeza. Y la
idea apareció ante mí como un rótulo de neón puesto ante mis ojos e iluminando
la noche: “Esta tía me gusta. Me gusta mucho, joder”. Rápidamente reaccioné y decidí
coger el toro por los cuernos. Que Dios reparta suerte…
- Y no tengo ningún
problema en responderte – continué, mirándola a los ojos -. Ahora mismo, en
este instante, no sé dónde está María. Pero tú sí estás aquí y me alegro de
ello.
Sonrió como agradecida por
mi franqueza:
- Yo también me alegro de
haber venido, pero… - miró su pequeño reloj de pulsera -… ¡joder, tengo que
irme! Mis amigas me llevan esperando en el “B.D.C.” desde la una, ¡me van a
matar! – apuró su cerveza con mucho estilo y se introdujo un momento en el
local para dejar la jarra en el primer saliente que encontró, tras lo que
volvió a asomarse para hablarme – Bueno, ¿a dónde iréis después? ¿”La
Botellita”, “Sin Perdón”, “Ye-Yé”…?
- Depende de cuánto más
estemos aquí pero sí, alguno de ésos…
- De acuerdo, vamos
dentro.
Entramos para que se
despidiese de Dani y los demás y coger su bolso. Tras ello la acompañé por el
pasillo del local de nuevo hasta salir a la acera. Volvió a hablar escogiendo
las palabras con cuidado, pero siempre con media sonrisa:
- Mira, no me voy a andar
por la ramas ni quiero que juguemos a evasivas, equívocos y desencuentros así
que… a ver… - volvió a consultar su reloj - … ¿Te parece que me pase por el
“Ye-Yé” a eso de las tres y media o prefieres seguir la noche tranquilo con tus
colegas y ya quedamos con más calma otro día? En serio, no sea capullo y digas
que sí por compromiso o por quedar bien. Entiendo que estáis de cumpleaños y
eso. Lo que quieras.
Los niños no deberían
jugar con cerillas ni con gatos rabiosos. Y yo, sin saber todavía qué iba a
ocurrir con María y conmigo, no debería haber dicho “Allí estaré”.
Pero sólo lo pensé
después, cuando la ví en el “Ye-Yé”.
Desde uno de los asientos
del fondo, en el rincón más oscuro de un ya de por sí oscuro local, sentada con
su media de Mahou en los labios y observándonos a Lola y a mí con interés y
fuego en la mirada, su presencia empezó a desencadenarlo todo.
Lola y yo ya llevábamos al
menos una hora en el bar cuando la vi, gran parte de ella bebiendo chupitos,
compartiendo cervezas, brindando por estupideces y el resto besándonos,
devorándonos como corresponde a una primera noche. En un momento en que ella
fue al servicio y mientras yo pedía otra ronda, me puse a otear por el bar.
Había llegado con Dani y los demás pero cuando apareció Lola y ellos al rato
decidieron cambiar de garito, yo me quedé. Con ella.
Observando las caras y el
ambiente un impulso me hizo mirar a aquél rincón. Estaba tan oscuro que si no
llega a ser por el incendio que eran sus cabellos no la hubiese visto.
Allí estaba. Sentada en el
sofá con las botas encima de la pequeña mesa de cristal que tenía delante,
donde algunos tubos de vidrio aguantaban de pie a duras penas y el resto bailoteaban
volcados sobre ella, mirándome fijamente con un esbozo de sonrisa en la mirada.
Como no la había visto entrar me era imposible saber cuánto tiempo llevaba allí
pero daba la sensación de no ser poco. En cualquier caso el suficiente.
- ¿Qué haces aquí? – le
pregunté al acercarme. Ella no se movió ni dejó que se borrara su media
sonrisa, líquida y fría.
- Ya te lo dije: me gusta
mirarte cuando ignoras que ando cerca – luego su sonrisa se ensanchó y sus ojos
se cerraron aún más, para que su mirada fuese más afilada - ¿Qué tal con Lola?
¿Te gusta mucho?
Debí haber respondido con
sinceridad, es decir, que sí. Pero los ojos azul oscuro que con los neones del
bar parecían los faros de un Citröen, hervían demasiado. El humo del cigarrillo
que salía por su nariz era demasiado envolvente. Y yo estaba ya en un punto en
que no coordinaba nada demasiado bien. Así que sólo escupí evasivas y
vaguedades.
- Bueno, es la primera
noche – dije sin darle mucha importancia… intentándolo, quiero decir -. Aún es
pronto para pensar en nada que pueda venir después, ya sabes…
- Claro… - siseó María.
Apuró el resto de su cerveza sin dejar de fusilarme con su mirada ni borrar la
medio sonrisa maliciosa, de superioridad, de satisfacción. Cuando dejó el
botellín vacío sobre la mesa se puso en pie y ya frente a mí, dejó de sonreír y
fingió aburrimiento -… bueno, ahora que
ya me has descubierto, me marcho y te dejo en paz. Supongo que para ti aún
queda bastante noche.
- No creas, nos iremos ya
mismo – me apresuré a explicar sin que ella hubiese pedido explicación alguna
-. Mañana trabaja aunque sea sábado. Íbamos a tomarnos la última ahora. Si
quieres acompañarnos…
- Desde luego que no – se
apresuró a sajar mi invitación -. Paso de estropearos un momento tan mágico.
Pero dime, ¿tú piensas volver después?
Ahí estaba. Comenzaba a
extender su tela de araña. Los ojos volvían a eclosionar en una explosión de
energía insana y su piel brillaba como si estuviese sudando a chorros aunque en
realidad no lo hacía. Era yo el que comenzaba a sentir una humedad cálida en la
frente.
Porque sabía ya, en ese preciso
instante, que volvería pitando a buscarla. Y sin darme tiempo a contestar (no
necesitaba esperar mi respuesta) dijo:
- Estaré en el “Onda”. No
tardes…
Al volver de los servicios
Lola tuvo tiempo aún de verla salir por la puerta del “Ye-Yé” sin volver la
vista atrás.
- ¿Era María? – preguntó
mirando hacia la puerta por la que había salido, al igual que miraba yo. No nos
mirábamos. Yo sólo asentí con la cabeza y ella preguntó - ¿Cómo se lo ha
tomado?
Me giré para mirarla y
comprobé que tenía un leve rastro, ínfimo pero visible, de miedo en la mirada y
de incertidumbre en la voz.
Y aún lo tenía un rato después cuando detuve el
coche junto a su portal. A esas horas no pasaba nadie por las calles y aunque
hablábamos en voz baja el eco de nuestras palabras retumbaban dentro del coche.
O al menos a mí me pareció que retumbaba la de ella, quizá porque cuanto decía
era verdad:
- Piensas volver al
centro, ¿no? – preguntó sin rabia, sin reproche, sin acusación alguna.
Tranquila. Constatando.
- No, es muy tarde ya y… -
empecé a decir en un tono mucho más apagado.
- Mira, Ángel, no es
asunto mío, puedes hacer lo que quieras. Pero sea lo que sea lo que haya entre
vosotros dos, a mí déjame al margen, ¿de acuerdo?
- No sé si quiero dejarte
al margen de nada – dije y casi sonó convincente, por lo automático que me
salió. Ella en cambio sonó fuerte, orgullosa y magnífica.
- Entonces resuélvelo. Y
cuando lo hayas hecho, si quieres me llamas – y decidida me besó en los labios
y bajó del coche.
Mientras la veía alejarse
y abrir su portal me decía a mí mismo que unos meses antes hubiese matado por
una mujer así. Que habría intentado convencerla de que viniese a dormir a mi
casa y que inventara una excusa para no ir a trabajar.
En lugar de eso metí
primera y salí disparado al centro. Y aunque en algún rincón de mi cabeza no
paraba de maldecir mi estupidez, mientras conducía a una velocidad imprudente
por las desvencijadas calles del centro sentía como el deseo de ver a María
tenía muchos más caballos de potencia que el motor del coche.
Para cuando llegué al
“Onda Pasadena” ya eran más de las cinco y media de la madrugada y, como dije
antes, cuando los demás bares iban cerrando mucha gente lo elegía como guarida
ya que, además de poner buena música, no cerraba hasta bastante después de
salir el sol.
Me costó entrar ya que
había mucha gente apelotonada en la estrecha entrada y cuando bajé el par de
escalones y me encontré inmerso en el local, lleno de gente envuelta en luces
en constante movimiento y música en sincronía, pensé que, si estaba allí, me
iba a costar mucho encontrarla.
De momento no quería
pensar en nada más. Todos los meses anteriores, todas las conversaciones con
ella, todas las advertencias de los demás, todas las sensaciones vividas y
todas las demás personas (incluso Lola) dejaron de importar desde que crucé el
umbral.
Solo quería encontrarla,
no sabía exactamente para qué pero necesitaba verla. Me dispuse a iniciar una
ardua búsqueda por entre las caras y las risas que supuse no sería fácil.
Me equivoqué; la vi enseguida.
Estaba en la parte de
atrás, junto al pequeño escenario donde algunas noches de entre semana había
actuaciones en directo, con el pelo revuelto y cayéndole hacia delante,
tapándole casi completamente la cara y la media de Budweiser en la mano. Ausente
de todos envuelta en la música, el humo y el calor. Llevaba puesta su camiseta
negra, sin mangas como de costumbre, luciendo orgullosa sus quemaduras y
cicatrices.
La piel le brillaba por el
sudor. Y el bar entero brillaba por ella.
Comencé a acercarme como
pude deslizándome entre el gentío que bebían y bailaban, casi teniendo que
abrirme paso a empujones más o menos disimulados. No cabía un alfiler allí lo
cual me venía bien para una especie de capricho que me asaltó al verla. No
quería que me viese hasta llegar a ella, de hecho no tenía prisa por llegar. Me
recreaba viéndola danzar a su aire y mi propósito parecía bastante factible, ya
que no miraba más que al suelo. Nadie de su alrededor le interesaba, solo
dejarse llevar.
La música cambió en el aire
y comenzó a sonar un tema extraño con voz femenina quebrada pero sinuosa, que
yo no conocía.
Esa canción me acompañó bien
agazapada entre mis recuerdos durante meses sin lograr identificarla. Hasta que
un día, mucho después de que todo acabase, vi por casualidad el videoclip en la
MTV mientras andaba zapeando entre los canales de televisión. Era de Tori Amos
y se titulaba “Strange Little girl”, aunque era una versión de un tema aún más
antiguo. Aquél mismo día, sólo un par de horas después de haber visto el vídeo,
salía de “Discos Candilejas” con el CD bajo el brazo. Aún lo tengo, destrozado
de tanto escucharlo.
Como si lo hubiésemos
ensayado, al empezar la canción, al principio tersa y de ritmo relajado, María alzó la vista y me vio ya a sólo un par
de personas de distancia. Me sonrió complacida y a la vez orgullosa de su
propio poder. Una sonrisa llena de cristales, de ansia y de niebla. Cuando al
fin estuvimos frente a frente tras sortear yo a las últimas personas entre
nosotros, en un principio no dijimos nada. Sólo le quité la cerveza de la mano
y di un gran trago mientras ella me sonreía. Entonces, con su rostro muy cerca del
mío para hacerse oír, me habló:
- ¿Vas a hacer algo por
mí? – preguntó. Aunque no lo dijo muy fuerte la entendí con claridad.
- Claro, lo que sea.
- No pienses – empezó a
decir pero no como órdenes, sino como ruegos -. No analices la situación, no
sopeses inconvenientes, no preveas consecuencias ni saques conclusiones. Estás
aquí… solo haz lo que te apetezca porque eso es exactamente lo que yo pienso
hacer.
Sin dejarme ni medio
segundo para pensar o replicar y al mismo tiempo que la canción se encolerizaba
con guitarras y batería, se tiró de cabeza a mi boca y comenzó a devorarme. Sin
contención alguna nos comimos vivos, y las manos recorrieron sin tregua la piel
bajo la ropa del enemigo.
Y dejé de arrepentirme de
haber vuelto al centro tan tarde.
Casi una hora después
continuábamos en el mismo sitio y en la misma actitud. Apenas sin hablar, sólo
mirándonos y probándonos con tanta rabia que sentía la boca y la lengua como
drogadas, sentí que estaba consiguiendo algo inaudito en mí: que me dejara
llevar, tal y como me había pedido. En aquél momento ya no pensaba en nada. Ni
en sus motivaciones ni en todo lo oscuro y desconocido que aún quedaba dentro
de ella para mí. Ni en qué desembocaría aquel descenso a los infiernos. Puestos
a caer, mejor hacerlo sin red ni paracaídas.
Me dolía un poco la cabeza
pero por una vez no era por pensar; era por sentir.
- Espera aquí, no tardo
más que un minuto – dijo sin más sonriendo de aquella nueva forma que estaba
estrenando aquella noche para mí, como un vestido nuevo para una primera cita.
Me disparaba tanta seguridad en cada uno de sus actos, tal falta de
preocupaciones y miedos aquella noche, tanta seguridad en sí misma, que me
preguntaba para qué coño me servían los casi trece años más de experiencia que
tenía con respecto a ella.
Cuando desapareció de mi
vista miré las caras que había a mi alrededor, por hacer algo. No estaba seguro
si era solo sensación mía por todo lo que estaba ocurriendo, pero me daba en la
nariz que estábamos siendo el centro de atención de al menos aquella parte del
local. Sobre todo para un grupo de tres tipos, de menos de treinta seguro, que
sentados a una de las mesitas que ponían en el escenario los días que no había
actuaciones, por aprovechar espacio, no me quitaban ojo de encima salvo para
cuchichear y reír entre ellos de forma cómplice. Uno de ellos me resultaba
familiar, de modo que en una de sus miradas sonrientes se la sostuve, a ver si
hacía algún gesto o yo recordaba quién era. Pero el tipo me ignoró y dirigió de
nuevo su atención a sus amigos continuando con lo suyo. No lograba recordar de
qué le conocía pero estaba seguro de haberle visto antes.
María llamó mi atención
desde la barra en donde había conseguido hacerse un pequeño hueco. Llegué hasta ella, no sin
esfuerzo por el gentío, y vi que ante ella seis chupitos de diferentes colores
descansaban sobre el húmedo y pegajoso mármol.
- ¿Piensas invitar a todo
el bar? – pregunté divertido. Ella respondió segura de sí misma y con algo de
superioridad.
- No son solo para
nosotros. Vamos, coge uno… – ella levantó el primero de sus tres y yo la imité,
mientras veía cómo lo sostenía y se disponía a decir algo a modo de brindis. Lo
hizo con voz serena pero firme – “Quod agnoscis in finem”.
Y engulló de un trago el
líquido rojo. La seguí y tras dejar que rajara mi garganta, pude hablar de
nuevo.
- ¿Eso es latín? –
pregunté - ¿Qué significa?
- “Porque reconozcamos el
final”…
- ¿Qué final?
- El de todo, nuestro final
– dijo y debió ver gravedad en mis ojos porque me sonrió y me besó de nuevo.
- ¿Ya lo tienes decidido
acaso? – me atreví a preguntar.
- No… ni tengo ninguna
prisa porque llegue, a decir verdad. Sólo digo que me gustaría reconocerlo
cuando aparezca. Estar preparada… he de ensayar ciertas despedidas.
Aún no había cumplido
veinte años.
Seis chupitos e
incontables besos después salimos a la calle sin haber acordado, de palabra al
menos, ningún rumbo. Sin apenas hablar.
Había un cierto frescor
nocturno que agradecimos por encima del calor, era más por contraste con lo caldeado
del interior del local de la que acabábamos de salir.
La noche era cerrada aún pero
sabíamos que muy pronto empezaría a clarear. Apenas había gente por las calles
y sin hablar de ello fuimos subiendo por calle Madre de Dios en dirección a
donde estaba mi coche. Establecía yo el rumbo por tanto y María no preguntó
nada. Simplemente caminaba a mi lado, al principio separada por un metro
escaso. Yo fumaba y ella iba mirando a veces al cielo nocturno y a veces a mí,
con la media sonrisa atravesando mi cuerpo y el sistema solar mientras su
rostro permanecía a salvo entre las llamaradas de su pelo.
Llegando a la pequeña
plaza de Montaño me cogió de la mano y volvió a mirarme para ver mi reacción.
- ¿Te molesta? – preguntó
con aquella misma voz de niña traviesa que en la mañana en que vino a mi casa y
tuvo el arrebato de besarme.
- En absoluto – dije yo y sujeté
su mano con firmeza.
Cruzamos calle Dos Aceras
y empezamos a bajar por Guerrero, siempre en dirección a El Molinillo. Ya por
calle Parras, oscura y solitaria
y a tiro de piedra de donde estaba aparcado mi coche, noté pasos detrás de
nosotros, a sólo unos metros. Me giré y vi entre las sombras tres tipos.
Comencé a intranquilizarme no por su aspecto, que era absolutamente normal,
sino por el hecho de que iban en completo silencio. Eso me impulsó a echar una
segunda y fugaz mirada atrás y entonces les reconocí. Eran los tres de la
mesita sobre el escenario del “Onda”; los que nos miraban y cuchicheaban entre
risitas.
- Puede que tengamos
problemas – le susurré. Ella no volvió la vista atrás en ningún momento. Ni
varió el paso ni hizo nada salvo decirme:
- Lo sé. Llevan toda la
noche buscándome las cosquillas
- ¿Les conoces?
- Más o menos… el del
centro es el hermano de Silvia, la del juicio, ¿recuerdas?
No tuve que volver a
mirarlos, de eso me sonaban, al menos el que ella se refería. Le recordaba el
día del juicio en medio de la bancada de la “familia-piña”.
- Vale – dije para ganar
tiempo y pensar -, escucha; no hagas nada. El coche está ahí mismo y…
María me miró sonriendo y
de inmediato pensé: “¡Oh, mierda…!”
Ya estaba allí. Ya brillaban
sus ojos de aquella forma.
Detuvo su caminar y me
echó de espaldas contra el lateral de un coche aparcado de mala manera en la
acera, volviendo a comerme la boca. Sedal y anzuelo, listos.
Los tres jóvenes llegaron
a nuestra altura al momento y se detuvieron, otra vez sonrientes. María les
daba la espalda pero yo podía verlos con mis ojos entreabiertos.
Entonces el hermano de la
tal Silvia, y que parecía ser el cabecilla de la incursión nocturna, siseó y
habló despectivamente:
- ¡Eh… pssst, pssst…! ¡Eh,
oye… zorra!
María dejó de besarme y al
separar sus labios de los míos me miró por un instante y me sonrió. No era una
sonrisa dulce ni amable. Me recordó al tiburón de la película cuando sacaba la
cabeza del agua para intentar devorar a Roy Scheider.
Giró solo a medias la
cabeza para contestarle:
- Me parece – su tono sí
era dulce – que me confundes con la puta de mierda de tu madre.
Premio.
Era cuanto necesitaba y
cuanto había buscado aquél vengativo joven lleno de testosterona, ira y
agresividad.
Avanzó hacia ella con
firmeza mientras preparaba su puño y a la vez alargaba la otra mano como
teniendo la intención de agarrarla por el cuello. Apenas me dio tiempo a ver el
movimiento de María.
Como un samurái, con
tranquilidad y sin precipitarse, le esperó y luego, con un giro de cadera
felino, rápido y certero, lanzó su pierna derecha incrustándole media bota en
los huevos.
El chico cayó de rodillas
al suelo emitiendo un leve gemido agudo mientras, supongo, toda su vida pasaba
por delante de sus ojos. El final de esa película es que tal vez quedaba
impotente para siempre porque en sus ojos y por debajo de su inimaginable
dolor, pude ver un rastro de miedo, de terror a haberse equivocado. Y desde
luego que lo había hecho.
Los otros dos reaccionaron
al fin. El más alto fue a por María mientras esta daba un paso a por el que
estaba en el suelo de rodillas. Ella lo vio venir perfectamente por su
izquierda pero ni intentó esquivarlo. En lugar de eso se tomó su segundo de
calma para rematar a placer al hermano de Silvia con otra patada, esta vez
en la boca. El chico cayó hacia atrás con algún diente menos y creo que
inconsciente… como mínimo.
Pero eso dio tiempo al
segundo a lanzarle una buena patada a María en el costado que la hizo volar
varios metros hasta una papelera sujeta a una farola de la acera, que destrozó
con su pequeño cuerpo al estrellarse. Oí un crujido atroz y me acordé de sus
maltrechas vértebras. Alucinado, como si me hubiesen metido mágicamente dentro
de una película de kárate setentera, tuve tiempo de pensar: “Seguro que el
doctor noruego no aprueba este ejercicio”.
No pude ver del todo el
aterrizaje de María porque el tercero de la pandilla llegó hasta mí
presentándose con un buen derechazo en mi oreja izquierda, que me hizo
tambalearme hasta la sucia pared de una casucha que impidió, salvándome como
las gruesas cuerdas de un ring de boxeo, que cayese. El tipo se abalanzó hacia
mí y animado por su éxito trató de repetirlo pero aunque yo estaba aturdido por
simple instinto, por acto reflejo, levanté mi brazo y su puño chocó con él,
haciéndose más daño él en la mano del que me hizo a mí. De mi derecha llegaban
sonidos de pelea de María y el otro, pero no podía mirar qué tal le iba pues el
que tenía delante no parecía dispuesto a rendirse.
Algo de rabia, o quizá de
miedo, salió entonces de mí y fui yo el que me abalancé sobre él en plan
“abrazo de oso”. Y ahí comenzó a desequilibrarse el combate. Puede que él fuese
más rápido y seguramente tenía más mala leche y más rabia que yo, pero yo le sacaba
varios kilos y muchos centímetros de altura, así que aunque hizo todo lo
posible por evitarlo conseguí hacerle caer al suelo, comenzando entonces una
caótica y embarullada lucha donde lanzábamos más golpes al aire y al suelo que
a nuestro oponente. En ese momento comencé a perder el primer gran miedo de
toda pelea callejera ( y no es que sea un experto en el tema): el no saber cómo
va a acabar. Supuse que aquél tipo ya no tenía más recursos de los que había
mostrado y que si no había sacado aún una navaja o algo parecido, ya no lo iba a
hacer. En realidad estaba más preocupado por María, a la que no podía ver.
Casi a la vez que una bota
golpeaba al tipo en el costado, quitándomelo de encima, unas luces azuladas y
un pitido de sirena acabó con mi combate (para ser justos, nulo).
- ¡Alto, Policía! – se oyó
como un trueno en toda la calle.
De inmediato María, que
era quien había golpeado al chico, lógicamente, me agarró de la pechera de la
camisa instándome a levantarme.
- ¡Corre, joder, corre! –
me gritó levantándome con una fuerza incomprensible en aquél delgado y menudo
cuerpo y casi lanzándome por un callejón tan estrecho que apenas si cabíamos
los dos a la par.
Corrimos como almas que
lleva el diablo por aquél ínfimo y oscuro hueco entre edificios viejos del
centro mientras por detrás nuestra nos daban el alto y veíamos el destello
bamboleante de una linterna. Tenía la vista nublada, sabor a hiel en la boca y
un insoportable y agudo pitido en el oído donde había sido golpeado, que
tardaría en írseme del todo horas. La sangre era bombeada hasta mi cabeza con
tal presión que parecía fuese a estallar de modo que no podía pensar en nada.
Solo intentaba no perder de vista a María que corría un par de metros por
delante de mí, doblando esquina tras esquina de aquél tétrico laberinto de
callejones en los que yo jamás había puesto un pie antes.
Seguimos serpenteando a
plena carrera por aquellas tripas de la ciudad durante no sé cuánto tiempo
hasta que por fin ella se detuvo y miró a nuestras espaldas, mientras jadeaba y
se echaba las manos a los riñones.
- Creo que ya hace un rato
que no nos sigue – dijo casi sin aliento, empapada en sudor, con la camiseta
sucia y la mirada febril.
- ¿Estás… segura? – exhalé
casi sin voz echándome también las manos a los costados y tratando de soportar
un horrible flato. Apenas podía respirar y los ojos se me iban. “¡No, joder”,
pensé, “no te desmayes ahora!”.
- Creo que sí… - dijo ella
con bastante tranquilidad, dentro del agotamiento -… no parecía estar en muy
buena forma y además, no habrá querido dejar a su compañero solo con los otros
tres.
- ¡Menudo follón! –
exclamé incoherente y algo histérico.
- No ha sido para tanto…
si no aparecen los maderos les damos la paliza de su vida… ¡hostias, no me he
quedado a gusto! Los hubiera reventado…
Yo la miraba medio
incrédulo por lo que oía, medio aterrorizado, observándola mientras sus ojos
azules hervían de rabia pero también de excitación, mascullando con los dientes
apretados. Tenía sangre en la nariz, un corte de un centímetro más o menos en
la mejilla izquierda y algunos arañazos por el cuello. “Casi nada”, pensé al
igual que la noche tras lo del “Roadhouse”, cuando la vi en acción por primera
vez, “¿de qué coño está hecha?”.
Yo en cambio me sentí como
si Mike Tyson me hubiese pillado en la cama con su novia. Me dolían hasta las
cejas.
Decidimos quedarnos un
rato más allí en aquella pequeña vena de las intrincadas calles del centro
para hacer tiempo y calmarnos, echando un cigarrillo. En otras circunstancias
aquellas callejuelas me hubiesen parecido amenazadoras a aquellas horas de la
madrugada pero ahora eran casi un refugio. Decidimos dejar el coche donde
estaba (nadie sabía que era el mío y para qué arriesgarse a volver al lugar de
los hechos) e ir a mi casa andando, eligiendo otras rutas.
Durante el trayecto apenas
hablamos. Y comenzó a surgir algo en mi cabeza que a decir verdad daba un poco
de miedo si lo pensaba fríamente. Y es que pese al dolor, al cansancio y al
temor a las posibles consecuencias que pudiese tener aquella refriega, me
sentía vivo. Como hacía mucho tiempo que no me sentía. Y me preguntaba “¡Oh,
cielos… ¿me estaré volviendo como ella?!”
Lo pensé viéndola caminar
a mi lado, de nuevo cogiéndome la mano con un aire tranquilo y ajeno a
cualquier angustia, a cualquier miedo. Me miró, me sonrió y dejó caer con
despreocupación:
- Qué, de momento no está
nada mal la nochecita, ¿eh?
Y yo asentí y le sonreí
también. Éramos dos guerreros del amanecer lamiéndose sus heridas tras el
cruento combate.
Al entrar en mi piso y tras
encender solo un par de luces María se dejó caer en el destartalado sofá como
si fuese un edificio siendo demolido. Resopló y se pasó las manos por el
rostro.
Yo fui al baño, me quité
la camiseta y en el lavabo traté de refrescarme y aliviarme algo las zonas
doloridas, enjuagarme la cara y recuperar el pulso. El oído izquierdo aún me
pitaba aunque la intensidad parecía ir menguando según pasaban los minutos y me
tranquilizaba.
Intentaba no pensar
demasiado en aquél largo y endemoniadamente extraño día. El café del “Nerva” o
las risas de la “Cervecería Alemana” parecían haber sucedido hacía un millón de
años. Lo sucedido en el “Onda” o la pelea en las calles se me antojaban el
sueño de otro. Todo lo que quería en aquél momento era descansar.
- Creo que ese cabrón me
ha jodido bien la espalda – dijo María desde el umbral de la puerta del cuarto
de baño, a donde no la había oído llegar.
Me incorporé y mientras me
secaba con una toalla le indiqué que se acercara.
- Vamos, déjame echarle un
vistazo…
Ella se sentó en la taza
del váter con la tapa bajada y antes de que yo terminara de pensar en cómo
pedírselo se quitó la camiseta y el sujetador con toda la naturalidad del
mundo, como si yo fuese el puñetero fisio noruego de Marbella.
Por un instante antes de
girarse para darme la espalda pude ver sus pequeños y blancos pechos, con los
pezones muy rosáceos. La piel de esa parte de su cuerpo no parecía tener
grandes marcas del accidente, sólo una gran lluvia de pecas que parecían
resbalar y extinguirse en su esternón.
Al darse la vuelta todo
cambió.
Toda la mitad derecha de
su espalda tenía tantos desgarros y marcas como su brazo “Giger”, que bajaban
casi a la par de la columna vertebral, extendiéndose lateralmente hasta el
costado, donde el brazo suele descansar en reposo. En su hombro y omóplato
izquierdo también había algunas marcas pero muy pocas en comparación con el
otro lado. Y donde la piel estaba intacta, sobre todo en la parte alta de la
espalda, las pecas acribillaban armoniosamente su exquisita palidez.
La visión de todo el
conjunto no me produjo ni el más mínimo desagrado ni tampoco me despertó una
gran lujuria. Solo sentí un inmenso respeto.
- ¡Ea, qué! – me espetó
sacándome de mi ensimismamiento - ¿Ves algún daño grave, alguna vértebra fuera
de su sitio?
- No creo – dije mientras
a la vez que la observaba pasaba mis dedos suavemente por su columna. No estaba
cualificado para algo así pero lo cierto es que no notaba nada extraño -.
Tienes un enrojecimiento aquí, por el golpe, pero nada más que yo pueda ver.
- Pues el dolor me está
matando – se quejó antes de volver a ponerse su camiseta. El sujetador fue
ignorado quedando en el bidé -. Hala, se acabó el espectáculo… ¿Tienes algo más
fuerte que ibuprofeno o paracetamol? No llevo encima mis pastillas…
- ¿Voltarén… Nolotil?
- Vale, me haré un cóctel…
Se puso en pie y se acercó
a mí. No sé qué expresión tendría yo pero suavizó su actitud. Me sonrió y me
besó en la mejilla.
- Te has portado como un
tío – me dijo con algo de admiración, desconcertándome un poco. Yo apenas había
hecho nada salvo defenderme y no muy bien. Como en otras muchas ocasiones parecía leer mi pensamiento,
porque añadió -. No me refiero a la pelea solamente, sino a toda la noche.
Me encogí de hombros y no
era falsa modestia.
- No sé a qué te refieres
– admití -, pero bueno… Anda, cuídate ese corte en la mejilla – abrí el
armarito de detrás del espejo y le proporcioné gasas y Cristalmina -, no se
vaya a infectar. Voy a prepararte el cóctel.
Cuando llegué al
dormitorio ella ya estaba echada en la cama, solo con su camiseta, sus bragas y
su cansancio. Se incorporó para tomar las pastillas con el vaso de agua que le
di y volvió a echarse. Yo me quedé de pie por un instante observando la
perfecta simetría de su pequeño pero bien armado cuerpo.
- No te quedes ahí – dijo
mirándome. Me pidió más bien -. Duerme conmigo.
Me acosté a su lado y
sentí el calor que emanaba desde su joven y a la vez marchita piel. Ella se
encogió de lado en postura casi fetal para que yo la abrazara por detrás y me
cogió una de mis manos con las dos
suyas, quedándosela para sí en su pecho. De espaldas a mí pude sentir como todo
encajaba entre nosotros. Encajaban el caos y la locura. Encajaban el deseo y la
ternura. El miedo y los anhelos. La luz de su fuego y la oscuridad de sus ojos.
Y su cuerpo en la
curvatura del mío.
No podía ver su cara pero
solo el olor de su cabello, su olor, me bastó para adivinar que no iba a ser
nada fácil para mí poder dormir.
Volvió entonces su voz,
más dulce y serena de lo que la había escuchado nunca antes:
- ¿Sabes cuánto tiempo
hacía que no dormía así con alguien?
- No, cuánto – quise
saber.
- Demasiado… o quizá el
suficiente. O quizá nunca lo había hecho antes.
Estuve a punto de
preguntar “¿Y por qué yo?”. Pero no lo hice. No tenía el más mínimo interés en
conocer la jodida respuesta.
Al poco rato María se
durmió y yo me quedé allí, a su espalda, sintiendo su cuerpo incrustado en el
mío como una promesa incumplida en la conciencia durante largas horas.
Antes de abrir los ojos ya
pude sentir el calor y los rayos de sol del mediodía intentando entrar por
entre las rendijas de las persianas. Y también pude sentir el peso de su cuerpo
sobre el mío. Estaba a horcajadas sobre mi bajo vientre con los brazos firmes a
ambos lados de mi cabeza, clavando las manos en el colchón. Y con los ojos y la
sonrisa clavados en mí.
El pelo alborotado y
húmedo derramándose desde su cabeza y su suave olor me indicaron que acababa de
salir de la ducha. Me azoré un poco por no haberlo hecho yo ya que entre la
larga noche, la pelea y el calor nocturno de mi habitación había sudado tanto
que debía oler como un perro sarnoso.
Ella tenía una expresión
extraña, entre desafiante y placentera.
- Buenos días – dije aún
con la voz rasgada y la boca pastosa - ¿Llevas mucho rato despierta?
- Un par de horas… - susurró
-… es un flipe verte dormir… y también olerte.
Se inclinó un poco más
sobre mí y puso su cara entre mi cuello y mi clavícula, y luego aspiró
regocijándose, como si oliese un ramo de petunias en vez de a un tío sudado. Luego
enfrentó su rostro al mío casi tocándonos, siempre con esa extraña media
sonrisa.
- Oye, no creo que… -
empecé a decir sin estar muy seguro de cómo iba a continuar la frase, aunque no
importó ya que ella me tapó la boca con la suya, con un beso demoledor, de los
que se llevan varios años de vida con ellos.
Y nadie dijo ya mucho más.
Sobre todo después de que ella comenzara a mover su pelvis contra la mía
provocando que la zona se pusiera incandescente casi el instante.
Como con otras muchas
cosas que ocurrieron entre nosotros no siempre me fío de mis propios recuerdos.
A veces recuerdo aquella mañana de una forma y a veces de otra. Pero sí hay
sensaciones e imágenes que se repiten, pequeños detalles que ella clavó en mi
interior como con un hierro al rojo vivo y que ya siempre estarán conmigo.
Recuerdo su pequeño y
fibroso cuerpo retorcerse como si fuese un reptil herido. Atrapado en una jaula
con púas en los barrotes de la celda. Recuerdo sus manos agarrándome la espalda
con tanta fuerza que parecía que me la quisiera partir por la mitad. Recuerdo
su aliento entrecortado e insuficiente, su saliva cayendo en mi boca y un leve
quejido silbando en la suya cada vez que mi cuerpo embestía. Recuerdo girarnos
y ver entonces sus ojos atravesándome desde abajo y la expresión aterradora y a
la vez de satisfacción extrema de su rostro, sin decir nada pero diciéndolo
todo. Recuerdo sus piernas, suaves y firmes, ahogando mi cintura y como yo
hundía mis dedos en sus muslos con una fuerza que no podía, que no quería controlar.
Y veía como le dolía pero como no quería dejar de sentir ese dolor. Recuerdo
como caía su sabor en mi boca cuando hundía su lengua en ella como si de verdad
quisiera devorarme, como si quisiera succionarme. Recuerdo el calor de la
habitación semioscura con las persianas bajadas y como el ambiente se fue
cargando más y más de aquello, de nosotros. Daba la impresión de que todo podía
saltar por los aires si alguien encendía una cerilla. Recuerdo que acabamos
como empezamos, con ella encima de mí, sudando de forma espectacular, como no
he vuelto a ver sudar a nadie. Pasaba mis manos por su espalda y recogía litros
de rocío de su cuerpo, de su placer. Recuerdo que tenía el orgasmo fácil, y que
tuvo varios. Y tras cada uno de ellos yo me detenía por si quería descansar
pero ni hablar de eso; a los pocos segundos comenzaba a mover de nuevo sus
caderas y nos lanzábamos otra vez al abismo.
Y recuerdo que antes de
morirme quería morirme y que la deseaba más de lo que puede expresarse con
palabras y que pensé en que estaba acabado. Era suyo.
Cuando se acabó
descansamos en aquella maltrecha cama, apenas sin hablar pero sonriéndonos y
besándonos mucho. Y cuando nos sentimos con fuerzas fuimos a por más. Salimos
de aquella cama muy pasadas las seis de la tarde de aquél sábado, Día Primero
del Apocalipsis.
Luego ella se marchó sin
prometer ni una maldita cosa, sólo con un “te llamaré”. Y aunque viéndola salir
por la puerta pude adivinar ya sus intenciones, el enrojecimiento de sus
mejillas me hacían intuir que nada se había acabado.
Y así fue. En realidad
todo acababa de empezar.
(Continuará)
"En realidad todo acababa de empezar"
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