ARDE 7


"ARDE"



Capítulo 7: “Lo peor que puede pensar un suicida a dos metros de estrellarse contra el suelo”







Hay días que parecen más largos, como si tuviesen más de veinticuatro horas. Ocurren tantas cosas y el recorrido de tus pasos dan tantos virajes, tantos cambios de rumbo, que te es difícil establecer un principio y un final a lo ocurrido.

Pero, aunque a veces lo recuerdo de una forma y a veces de otra, estoy casi seguro de que allí estuvo la fractura, la división, el punto de no retorno. En aquél bar que tanto nos gustaba cuando nos devoraba la madrugada, el “Onda Pasadena” (aunque todos lo llamaban solamente “el Onda”), crucé esa línea. Y a partir de ahí todo lo que ocurrió antes fue una cosa, forma parte de una historia y lo que ocurrió después fue otra. Forma parte de otra historia. Y de mí.

Era viernes y el mes de junio aún estaba en pañales aunque ya hacía bastante calor. Intentando combatirlo decidí que lo mejor era escapar de mi asfixiante piso y llamé a Dani para quedar en el bar “Nerva”, una cafetería de la calle Cristo de la Epidemia donde además de tratarnos siempre muy bien y de hacer un café exquisito tenían aire acondicionado, que esa tarde era un factor a tener muy en cuenta. 

A Dani le pareció una gran idea; su estudio estaba igual de mal orientado y por tanto era tan caluroso como mi apartamento. Comentamos antes de colgar las perspectivas para esa noche de viernes.

Nada más salir del portal del edificio el terralazo me azotó el rostro como una bofetada de fuego. Y cuando vi que mi coche, siguiendo la Ley de Murphy, estaba aparcado en el lado soleado de la calle casi pensé en ir al “Nerva” andando; estaba muy cerca. Pero después tenía que hacer otras cosas y la perspectiva de subir Fuenteolletas andando a buscarlo tampoco me convenció. De modo que me preparé para sentir lo que siente una lasaña en el horno y subí a bordo.

Aún no acababa de bajar las ventanillas, para que entrase algo de aire al echar a rodar, cuando sonó mi móvil. “¡Joder, qué oportuno!”, pensé antes de mirar el nombre que aparecía en la pantalla. Era Lola.

Apenas nos habíamos visto más que un par de veces o tres desde la noche del “Onda” en Semana Santa. Siempre encuentros casuales en bares del centro y sin poder hablar a discreción pues ella iba con su grupo de gente y yo con el mío. Sólamente unas cervezas rápidas y charlas apresuradas de ponerse “al día”. Sí que habíamos hablado varias veces por teléfono con más calma, sobre todo los primeros días tras romper con Dani. Parecía haberlo superado ya sin mayores problemas, de lo cual nunca tuve dudas, y en aquél momento me lo confirmó de nuevo. Me llamaba por si quería tomar un café y al comentarle yo que justamente iba a eso, pero que había quedado con Dani (dejé una pausa dramática a ver qué respondía, cómo reaccionaba), me dijo que no tenía ningún problema con eso.

Como tampoco le molestó a él. Se lo dije nada más sentarme en la mesita del “Nerva” donde Dani ya me esperaba con un café recién empezado y hojeando el diario “SUR” y se limitó a sonreír y encogerse de hombros.

- Guay – dijo risueño -, hace mucho que no sé de ella; me alegraré de verla.
- Pues ahora viene para acá…

Me dedicó una mirada pícara por encima del periódico que yo supe interpretar a la perfección; demasiados años juntos. Dani suponía que yo estaba interesado en Lola, “trabajándomela”, como diría él. “Aprovechando las sobras” como con otras chicas de nuestras vidas, fugaces y de escueto recuerdo.

Y como de costumbre le parecía bien. Una de las pocas virtudes de Dani con las mujeres es que nunca volvía la vista atrás cuando rompía. Al menos no se le podía acusar de hacerlas sufrir con reconciliaciones esporádicas de segundas partes. Para él Lola era ya solo una cara familiar en los bares a quien sonreír, como otras muchas. De forma que si en su imaginación yo andaba detrás de ella, por su parte no iba a tener ningún problema.

Claro está que yo en aquellos días no andaba demasiado en nada ni nadie que no fuese María. Aunque estaba bastante orgulloso de mí mismo por estar superando bastante bien el síndrome de abstinencia.


No me llamó al día siguiente del numerito del whisky con coca, tal como dijo. Ni siquiera los días siguientes. Pasaron al menos diez o doce días hasta que volví a saber de ella pero esta vez tampoco yo la llamé ni le envié mensajes. No sé si con la intención de mostrarle mi enfado, lo que me desagradaba el profundo desprecio que había mostrado no solo por mí, sino por ella misma, o por miedo a haber perdido su interés. Tal vez hubiese encontrado un nuevo discípulo al que mostrar sus lecciones sobre el caos y el descenso a los infiernos y a mí no le quedase más por enseñarme, puede que no tuviera nada más con lo que impresionarme. Tal vez ya no tuviese más rabiosa magia para deslumbrarme y precisara de otros ojos ávidos de peligro, de otra boca abierta en una mueca de perpetuo asombro y de otro corazón dispuesto a ser calcinado por su fuego arrasador.
O ambas cosas a la vez.


- ¿No sabes nada de ella desde entonces? – me preguntaba Dani mientras removía en el vaso su solo con hielo – A ver si está todavía en la UCI, tío. Porque esa combinación en una “criaja” que no pesará más de cincuenta kilos…
- No, está bien. Justo me ha llamado hoy – contesté intentando no sonar victorioso mientras recordaba la llamada de un rato antes de salir de casa.


Su voz sonó distinta por el móvil. Más tibia, más expectante, más cautelosa… o aparentándolo al menos. Ya no ocultaba la llamada y cuando vi su nombre en la pantalla lo dejé sonar varias veces, mirando el aparato sin saber qué hacer.

- Hola, ¿cómo estás? – fue lo primero que dijo. Intentaba disimular su curiosidad por el hecho de que por primera vez yo hubiese desaparecido de su rutina y no al revés. Intentaba aparentar que eso no la desconcertaba y de no haberla conocido tan bien hubiese conseguido engañarme – Menuda desaparición la tuya… ¿dónde has estado?
- Bueno, he estado muy ocupado estos días – dije sin esforzarme lo más mínimo en parecer convincente -. Mucho lío en el trabajo.
- Claro… - dejó caer desde poca altura antes de iniciar un áspero silencio durante el cual resolví no mostrarme enfadado; eso también lo tomaría como una debilidad por mi parte, estaba seguro. Ni molesto, ni ofendido ni nada por el estilo. No sabía por qué; en cuanto estaba con ella mi cabeza cambiaba el “chip” y comenzaba a funcionar de forma diferente, como una máquina de jugar al ajedrez. Luego me enfadaba conmigo mismo por actuar así, por no ser yo mismo (¿o quizá ese, el que se activaba cuando María estaba cerca, era el yo de verdad, el auténtico?) y dejarme arrastrar a ese tipo de juegos de estrategia con ella. 

Pero no era menos cierto que cada vez se me daban mejor dichos juegos, porque fue su voz la que sonó intrigada, anhelante:

- Creo que sigues un poco cabreado conmigo, ¿no? – dijo sin dar más rodeos – Por lo de la fiesta y eso…
- No, qué va; en absoluto – respondí con voz sosegada y neutra, sin atisbo de orgullo ni de rabia; indiferencia -. Me pareció algo un poco tonto por tu parte pero nada más. Si me marché fue porque me estaba aburriendo la hostia, de verdad. Y estos días ya te digo, hemos tenido bastante follón en la gestoría. Se acercan las vacaciones para algunos y hay mucho papeleo por archivar antes de que nos quedemos cuatro gatos nada más por allí.
- Ajá… - y otro silencio muy estudiado. Daba la impresión de que mi actitud la descolocaba un poco. Intuí que había previsto que yo iba a preguntarle qué había pasado en aquél chalé tras marcharme. Qué y con quién. Pero visto que no le daba esa satisfacción, desvió el tema - ¿Y hoy qué vas a hacer? Es viernes…
- Es el cumpleaños de Dani – le conté con la misma mezcla de indiferencia y normalidad, como se lo contaría a cualquier amigo -. De entrada lo celebramos en la “Cervecería Alemana”. Luego ya no sé; normal, por el centro…

Y continué hablándole así, con normalidad, como si ella fuese una amiga corriente. Y siendo consciente de que al hacerlo podía estar encendiendo una mecha. Porque había muchas posibilidades de que ella no dejara pasar demasiado tiempo hasta recordarme quien era en realidad y de lo que era capaz.

Y yo lo sabía; era perfectamente consciente de lo que intentaba provocar. Era como un niño molestando sin parar al gato más huraño y arisco de la casa.
Sólo podía ocurrir una cosa.


Comentando con Dani sólo una pequeñísima parte de la conversación telefónica estábamos (sólo lo imprescindible para descartar la teoría de la UCI) cuando Lola apareció por el “Nerva”. Se saludaron cortésmente, con sonrisas al parecer sinceras; no sólo Dani había pasado página al parecer. Él comentó lo de su cumpleaños en la “Cervecería Alemana” e incluso le propuso que se pasase. Y ella dijo “sí, puede”.

Pero mirándome a mí.


Apenas unas horas después los amigos de Dani casi llenábamos el pequeño pero acogedor local de la “Cervecería Alemana”. Apropiándonos de varias de las mesas con sillones del local con la complicidad de los dueños que eran amiguetes, las jarras de cerveza y los chupitos iban y venían y la noche se deslizaba suavemente entre risas, bromas y también entre conversaciones más serias. Ya llevábamos un par de horas allí cuando apareció Lola. Saludó a Dani con naturalidad, como si fuesen amigos de toda la vida e incluso intercambió besos protocolarios con su nueva acompañante, la morenita de pelo corto de cuyo nombre no consigo acordarme (duró lo que están imaginando que duró).

En un momento indeterminado yo salí fuera, con mi jarra en la mano, a tomar un poco de aire. Veía a la gente pasar en la noche animada de viernes por la calle Álamos y fumaba cuando al poco se me unió Lola, risueña y también con algo de beber en la mano.

Comenzamos a charlar de nada en particular. Yo evité preguntarle por nada relacionado con Dani, la ya parecía que superada ruptura ni nada trascendental. Sólo charlábamos y reíamos. Supongo que en relación al cumpleaños, acabamos hablando de la edad y el paso del tiempo:

- La verdad es que da gusto encontrar a gente así, con tan pocos complejos ni sentido del pudor como vosotros – decía con su sonrisa de anuncio -. Con la edad la mayoría de los tíos se vuelven unos capullos estirados. Pero vosotros seguís haciendo lo que os apetece en cada momento. En cierto modo es admirable.
- Claro, ¿y por qué no? – argumenté – Si algo está bien, está bien. A los veinte, a los treinta o los cincuenta. No sé ni quiero saber qué va a ser de mi vida, pero si por el hecho de cumplir años alguien piensa que va a dejarme de gustar salir con mis amigos, emborracharme, el rock o escribir poesía, espero que se equivoque de cabo a rabo.
- Brindo por eso – chocamos nuestras jarras y tras el trago, tras otear una vez más la calle y la gente que pasaba, la miré y me encontré con sus ojos y su sonrisa, clavados en mí. Entonces habló de nuevo - ¿Y las mujeres? ¿También te siguen gustando o sólo tienes ojos para tu chica infernal?
 
No supe qué contestar a eso; era una pregunta muy directa y quisiese creerlo o no muy intencionada. Creo que ella interpretó mi silencio como incomodidad, cuando sólo era sorpresa. Me parecía una mujer demasiado atractiva a todos los niveles, demasiado sensible y demasiado inteligente como para estar coqueteando conmigo. Normalmente ese es mi estilo: no me creo las cosas buenas que me pasan. Las malas las acepto sin problemas.
 
- Lo siento – comenzó a excusarse -. Creo que me he pasado un poco. Si es tu… amiga o tu “lo que sea”… no es asunto mío.
- No pasa nada, no has dicho nada malo – dije sólo para ganar tiempo mientras pensaba qué decir a continuación.

En aquél momento, con aquella simple pregunta, Lola había tocado alguna tecla dentro de mí, había encendido alguna luz bajo el subsuelo de mi desordenada y caótica cabeza. Y la idea apareció ante mí como un rótulo de neón puesto ante mis ojos e iluminando la noche: “Esta tía me gusta. Me gusta mucho, joder”. Rápidamente reaccioné y decidí coger el toro por los cuernos. Que Dios reparta suerte…

- Y no tengo ningún problema en responderte – continué, mirándola a los ojos -. Ahora mismo, en este instante, no sé dónde está María. Pero tú sí estás aquí y me alegro de ello.

Sonrió como agradecida por mi franqueza:
- Yo también me alegro de haber venido, pero… - miró su pequeño reloj de pulsera -… ¡joder, tengo que irme! Mis amigas me llevan esperando en el “B.D.C.” desde la una, ¡me van a matar! – apuró su cerveza con mucho estilo y se introdujo un momento en el local para dejar la jarra en el primer saliente que encontró, tras lo que volvió a asomarse para hablarme – Bueno, ¿a dónde iréis después? ¿”La Botellita”, “Sin Perdón”, “Ye-Yé”…?
- Depende de cuánto más estemos aquí pero sí, alguno de ésos…
- De acuerdo, vamos dentro.

Entramos para que se despidiese de Dani y los demás y coger su bolso. Tras ello la acompañé por el pasillo del local de nuevo hasta salir a la acera. Volvió a hablar escogiendo las palabras con cuidado, pero siempre con media sonrisa:

- Mira, no me voy a andar por la ramas ni quiero que juguemos a evasivas, equívocos y desencuentros así que… a ver… - volvió a consultar su reloj - … ¿Te parece que me pase por el “Ye-Yé” a eso de las tres y media o prefieres seguir la noche tranquilo con tus colegas y ya quedamos con más calma otro día? En serio, no sea capullo y digas que sí por compromiso o por quedar bien. Entiendo que estáis de cumpleaños y eso. Lo que quieras.

Los niños no deberían jugar con cerillas ni con gatos rabiosos. Y yo, sin saber todavía qué iba a ocurrir con María y conmigo, no debería haber dicho “Allí estaré”.


Pero sólo lo pensé después, cuando la ví en el “Ye-Yé”.

Desde uno de los asientos del fondo, en el rincón más oscuro de un ya de por sí oscuro local, sentada con su media de Mahou en los labios y observándonos a Lola y a mí con interés y fuego en la mirada, su presencia empezó a desencadenarlo todo. 

Lola y yo ya llevábamos al menos una hora en el bar cuando la vi, gran parte de ella bebiendo chupitos, compartiendo cervezas, brindando por estupideces y el resto besándonos, devorándonos como corresponde a una primera noche. En un momento en que ella fue al servicio y mientras yo pedía otra ronda, me puse a otear por el bar. Había llegado con Dani y los demás pero cuando apareció Lola y ellos al rato decidieron cambiar de garito, yo me quedé. Con ella.

Observando las caras y el ambiente un impulso me hizo mirar a aquél rincón. Estaba tan oscuro que si no llega a ser por el incendio que eran sus cabellos no la hubiese visto.

Allí estaba. Sentada en el sofá con las botas encima de la pequeña mesa de cristal que tenía delante, donde algunos tubos de vidrio aguantaban de pie a duras penas y el resto bailoteaban volcados sobre ella, mirándome fijamente con un esbozo de sonrisa en la mirada. Como no la había visto entrar me era imposible saber cuánto tiempo llevaba allí pero daba la sensación de no ser poco. En cualquier caso el suficiente.

- ¿Qué haces aquí? – le pregunté al acercarme. Ella no se movió ni dejó que se borrara su media sonrisa, líquida y fría.
- Ya te lo dije: me gusta mirarte cuando ignoras que ando cerca – luego su sonrisa se ensanchó y sus ojos se cerraron aún más, para que su mirada fuese más afilada - ¿Qué tal con Lola? ¿Te gusta mucho?

Debí haber respondido con sinceridad, es decir, que sí. Pero los ojos azul oscuro que con los neones del bar parecían los faros de un Citröen, hervían demasiado. El humo del cigarrillo que salía por su nariz era demasiado envolvente. Y yo estaba ya en un punto en que no coordinaba nada demasiado bien. Así que sólo escupí evasivas y vaguedades.

- Bueno, es la primera noche – dije sin darle mucha importancia… intentándolo, quiero decir -. Aún es pronto para pensar en nada que pueda venir después, ya sabes…
- Claro… - siseó María. Apuró el resto de su cerveza sin dejar de fusilarme con su mirada ni borrar la medio sonrisa maliciosa, de superioridad, de satisfacción. Cuando dejó el botellín vacío sobre la mesa se puso en pie y ya frente a mí, dejó de sonreír y fingió aburrimiento  -… bueno, ahora que ya me has descubierto, me marcho y te dejo en paz. Supongo que para ti aún queda bastante noche.
- No creas, nos iremos ya mismo – me apresuré a explicar sin que ella hubiese pedido explicación alguna -. Mañana trabaja aunque sea sábado. Íbamos a tomarnos la última ahora. Si quieres acompañarnos…
- Desde luego que no – se apresuró a sajar mi invitación -. Paso de estropearos un momento tan mágico. Pero dime, ¿tú piensas volver después?

Ahí estaba. Comenzaba a extender su tela de araña. Los ojos volvían a eclosionar en una explosión de energía insana y su piel brillaba como si estuviese sudando a chorros aunque en realidad no lo hacía. Era yo el que comenzaba a sentir una humedad cálida en la frente. 

Porque sabía ya, en ese preciso instante, que volvería pitando a buscarla. Y sin darme tiempo a contestar (no necesitaba esperar mi respuesta) dijo:
- Estaré en el “Onda”. No tardes…


Al volver de los servicios Lola tuvo tiempo aún de verla salir por la puerta del “Ye-Yé” sin volver la vista atrás.

- ¿Era María? – preguntó mirando hacia la puerta por la que había salido, al igual que miraba yo. No nos mirábamos. Yo sólo asentí con la cabeza y ella preguntó - ¿Cómo se lo ha tomado?

Me giré para mirarla y comprobé que tenía un leve rastro, ínfimo pero visible, de miedo en la mirada y de incertidumbre en la voz. 

Y aún lo tenía un rato después cuando detuve el coche junto a su portal. A esas horas no pasaba nadie por las calles y aunque hablábamos en voz baja el eco de nuestras palabras retumbaban dentro del coche. O al menos a mí me pareció que retumbaba la de ella, quizá porque cuanto decía era verdad:

- Piensas volver al centro, ¿no? – preguntó sin rabia, sin reproche, sin acusación alguna. Tranquila. Constatando.
- No, es muy tarde ya y… - empecé a decir en un tono mucho más apagado.
- Mira, Ángel, no es asunto mío, puedes hacer lo que quieras. Pero sea lo que sea lo que haya entre vosotros dos, a mí déjame al margen, ¿de acuerdo?
- No sé si quiero dejarte al margen de nada – dije y casi sonó convincente, por lo automático que me salió. Ella en cambio sonó fuerte, orgullosa y magnífica.
- Entonces resuélvelo. Y cuando lo hayas hecho, si quieres me llamas – y decidida me besó en los labios y bajó del coche.

Mientras la veía alejarse y abrir su portal me decía a mí mismo que unos meses antes hubiese matado por una mujer así. Que habría intentado convencerla de que viniese a dormir a mi casa y que inventara una excusa para no ir a trabajar.
En lugar de eso metí primera y salí disparado al centro. Y aunque en algún rincón de mi cabeza no paraba de maldecir mi estupidez, mientras conducía a una velocidad imprudente por las desvencijadas calles del centro sentía como el deseo de ver a María tenía muchos más caballos de potencia que el motor del coche.



Para cuando llegué al “Onda Pasadena” ya eran más de las cinco y media de la madrugada y, como dije antes, cuando los demás bares iban cerrando mucha gente lo elegía como guarida ya que, además de poner buena música, no cerraba hasta bastante después de salir el sol.

Me costó entrar ya que había mucha gente apelotonada en la estrecha entrada y cuando bajé el par de escalones y me encontré inmerso en el local, lleno de gente envuelta en luces en constante movimiento y música en sincronía, pensé que, si estaba allí, me iba a costar mucho encontrarla.

De momento no quería pensar en nada más. Todos los meses anteriores, todas las conversaciones con ella, todas las advertencias de los demás, todas las sensaciones vividas y todas las demás personas (incluso Lola) dejaron de importar desde que crucé el umbral.

Solo quería encontrarla, no sabía exactamente para qué pero necesitaba verla. Me dispuse a iniciar una ardua búsqueda por entre las caras y las risas que supuse no sería fácil.
Me equivoqué; la vi enseguida.

Estaba en la parte de atrás, junto al pequeño escenario donde algunas noches de entre semana había actuaciones en directo, con el pelo revuelto y cayéndole hacia delante, tapándole casi completamente la cara y la media de Budweiser en la mano. Ausente de todos envuelta en la música, el humo y el calor. Llevaba puesta su camiseta negra, sin mangas como de costumbre, luciendo orgullosa sus quemaduras y cicatrices.
La piel le brillaba por el sudor. Y el bar entero brillaba por ella.

Comencé a acercarme como pude deslizándome entre el gentío que bebían y bailaban, casi teniendo que abrirme paso a empujones más o menos disimulados. No cabía un alfiler allí lo cual me venía bien para una especie de capricho que me asaltó al verla. No quería que me viese hasta llegar a ella, de hecho no tenía prisa por llegar. Me recreaba viéndola danzar a su aire y mi propósito parecía bastante factible, ya que no miraba más que al suelo. Nadie de su alrededor le interesaba, solo dejarse llevar.

La música cambió en el aire y comenzó a sonar un tema extraño con voz femenina quebrada pero sinuosa, que yo no conocía.

Esa canción me acompañó bien agazapada entre mis recuerdos durante meses sin lograr identificarla. Hasta que un día, mucho después de que todo acabase, vi por casualidad el videoclip en la MTV mientras andaba zapeando entre los canales de televisión. Era de Tori Amos y se titulaba “Strange Little girl”, aunque era una versión de un tema aún más antiguo. Aquél mismo día, sólo un par de horas después de haber visto el vídeo, salía de “Discos Candilejas” con el CD bajo el brazo. Aún lo tengo, destrozado de tanto escucharlo.




Como si lo hubiésemos ensayado, al empezar la canción, al principio tersa y de ritmo relajado,  María alzó la vista y me vio ya a sólo un par de personas de distancia. Me sonrió complacida y a la vez orgullosa de su propio poder. Una sonrisa llena de cristales, de ansia y de niebla. Cuando al fin estuvimos frente a frente tras sortear yo a las últimas personas entre nosotros, en un principio no dijimos nada. Sólo le quité la cerveza de la mano y di un gran trago mientras ella me sonreía. Entonces, con su rostro muy cerca del mío para hacerse oír, me habló:

- ¿Vas a hacer algo por mí? – preguntó. Aunque no lo dijo muy fuerte la entendí con claridad.
- Claro, lo que sea.
- No pienses – empezó a decir pero no como órdenes, sino como ruegos -. No analices la situación, no sopeses inconvenientes, no preveas consecuencias ni saques conclusiones. Estás aquí… solo haz lo que te apetezca porque eso es exactamente lo que yo pienso hacer.

Sin dejarme ni medio segundo para pensar o replicar y al mismo tiempo que la canción se encolerizaba con guitarras y batería, se tiró de cabeza a mi boca y comenzó a devorarme. Sin contención alguna nos comimos vivos, y las manos recorrieron sin tregua la piel bajo la ropa del enemigo.

Y dejé de arrepentirme de haber vuelto al centro tan tarde.


Casi una hora después continuábamos en el mismo sitio y en la misma actitud. Apenas sin hablar, sólo mirándonos y probándonos con tanta rabia que sentía la boca y la lengua como drogadas, sentí que estaba consiguiendo algo inaudito en mí: que me dejara llevar, tal y como me había pedido. En aquél momento ya no pensaba en nada. Ni en sus motivaciones ni en todo lo oscuro y desconocido que aún quedaba dentro de ella para mí. Ni en qué desembocaría aquel descenso a los infiernos. Puestos a caer, mejor hacerlo sin red ni paracaídas.
Me dolía un poco la cabeza pero por una vez no era por pensar; era por sentir.

- Espera aquí, no tardo más que un minuto – dijo sin más sonriendo de aquella nueva forma que estaba estrenando aquella noche para mí, como un vestido nuevo para una primera cita. Me disparaba tanta seguridad en cada uno de sus actos, tal falta de preocupaciones y miedos aquella noche, tanta seguridad en sí misma, que me preguntaba para qué coño me servían los casi trece años más de experiencia que tenía con respecto a ella.

Cuando desapareció de mi vista miré las caras que había a mi alrededor, por hacer algo. No estaba seguro si era solo sensación mía por todo lo que estaba ocurriendo, pero me daba en la nariz que estábamos siendo el centro de atención de al menos aquella parte del local. Sobre todo para un grupo de tres tipos, de menos de treinta seguro, que sentados a una de las mesitas que ponían en el escenario los días que no había actuaciones, por aprovechar espacio, no me quitaban ojo de encima salvo para cuchichear y reír entre ellos de forma cómplice. Uno de ellos me resultaba familiar, de modo que en una de sus miradas sonrientes se la sostuve, a ver si hacía algún gesto o yo recordaba quién era. Pero el tipo me ignoró y dirigió de nuevo su atención a sus amigos continuando con lo suyo. No lograba recordar de qué le conocía pero estaba seguro de haberle visto antes.
                                                                                                                                 
María llamó mi atención desde la barra en donde había conseguido hacerse un  pequeño hueco. Llegué hasta ella, no sin esfuerzo por el gentío, y vi que ante ella seis chupitos de diferentes colores descansaban sobre el húmedo y pegajoso mármol.

- ¿Piensas invitar a todo el bar? – pregunté divertido. Ella respondió segura de sí misma y con algo de superioridad.
- No son solo para nosotros. Vamos, coge uno… – ella levantó el primero de sus tres y yo la imité, mientras veía cómo lo sostenía y se disponía a decir algo a modo de brindis. Lo hizo con voz serena pero firme “Quod agnoscis in finem”.  

Y engulló de un trago el líquido rojo. La seguí y tras dejar que rajara mi garganta, pude hablar de nuevo.      

- ¿Eso es latín? – pregunté - ¿Qué significa?     
- “Porque reconozcamos el final”…
- ¿Qué final?
- El de todo, nuestro final – dijo y debió ver gravedad en mis ojos porque me sonrió y me besó de nuevo.
- ¿Ya lo tienes decidido acaso? – me atreví a preguntar.
- No… ni tengo ninguna prisa porque llegue, a decir verdad. Sólo digo que me gustaría reconocerlo cuando aparezca. Estar preparada… he de ensayar ciertas despedidas.    

Aún no había cumplido veinte años.

                                                                                                  
Seis chupitos e incontables besos después salimos a la calle sin haber acordado, de palabra al menos, ningún rumbo. Sin apenas hablar.

Había un cierto frescor nocturno que agradecimos por encima del calor, era más por contraste con lo caldeado del interior del local de la que acabábamos de salir.
 La noche era cerrada aún pero sabíamos que muy pronto empezaría a clarear. Apenas había gente por las calles y sin hablar de ello fuimos subiendo por calle Madre de Dios en dirección a donde estaba mi coche. Establecía yo el rumbo por tanto y María no preguntó nada. Simplemente caminaba a mi lado, al principio separada por un metro escaso. Yo fumaba y ella iba mirando a veces al cielo nocturno y a veces a mí, con la media sonrisa atravesando mi cuerpo y el sistema solar mientras su rostro permanecía a salvo entre las llamaradas de su pelo.

Llegando a la pequeña plaza de Montaño me cogió de la mano y volvió a mirarme para ver mi reacción.

- ¿Te molesta? – preguntó con aquella misma voz de niña traviesa que en la mañana en que vino a mi casa y tuvo el arrebato de besarme.
- En absoluto – dije yo y sujeté su mano con firmeza.

Cruzamos calle Dos Aceras y empezamos a bajar por Guerrero, siempre en dirección a El Molinillo. Ya por calle Parras, oscura y solitaria y a tiro de piedra de donde estaba aparcado mi coche, noté pasos detrás de nosotros, a sólo unos metros. Me giré y vi entre las sombras tres tipos. Comencé a intranquilizarme no por su aspecto, que era absolutamente normal, sino por el hecho de que iban en completo silencio. Eso me impulsó a echar una segunda y fugaz mirada atrás y entonces les reconocí. Eran los tres de la mesita sobre el escenario del “Onda”; los que nos miraban y cuchicheaban entre risitas.
 
- Puede que tengamos problemas – le susurré. Ella no volvió la vista atrás en ningún momento. Ni varió el paso ni hizo nada salvo decirme:
- Lo sé. Llevan toda la noche buscándome las cosquillas
- ¿Les conoces?
- Más o menos… el del centro es el hermano de Silvia, la del juicio, ¿recuerdas?

No tuve que volver a mirarlos, de eso me sonaban, al menos el que ella se refería. Le recordaba el día del juicio en medio de la bancada de la “familia-piña”.
- Vale – dije para ganar tiempo y pensar -, escucha; no hagas nada. El coche está ahí mismo y…

María me miró sonriendo y de inmediato pensé: “¡Oh, mierda…!”
Ya estaba allí. Ya brillaban sus ojos de aquella forma.

Detuvo su caminar y me echó de espaldas contra el lateral de un coche aparcado de mala manera en la acera, volviendo a comerme la boca. Sedal y anzuelo, listos.

Los tres jóvenes llegaron a nuestra altura al momento y se detuvieron, otra vez sonrientes. María les daba la espalda pero yo podía verlos con mis ojos entreabiertos.

Entonces el hermano de la tal Silvia, y que parecía ser el cabecilla de la incursión nocturna, siseó y habló despectivamente:
- ¡Eh… pssst, pssst…! ¡Eh, oye… zorra!

María dejó de besarme y al separar sus labios de los míos me miró por un instante y me sonrió. No era una sonrisa dulce ni amable. Me recordó al tiburón de la película cuando sacaba la cabeza del agua para intentar devorar a Roy Scheider. 

Giró solo a medias la cabeza para contestarle:
- Me parece – su tono sí era dulce – que me confundes con la puta de mierda de tu madre.

Premio.

Era cuanto necesitaba y cuanto había buscado aquél vengativo joven lleno de testosterona, ira y agresividad.

Avanzó hacia ella con firmeza mientras preparaba su puño y a la vez alargaba la otra mano como teniendo la intención de agarrarla por el cuello. Apenas me dio tiempo a ver el movimiento de María.

Como un samurái, con tranquilidad y sin precipitarse, le esperó y luego, con un giro de cadera felino, rápido y certero, lanzó su pierna derecha incrustándole media bota en los huevos.

El chico cayó de rodillas al suelo emitiendo un leve gemido agudo mientras, supongo, toda su vida pasaba por delante de sus ojos. El final de esa película es que tal vez quedaba impotente para siempre porque en sus ojos y por debajo de su inimaginable dolor, pude ver un rastro de miedo, de terror a haberse equivocado. Y desde luego que lo había hecho.

Los otros dos reaccionaron al fin. El más alto fue a por María mientras esta daba un paso a por el que estaba en el suelo de rodillas. Ella lo vio venir perfectamente por su izquierda pero ni intentó esquivarlo. En lugar de eso se tomó su segundo de calma para rematar a placer al hermano de Silvia con otra patada, esta vez en la boca. El chico cayó hacia atrás con algún diente menos y creo que inconsciente… como mínimo.

Pero eso dio tiempo al segundo a lanzarle una buena patada a María en el costado que la hizo volar varios metros hasta una papelera sujeta a una farola de la acera, que destrozó con su pequeño cuerpo al estrellarse. Oí un crujido atroz y me acordé de sus maltrechas vértebras. Alucinado, como si me hubiesen metido mágicamente dentro de una película de kárate setentera, tuve tiempo de pensar: “Seguro que el doctor noruego no aprueba este ejercicio”.

No pude ver del todo el aterrizaje de María porque el tercero de la pandilla llegó hasta mí presentándose con un buen derechazo en mi oreja izquierda, que me hizo tambalearme hasta la sucia pared de una casucha que impidió, salvándome como las gruesas cuerdas de un ring de boxeo, que cayese. El tipo se abalanzó hacia mí y animado por su éxito trató de repetirlo pero aunque yo estaba aturdido por simple instinto, por acto reflejo, levanté mi brazo y su puño chocó con él, haciéndose más daño él en la mano del que me hizo a mí. De mi derecha llegaban sonidos de pelea de María y el otro, pero no podía mirar qué tal le iba pues el que tenía delante no parecía dispuesto a rendirse. 

Algo de rabia, o quizá de miedo, salió entonces de mí y fui yo el que me abalancé sobre él en plan “abrazo de oso”. Y ahí comenzó a desequilibrarse el combate. Puede que él fuese más rápido y seguramente tenía más mala leche y más rabia que yo, pero yo le sacaba varios kilos y muchos centímetros de altura, así que aunque hizo todo lo posible por evitarlo conseguí hacerle caer al suelo, comenzando entonces una caótica y embarullada lucha donde lanzábamos más golpes al aire y al suelo que a nuestro oponente. En ese momento comencé a perder el primer gran miedo de toda pelea callejera ( y no es que sea un experto en el tema): el no saber cómo va a acabar. Supuse que aquél tipo ya no tenía más recursos de los que había mostrado y que si no había sacado aún una navaja o algo parecido, ya no lo iba a hacer. En realidad estaba más preocupado por María, a la que no podía ver.

Casi a la vez que una bota golpeaba al tipo en el costado, quitándomelo de encima, unas luces azuladas y un pitido de sirena acabó con mi combate (para ser justos, nulo). 

- ¡Alto, Policía! – se oyó como un trueno en toda la calle.

De inmediato María, que era quien había golpeado al chico, lógicamente, me agarró de la pechera de la camisa instándome a levantarme.

- ¡Corre, joder, corre! – me gritó levantándome con una fuerza incomprensible en aquél delgado y menudo cuerpo y casi lanzándome por un callejón tan estrecho que apenas si cabíamos los dos a la par.

Corrimos como almas que lleva el diablo por aquél ínfimo y oscuro hueco entre edificios viejos del centro mientras por detrás nuestra nos daban el alto y veíamos el destello bamboleante de una linterna. Tenía la vista nublada, sabor a hiel en la boca y un insoportable y agudo pitido en el oído donde había sido golpeado, que tardaría en írseme del todo horas. La sangre era bombeada hasta mi cabeza con tal presión que parecía fuese a estallar de modo que no podía pensar en nada. Solo intentaba no perder de vista a María que corría un par de metros por delante de mí, doblando esquina tras esquina de aquél tétrico laberinto de callejones en los que yo jamás había puesto un pie antes. 

Seguimos serpenteando a plena carrera por aquellas tripas de la ciudad durante no sé cuánto tiempo hasta que por fin ella se detuvo y miró a nuestras espaldas, mientras jadeaba y se echaba las manos a los riñones.

- Creo que ya hace un rato que no nos sigue – dijo casi sin aliento, empapada en sudor, con la camiseta sucia y la mirada febril.
- ¿Estás… segura? – exhalé casi sin voz echándome también las manos a los costados y tratando de soportar un horrible flato. Apenas podía respirar y los ojos se me iban. “¡No, joder”, pensé, “no te desmayes ahora!”.
- Creo que sí… - dijo ella con bastante tranquilidad, dentro del agotamiento -… no parecía estar en muy buena forma y además, no habrá querido dejar a su compañero solo con los otros tres.
- ¡Menudo follón! – exclamé incoherente y algo histérico.
- No ha sido para tanto… si no aparecen los maderos les damos la paliza de su vida… ¡hostias, no me he quedado a gusto! Los hubiera reventado…

Yo la miraba medio incrédulo por lo que oía, medio aterrorizado, observándola mientras sus ojos azules hervían de rabia pero también de excitación, mascullando con los dientes apretados. Tenía sangre en la nariz, un corte de un centímetro más o menos en la mejilla izquierda y algunos arañazos por el cuello. “Casi nada”, pensé al igual que la noche tras lo del “Roadhouse”, cuando la vi en acción por primera vez, “¿de qué coño está hecha?”.

Yo en cambio me sentí como si Mike Tyson me hubiese pillado en la cama con su novia. Me dolían hasta las cejas.


Decidimos quedarnos un rato más allí en aquella pequeña vena de las intrincadas calles del centro para hacer tiempo y calmarnos, echando un cigarrillo. En otras circunstancias aquellas callejuelas me hubiesen parecido amenazadoras a aquellas horas de la madrugada pero ahora eran casi un refugio. Decidimos dejar el coche donde estaba (nadie sabía que era el mío y para qué arriesgarse a volver al lugar de los hechos) e ir a mi casa andando, eligiendo otras rutas.

Durante el trayecto apenas hablamos. Y comenzó a surgir algo en mi cabeza que a decir verdad daba un poco de miedo si lo pensaba fríamente. Y es que pese al dolor, al cansancio y al temor a las posibles consecuencias que pudiese tener aquella refriega, me sentía vivo. Como hacía mucho tiempo que no me sentía. Y me preguntaba “¡Oh, cielos… ¿me estaré volviendo como ella?!”

Lo pensé viéndola caminar a mi lado, de nuevo cogiéndome la mano con un aire tranquilo y ajeno a cualquier angustia, a cualquier miedo. Me miró, me sonrió y dejó caer con despreocupación:

- Qué, de momento no está nada mal la nochecita, ¿eh?
Y yo asentí y le sonreí también. Éramos dos guerreros del amanecer lamiéndose sus heridas tras el cruento combate.


Al entrar en mi piso y tras encender solo un par de luces María se dejó caer en el destartalado sofá como si fuese un edificio siendo demolido. Resopló y se pasó las manos por el rostro.

Yo fui al baño, me quité la camiseta y en el lavabo traté de refrescarme y aliviarme algo las zonas doloridas, enjuagarme la cara y recuperar el pulso. El oído izquierdo aún me pitaba aunque la intensidad parecía ir menguando según pasaban los minutos y me tranquilizaba.

Intentaba no pensar demasiado en aquél largo y endemoniadamente extraño día. El café del “Nerva” o las risas de la “Cervecería Alemana” parecían haber sucedido hacía un millón de años. Lo sucedido en el “Onda” o la pelea en las calles se me antojaban el sueño de otro. Todo lo que quería en aquél momento era descansar.

- Creo que ese cabrón me ha jodido bien la espalda – dijo María desde el umbral de la puerta del cuarto de baño, a donde no la había oído llegar.
Me incorporé y mientras me secaba con una toalla le indiqué que se acercara.
- Vamos, déjame echarle un vistazo…

Ella se sentó en la taza del váter con la tapa bajada y antes de que yo terminara de pensar en cómo pedírselo se quitó la camiseta y el sujetador con toda la naturalidad del mundo, como si yo fuese el puñetero fisio noruego de Marbella.

Por un instante antes de girarse para darme la espalda pude ver sus pequeños y blancos pechos, con los pezones muy rosáceos. La piel de esa parte de su cuerpo no parecía tener grandes marcas del accidente, sólo una gran lluvia de pecas que parecían resbalar y extinguirse en su esternón.

Al darse la vuelta todo cambió.
Toda la mitad derecha de su espalda tenía tantos desgarros y marcas como su brazo “Giger”, que bajaban casi a la par de la columna vertebral, extendiéndose lateralmente hasta el costado, donde el brazo suele descansar en reposo. En su hombro y omóplato izquierdo también había algunas marcas pero muy pocas en comparación con el otro lado. Y donde la piel estaba intacta, sobre todo en la parte alta de la espalda, las pecas acribillaban armoniosamente su exquisita palidez.

La visión de todo el conjunto no me produjo ni el más mínimo desagrado ni tampoco me despertó una gran lujuria. Solo sentí un inmenso respeto.

- ¡Ea, qué! – me espetó sacándome de mi ensimismamiento - ¿Ves algún daño grave, alguna vértebra fuera de su sitio?
- No creo – dije mientras a la vez que la observaba pasaba mis dedos suavemente por su columna. No estaba cualificado para algo así pero lo cierto es que no notaba nada extraño -. Tienes un enrojecimiento aquí, por el golpe, pero nada más que yo pueda ver.
- Pues el dolor me está matando – se quejó antes de volver a ponerse su camiseta. El sujetador fue ignorado quedando en el bidé -. Hala, se acabó el espectáculo… ¿Tienes algo más fuerte que ibuprofeno o paracetamol? No llevo encima mis pastillas…
- ¿Voltarén… Nolotil?
- Vale, me haré un cóctel… 

Se puso en pie y se acercó a mí. No sé qué expresión tendría yo pero suavizó su actitud. Me sonrió y me besó en la mejilla.

- Te has portado como un tío – me dijo con algo de admiración, desconcertándome un poco. Yo apenas había hecho nada salvo defenderme y no muy bien. Como en otras muchas ocasiones parecía leer mi pensamiento, porque añadió -. No me refiero a la pelea solamente, sino a toda la noche.

Me encogí de hombros y no era falsa modestia.
- No sé a qué te refieres – admití -, pero bueno… Anda, cuídate ese corte en la mejilla – abrí el armarito de detrás del espejo y le proporcioné gasas y Cristalmina -, no se vaya a infectar. Voy a prepararte el cóctel.

Cuando llegué al dormitorio ella ya estaba echada en la cama, solo con su camiseta, sus bragas y su cansancio. Se incorporó para tomar las pastillas con el vaso de agua que le di y volvió a echarse. Yo me quedé de pie por un instante observando la perfecta simetría de su pequeño pero bien armado cuerpo.

- No te quedes ahí – dijo mirándome. Me pidió más bien -. Duerme conmigo.

Me acosté a su lado y sentí el calor que emanaba desde su joven y a la vez marchita piel. Ella se encogió de lado en postura casi fetal para que yo la abrazara por detrás y me cogió una  de mis manos con las dos suyas, quedándosela para sí en su pecho. De espaldas a mí pude sentir como todo encajaba entre nosotros. Encajaban el caos y la locura. Encajaban el deseo y la ternura. El miedo y los anhelos. La luz de su fuego y la oscuridad de sus ojos. 

Y su cuerpo en la curvatura del mío.

No podía ver su cara pero solo el olor de su cabello, su olor, me bastó para adivinar que no iba a ser nada fácil para mí poder dormir.

Volvió entonces su voz, más dulce y serena de lo que la había escuchado nunca antes:

- ¿Sabes cuánto tiempo hacía que no dormía así con alguien?
- No, cuánto – quise saber.
- Demasiado… o quizá el suficiente. O quizá nunca lo había hecho antes.

Estuve a punto de preguntar “¿Y por qué yo?”. Pero no lo hice. No tenía el más mínimo interés en conocer la jodida respuesta.

Al poco rato María se durmió y yo me quedé allí, a su espalda, sintiendo su cuerpo incrustado en el mío como una promesa incumplida en la conciencia durante largas horas.



Antes de abrir los ojos ya pude sentir el calor y los rayos de sol del mediodía intentando entrar por entre las rendijas de las persianas. Y también pude sentir el peso de su cuerpo sobre el mío. Estaba a horcajadas sobre mi bajo vientre con los brazos firmes a ambos lados de mi cabeza, clavando las manos en el colchón. Y con los ojos y la sonrisa clavados en mí.

El pelo alborotado y húmedo derramándose desde su cabeza y su suave olor me indicaron que acababa de salir de la ducha. Me azoré un poco por no haberlo hecho yo ya que entre la larga noche, la pelea y el calor nocturno de mi habitación había sudado tanto que debía oler como un perro sarnoso.

Ella tenía una expresión extraña, entre desafiante y placentera.

- Buenos días – dije aún con la voz rasgada y la boca pastosa - ¿Llevas mucho rato despierta?
- Un par de horas… - susurró -… es un flipe verte dormir… y también olerte.

Se inclinó un poco más sobre mí y puso su cara entre mi cuello y mi clavícula, y luego aspiró regocijándose, como si oliese un ramo de petunias en vez de a un tío sudado. Luego enfrentó su rostro al mío casi tocándonos, siempre con esa extraña media sonrisa.

- Oye, no creo que… - empecé a decir sin estar muy seguro de cómo iba a continuar la frase, aunque no importó ya que ella me tapó la boca con la suya, con un beso demoledor, de los que se llevan varios años de vida con ellos.

Y nadie dijo ya mucho más. Sobre todo después de que ella comenzara a mover su pelvis contra la mía provocando que la zona se pusiera incandescente casi el instante.

Como con otras muchas cosas que ocurrieron entre nosotros no siempre me fío de mis propios recuerdos. A veces recuerdo aquella mañana de una forma y a veces de otra. Pero sí hay sensaciones e imágenes que se repiten, pequeños detalles que ella clavó en mi interior como con un hierro al rojo vivo y que ya siempre estarán conmigo.

Recuerdo su pequeño y fibroso cuerpo retorcerse como si fuese un reptil herido. Atrapado en una jaula con púas en los barrotes de la celda. Recuerdo sus manos agarrándome la espalda con tanta fuerza que parecía que me la quisiera partir por la mitad. Recuerdo su aliento entrecortado e insuficiente, su saliva cayendo en mi boca y un leve quejido silbando en la suya cada vez que mi cuerpo embestía. Recuerdo girarnos y ver entonces sus ojos atravesándome desde abajo y la expresión aterradora y a la vez de satisfacción extrema de su rostro, sin decir nada pero diciéndolo todo. Recuerdo sus piernas, suaves y firmes, ahogando mi cintura y como yo hundía mis dedos en sus muslos con una fuerza que no podía, que no quería controlar. Y veía como le dolía pero como no quería dejar de sentir ese dolor. Recuerdo como caía su sabor en mi boca cuando hundía su lengua en ella como si de verdad quisiera devorarme, como si quisiera succionarme. Recuerdo el calor de la habitación semioscura con las persianas bajadas y como el ambiente se fue cargando más y más de aquello, de nosotros. Daba la impresión de que todo podía saltar por los aires si alguien encendía una cerilla. Recuerdo que acabamos como empezamos, con ella encima de mí, sudando de forma espectacular, como no he vuelto a ver sudar a nadie. Pasaba mis manos por su espalda y recogía litros de rocío de su cuerpo, de su placer. Recuerdo que tenía el orgasmo fácil, y que tuvo varios. Y tras cada uno de ellos yo me detenía por si quería descansar pero ni hablar de eso; a los pocos segundos comenzaba a mover de nuevo sus caderas y nos lanzábamos otra vez al abismo.

Y recuerdo que antes de morirme quería morirme y que la deseaba más de lo que puede expresarse con palabras y que pensé en que estaba acabado. Era suyo.

Cuando se acabó descansamos en aquella maltrecha cama, apenas sin hablar pero sonriéndonos y besándonos mucho. Y cuando nos sentimos con fuerzas fuimos a por más. Salimos de aquella cama muy pasadas las seis de la tarde de aquél sábado, Día Primero del Apocalipsis.

Luego ella se marchó sin prometer ni una maldita cosa, sólo con un “te llamaré”. Y aunque viéndola salir por la puerta pude adivinar ya sus intenciones, el enrojecimiento de sus mejillas me hacían intuir que nada se había acabado.


Y así fue. En realidad todo acababa de empezar.




(Continuará)

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