"ARDE"
Capítulo 8: “La cazadora”
-
Una vez tuve un pájaro en una jaula – me contaba María unas
noches después. Una de aquellas noches que nos bebimos los dos
juntos por los bares más oscuros y por los callejones más sinuosos
de la ciudad. Una de aquellas noches en que parecíamos horriblemente
perfectos, como sacados de una canción de Lou Reed, o de una
película de David Lynch. Sujetos a la férrea seguridad de la barra
como dos náufragos se aferran a la balsa que les salvará de morir
ahogados, dejábamos que la noche recorriera nuestras venas sin
preocuparnos nunca de si la dosis podría ser letal. Ella hablaba con
su voz rasgada y arenosa y yo la escuchaba como si lo único que
importase en el mundo fuesen sus palabras -. Un canario o algo así,
con su estúpida cara de no enterarse de nada y sus ojillos
asustadizos, ya sabes… No sé de dónde coño salió, supongo que
algún infeliz amigo de la familia me lo regalaría por mi cumpleaños
o algo por estilo.
"Me
pasé varios días observándolo allí, en su pequeña jaula en la
que apenas si tenía espacio para aletear un poco, apenas si saltar
de un palito al otro. Recreándome en lo vacía y estéril que
parecía su vida, sin nada mejor que hacer que cantar, comer alpiste
y cagar.
Así
que un día no pude reprimir más la curiosidad y decidí liberarle
de su cautiverio. Cerré la puerta de mi habitación (no fuera a ser
que el jodido bicho fuese tan estúpido como para volar hacia el
interior de la casa) y abrí la ventana de par en par. Luego abrí
también la puertecita de su jaula y me senté en mi cama para ver
cómo salía de su prisión y volaba hacia la libertad. Quería ver
su expresión al verse fuera de cuanto había conocido en su vida;
aquella miserable jaula.
Bien,
pues no hizo nada. Asomó la cabeza por la puertecilla un par de
veces pero por curiosidad más que otra cosa, como diciendo: Aquí
faltan unos barrotes, ¿quién se los ha llevado? Pero no parecía
ansioso por salir, ni mucho menos.
Así
que comencé a perder la escasa paciencia que me caracteriza, ya me
conoces, y metiendo mi mano en la jaula lo agarré, soltándolo
después en dirección a la ventana. El muy idiota la ignoró y se
puso a revolotear por la habitación, pareciendo cobrar algo de vida
por fin, aunque quizá sólo se sentía presa de un terrible pánico,
no lo sé… era un puto pájaro, no tienen expresión…
Se
golpeó con techo, muebles, paredes… un par de veces amagó con
salir por la ventana pero era como si el exterior le diese aún más
miedo; de modo que enseguida cambiaba de dirección y volaba de nuevo
al interior de mi habitación. No sé, puede que así fuera, que el
exterior le aterrorizase. Para él todo su mundo era aquella jaula.
Para él no era una prisión sino todo cuanto conocía. Un lugar
seguro donde había agua y comida. Una parte de sí mismo ya.
Pero
yo no iba a rendirme, claro… porque el exterior es todo un mundo
que ese pobre pajarillo debía conocer, hay paisajes maravillosos,
hay grandes bosques y hay oceános y oye, que yo quería liberarlo.
Era lo correcto.
Así
que esperé pacientemente a que se cansase y así ocurrió un rato
después. Paró de revolotear y se posó cerca de su jaula. Lo atrapé
y lo llevé entre mis manos frente a la ventana. Y lo lancé al
exterior al grito de ¡Vuela libre, huye…!
Por
desgracia no calculé bien la dirección de mi impulso y el pobre
salió disparado como un pequeño misil amarillo un poco alto… muy
alto. Dio contra el quicio de la ventana, en la parte de arriba y
cayó al suelo, completamente tieso.
Me
quedé observándolo un rato. No sentí lástima por él. Quizá por
mí…
No
sé, ¿sabes lo que quiero decir? Hay que tener cuidado con empeñarse
en salvar a alguien. A lo mejor no quiere ser salvado”.
Dio
un trago a su media de Mahou, sin dejar de mirarme, de estudiarme en
realidad, mientras yo buscaba qué decir. Me aventuré con algo
bastante inocuo:
-
Creo que eso nos pasa un poco a todos – dije -, juzgamos las cosas
muchas veces desde fuera, desde muchas perspectivas. Pero claro, es
muy fácil equivocarse en eso.
Ella
asintió y luego añadió:
-
Lo que para ti es tu vida, tu mundo, todo cuanto conoces… para los
demás puede ser el infierno.
Dio
otro trago a su cerveza con la mirada puesta un poco más allá de la
nada mientras yo la observaba extasiado, al tiempo que intentaba
adivinar qué trataba de decirme en realidad: ¿Qué era consciente
de que vivía en un infierno pero que no quería ser rescatada de él
porque era cuanto conocía? Tal vez.
Aquellos
días fueron más largos, más extraños y todavía más confusos que
todos los anteriores. Porque tras haberla sentido mía por primera
vez también por primera vez la eché realmente de menos. Su ausencia
me seguía a todas partes de forma brutal, enfermiza y palpable.
Su
ausencia era casi como una presencia. Como el miedo al monstruo del
armario o a las garras informes y viscosas que viven bajo la cama.
Como
ya esperaba desapareció algunos días, aunque no tantos como
imaginé. O no de la forma que yo esperaba, mejor dicho. Descubrí
que eso que rondaba siempre a mi alrededor, esa especie de
presentimiento que me seguía a todas partes, era ella.
Los primeros días tras su marcha después de haber incendiado mi apartamento estuve tentado de hablar con su psicóloga, la enigmática Cristina. Recuerdo haber estado largas horas en mi sofá con el móvil en una mano y la tarjeta de visita que me dio a hurtadillas en la otra, jugueteando entre mis dedos y mi conciencia. Desbloqueaba el teclado, pulsaba los primeros números… y lo volvía a apagar. La tentación era grande, lo admito. Pero aún pude resistirla presintiendo que no iba a tardar mucho en saber de ella. Y así fue.
Estando
con Dani algunas noches después, tomando unas cervezas
improvisadas una noche de jueves en el centro, volví a
encontrarla.
Recuerdo
que primero fuimos al "Filo" donde le conté por encima la movida a lo “Kárate a muerte en
Bankog” y él, por supuesto, alucinó. Apoyados
en la barra con nuestras cervezas, negaba con la cabeza y ponía cara
de asombro:
-
¡Qué fuerte, colega! - decía con expresión de incredulidad – No
sé, Ángel... me parece que te estás pasando con eso del paseo por
el lado salvaje. Coño, que se supone que tú eres el más cuerdo
y maduro de los dos.
-
Sí, eso creía yo también...
-
Bueno – continuó meneando la cabeza y suspirando -, a tí no te
conocen pero a ella ¿crees que la denunciarán? Podrían joderla
viva.
Lo
pensé durante unos segundos y luego negué con la cabeza.
-
Si tuviese que apostar diría que no – respondí -. Me parece que
ese tipo es un gilipollas demasiado chulo y demasiado orgulloso como
para admitir delante de policías, jueces y familiares que una cría
de cincuenta kilos le ha dado una paliza. No... intentará vengarse
por su cuenta. Y lo cierto es que eso sí que me da miedo.
-
Claro – argumentó Dani -; si la cogen desprevenida la pueden hacer
polvo...
-
No – le corregí -; lo que me da miedo es lo que ella pueda
hacerles.
Dani
sonrió como si yo hubiese hecho una gracia. Pero al observarme y ver
que lo decía en serio, dejó de sonreír. Porque era cierto que lo
pensaba. Realmente, al tiempo que cada vez me sentía más unido
emocionalmente unido a María y más obsesionado con ella, también
cada vez me daba más miedo.
- Aléjate
de ella, Ángel – me dijo con toda la firmeza que pudo reunir.
Pocas veces le había visto tan serio - De todo esto sólo puedes salir mal. Y lo sabes.
Sí que lo sabía. Pero aún era mucho más importante, más enigmático, más poderoso y más aterrador todo lo que desconocía. Quizá quedaría bien aquí escribir "no podía evitarlo", pero es algo que no puedo asegurar. Porque para comprobar que me era imposible alejarme de ella, primero tenía que desearlo.
Un rato después dejamos el "Filo" y tras dar algunos tumbos, y dudando ya si marcharnos a casa o no, pues recordemos sólo era jueves, decidimos pasarnos a tomar la penúltima por el "Ye-yé", que entresemana solía estar muy tranquilo y podíamos charlar con calma con Ana y Rafa, los dueños.
En ello estábamos, charlando tranquilamente los cuatro cuando alguien me tocó en el hombro; unos golpecitos con familiaridad. Antes de girarme ya pude ver la mirada entre extraña y espectante de Dani dirigida por encima de mi hombro.
Era María.
- Hola, baby – me dijo sorprendentemente risueña al girarme. Vestida de negro, con una camiseta remangada hasta los codos y la mirada desafiante pero jovial -. Fea costumbre la que estás cogiendo de no llamarme si yo no te llamo, ¿eh?
- Hola, baby – me dijo sorprendentemente risueña al girarme. Vestida de negro, con una camiseta remangada hasta los codos y la mirada desafiante pero jovial -. Fea costumbre la que estás cogiendo de no llamarme si yo no te llamo, ¿eh?
De
inmediato me quitó la media de cerveza y antes de darle un trago me dio un
rápido pero fuerte beso en los labios, casi mordiendo.
Dani
y yo cruzamos una fugaz mirada a continuación, mientras ella bebía. Él parecía
entre sorprendido y alerta, como diciéndome: “Vaya… has pasado de nivel.
Cuidado…”
Ella
no fue ajena a ese fugaz cruce de miradas y saludó a Dani con sorna:
-
Y tú qué – le dijo -, ¿dónde está tu morenita? ¿Ya pasó a mejor vida?
-
No – respondió él algo incómodo -, tenía una cena con unas amigas; ya la veré
mañana.
María
movió la cabeza en un gesto de conformidad (o de no importarle un carajo, más bien)
y en cuanto Dani se distrajo con Ana y Rafa, que estaban tras la barra, me
habló de forma más privada:
-
Oye, ¿por qué no me acompañas? He de ir al parking de la Alcazaba – me dijo sin
dejar de robarme tragos de la cerveza.
-
Claro, ¿y eso? – quise saber.
-
Los cabrones de los “munipas” – me explicó -. Han pasado por la acera donde
tenía aparcada la moto y se las han llevado todas – me enseñó la pegatina
triangular que suelen dejarte en el suelo los de la grúa municipal.
-
De acuerdo, vamos… - acepté y tras apurar la media entre los dos me despedí de
Dani y los demás.
Caminando
por calle Comedias, luego Uncibay, la notaba alegre y risueña; viva. Me recordó
a su actitud cuando salimos del “Onda” aquella última noche. No dejaba de
mirarme y sonreír.
- Escúchame – le dije ya por calle Granada - , no quiero que pienses que no te he
llamado por orgullo o por ninguna chorrada, ¿vale? – ella me observaba
sonriente -. He ido aprendiendo cómo eres y… después de lo que pasó la última
vez suponía que necesitarías tu espacio, ¿lo entiendes?
-
Me encanta cómo lo dices…”lo que pasó la última vez” – se detuvo en mitad de la
estrecha calle, por donde no paraba de pasar gente y me echó los brazos al
cuello, estampándome un beso demoledor. Al separarse volvió a reír -. Eres tan
correcto… joder, no me dejes hacer lo que me da la gana. Eso es muy peligroso… dime
de verdad por qué no me has llamado, después de follarme como un animal…
-
Pues sí, por orgullo – dije sin pensármelo dos veces -. No quería demostrarte lo pillado
que estoy por ti.
Sonrió
aún más abiertamente y dijo:
-
¿Lo ves? Mucho mejor…
Llegamos
al parking municipal junto a la entrada al túnel de la Alcazaba y bajamos hasta
la ventanilla de la primera planta, donde un operario con cara somnolienta le
tramitó el papeleo. Pagó el depósito con su tarjeta de crédito y luego le
indicaron la plaza donde estaba ubicada su scooter, un par de plantas más
abajo. Era ya muy tarde y no se veía un alma.
-
¿Qué has estado haciendo estos días? – le pregunté por romper el eco del frío
silencio del lugar, oscuro y tenebroso, como un cementerio de coches.
-
Nada de particular… ¿y tú? – devolvió la pelota - ¿Has vuelto a ver a Lola? Se os veía tan bien juntos…
-
No, sólo hemos hablado un par de veces por teléfono – confesé -. No tengo la
cabeza ahora como para…
No
me dejó acabar la frase. Me empujó contra un coche y sin contemplaciones
comenzó de nuevo a devorarme, ya acompañando con sus manos y sin poder
remediarlo, yo hice lo mismo, recorriendo todo su cuerpo con hambre desaforada.
No pasaba nadie por allí pero creo que tampoco nos hubiese importado lo contrario.
-
Creo que te estoy jodiendo la vida – susurró con ansia -… y no sabes cómo me
pone…
Como
enrabietado, la cogí a horcajadas y la subí al capó. De inmediato sus piernas me
atraparon por las caderas y nuestras pelvis, aún enfundadas en los vaqueros, comenzaron
a frotarse como si fuesen los maderos que los hombres primitivos usaban para encender
fuego. Y el calor desde luego parecía que nos fuese a hacer arder.
Una
de sus manos, pequeña y sinuosa, se introdujo por mi pantalón y cuando encontró
lo que buscaba, ella gimió de satisfacción, de orgullo por provocar justo lo
que quería provocar.
-
Te juro que nadie me ha puesto así en mi puta vida… - siseó en un breve
descanso de nuestras bocas.
Unas
luces y un chirriar de ruedas lejano nos detuvo, pero aún nos miramos un rato
más en la oscuridad del parking mientras dejábamos que el pulso se recuperase.
Unos
meses antes yo era un tipo tranquilo y un poco solitario. Unas noches después
me introduje completamente en su pesadilla.
La
llamé el sábado por la tarde, por si quería salir. Estaba en casa y no lo pensé
demasiado, decidido a no planear, a no pensar y a dejarme llevar por mis impulsos,
traicionando lo que hasta entonces había sido mi propia forma de ser (o eso
creía yo). Simplemente me apetecía verla y la llamé.
Pero
su voz por teléfono sonó apagada y triste, más de lo normal. Me sorprendió
después de cómo la había visto el jueves noche.
- ¿Qué
te ocurre? – quise saber al notarla tan sombría - ¿Estás bien?
-
Es mi cumpleaños – dijo sin más. Luego añadió, dura -. Pero si dices “felicidades”
te cuelgo ahora mismo.
-
No lo haré – me apuré a aclarar -. Pero me gustaría verte; no tiene que ser de
bares y copas si no te apetece, lo que sea… cenar en un sitio tranquilo o
pasear o…
-
No puedo, Ángel. Hoy no – dijo contundente. Luego pareció relajarse un poco y
añadió, más cercana -. No estoy pasando de ti, en serio… sal y pásalo bien.
Tengo que estar aquí. No preguntes nada, por favor.
-
Joder, ¿te das cuenta de lo injusto que es eso? – dije tratando de no parecer
enfadado.
Y aún embotados por el colosal sonido, entre pitillos y risas, Dani, su chica, un par de los compinches del barrio y yo montamos en los coches con intención de seguir la noche de sábado.
-
No soy la diosa de la justicia… es lo que hay…
Cuando
se ponía así no había nada que hacer.
Por
una vez la casualidad jugó a mi favor. La ciudad fue lo suficientemente pequeña
y la suerte me hizo verla sin que ella me viese a mí. Y por supuesto, la seguí.
Esa
misma noche, sólo unas horas después de esa conversación, Salimos
de la Sala Factoría de ver un concierto de varios grupos, entre ellos mis
adorados Tahúres Zurdos.
Y aún embotados por el colosal sonido, entre pitillos y risas, Dani, su chica, un par de los compinches del barrio y yo montamos en los coches con intención de seguir la noche de sábado.
Como aún era pronto,
alguien propuso tomar algo tranquilos en alguna de las terrazas de Las
Pirámides o del Parque Mediterráneo, que se ambientaban muy animadamente los
fines de semana. Por cambiar un poco la rutina de los mismos bares de siempre,
quedamos en ello y yo seguí al coche del Deivid que era quien guiaba.
La
zona de terrazas junto al Parque del Oeste estaba tal y como habíamos previsto,
llena de gente y supimos que nos iba a costar aparcar. Así que todos bajaron para ir buscando una
mesa salvo los dos conductores que, una vez elegido el lugar, fuimos a la
aventura de encontrar aparcamiento cada uno por un lado para no “pisarnos” los sitios.
Callejeé
por una zona que, aunque no era la primera vez que estaba, no me conocía tan de
memoria como el centro o mi zona de La Victoria, buscando donde dejar el coche. Se
veía que fácil no iba a ser pues muchos conductores incluso habían optado por
la segunda fila o estacionar encima de las aceras, tentando a la diosa fortuna
(y a los municipales). Yo, ferviente estudioso de la Ley de Murphy, siempre me
empecino en aparcar dentro de la legalidad. Ya digo, no por buen ciudadano; es
que cuando me da por no hacerlo, multa al canto. No falla.
Finalmente,
en una especie de plazuela, ensanchamiento de unas calles entre edificios de
una barriada en realidad, vi un sitio en batería y pude aparcar el Ibiza.
Bajé
y encendí un pitillo mientras cerraba el coche. La música y el murmullo risueño
de los bares cercanos, donde me esperaban, llegaban hasta mí pero en la
plazuela, algo oscura, no se veía un alma.
Primero fue el movimiento lo que me hizo mirar al otro lado de las dos filas de coches, a la acera de enfrente que bajo la débil luz de las farolas no dejaba ver gran cosa, pero una sombra sinuosa, un eco de caminar sutil llamó mi atención. Entre la batería de vehículos aparcados la vi caminar a buen ritmo y con paso decidido, hacia mi izquierda. Tras unos segundos de duda, su cabellera que había recogido en una cola era como una señal luminosa.
Primero fue el movimiento lo que me hizo mirar al otro lado de las dos filas de coches, a la acera de enfrente que bajo la débil luz de las farolas no dejaba ver gran cosa, pero una sombra sinuosa, un eco de caminar sutil llamó mi atención. Entre la batería de vehículos aparcados la vi caminar a buen ritmo y con paso decidido, hacia mi izquierda. Tras unos segundos de duda, su cabellera que había recogido en una cola era como una señal luminosa.
“¿Es
ella…?”, pensé observándola. “Es ella”, resolví mientras la veía andar. No
parecía haberme visto y casi estaba levantando la mano y preparando mi voz para
llamarla cuando algo me detuvo. No sé qué fue exactamente, quizás el simple
paso firme que llevaba y lo extraño del lugar, tan alejado del centro, de su casa
o de cualquier sitio por donde solíamos
movernos.
En
definitiva, la curiosidad, implacable y cruel. Droga letal que corría por mis
venas cuando se trataba de ella. “¿Qué estará haciendo por aquí? ¿A dónde irá?”,
pensé mientras bajaba el brazo y me quedaba inmóvil, mientras una parte de mí
no consciente ya había decidido que no quería ser visto. “Dijo que tenía algo
que hacer. No… dijo que tenía que estar en casa”
Y
echando a andar con sigilo, varias decenas de metros por detrás, la empecé a
seguir.
Caminaba por las calles menos iluminadas y solitarias, sin hacer nada más. No llevaba el móvil en las manos ni ninguna otra cosa. Fumaba. Vestía sus vaqueros gastados y una blusa roja vino que dejaba por fuera, con varios botones desabrochados. Yo sentía por dentro la incipiente semilla del remordimiento; no estaba bien lo que estaba haciendo, lo sabía. Pero necesitaba saberlo.
Caminaba por las calles menos iluminadas y solitarias, sin hacer nada más. No llevaba el móvil en las manos ni ninguna otra cosa. Fumaba. Vestía sus vaqueros gastados y una blusa roja vino que dejaba por fuera, con varios botones desabrochados. Yo sentía por dentro la incipiente semilla del remordimiento; no estaba bien lo que estaba haciendo, lo sabía. Pero necesitaba saberlo.
Poco
a poco se fue acercando al Parque del Oeste, poco aconsejable a aquellas
intempestivas horas. Algunas farolas daban algo de luz, otras estaban
estropeadas pero el aspecto general era sombrío y de penumbra. Hermoso y
acogedor a la luz del sol, ahora me parecía amenazante. “¿Qué demonios estará
haciendo?”, no dejaba de pensar mientras procuraba no acercarme demasiado a ella,
no ser detectado. “¿Qué coño hace aquí?”.
Ni
siquiera se quedó por las partes más visibles, los bancos o el césped que
rodean los estanques. Se fue hacia un lateral donde los árboles y setos lo
sumergían todo aún más en lo oscuro. También allí había unos bancos y se sentó
en uno de ellos.
Me
detuve de inmediato, aunque no corrí riesgo de que me viese porque estaba de
lado a mí y se concentró en encender uno de sus pitillos negros, así que sin
hacer movimientos bruscos me desplacé hasta mi derecha donde había una caseta
de ladrillo de forma cúbica; no sé si era un cuarto de contadores o algo parecido.
Unos setos lo envolvía por tres de sus lados, sólo el que daba al pequeño
sendero estaba libre de verdor, así que me fui a la parte de atrás respecto a
esta y desde allí, protegido por la vegetación y las sombras, la observé.
No
hizo nada destacable. Sólo sacó el móvil tras encender el cigarrillo y tecleaba
en él, ajena a todo. Tuve entonces el temor de que me llamase o mandase un
mensaje y el sonido de mi propio móvil me delatase y, aunque finalmente no
ocurrió nada de eso, lo saqué y lo dejé silenciado.
Fui dejando que pasara el tiempo, sin hacer nada más que observarla, mientras en mi teléfono no dejaba de
recibir llamadas y mensajes (que gracias a mi anterior pálpito no sonaban) de
mis amigos preguntando dónde coño me había metido. Les respondí por mensaje de
texto escuetamente y seguí vigilante, observando en las sombras. Espiando, es
la palabra correcta.
Al
menos permaneció allí dos horas. Y yo también. Dos horas con mi cabeza sin
dejar de elucubrar y formular teorías, ninguna convincente. Nos dieron las tres
de la madrugada.
Entonces
apareció alguien más. Una figura llegó caminando por el paseo de la parte por
la que estábamos ambos, por el estrecho sendero que, de no variar el rumbo, le
llevaría a pasar por delante de mi pequeño cubículo y luego junto a su banco, a
mi derecha. Yo me protegí tras la esquina y los setos y no pensé que corría
riesgo de que me viera aunque yo, pese a la penumbra, pude observarle bien. Era
un tipo de edad difícil de adivinar, pero de aspecto peligroso. Yonki como
mínimo. Al pasar por el otro lado del cuartillo, aún a más de diez metros de
María, ya la estaba siseando y diciéndole cosas que no pude distinguir con aire
chulesco y voz agrietada por la noche, el alcohol y vete a saber qué más.
Ella
ni se inmutó. Continuó en su banco con su móvil, fumando y ni levantó la vista
para observarle mientras se acercaba. Ni lo hizo hasta que ya el chusma se paró
frente a ella, abiertamente obsceno e intimidador.
Aún
dudaba de qué hacer, si intervenir o no hacerlo. Lo primero me descubriría ante
ella pero lo segundo me parecía impensable si aquél tipejo finalmente se atrevía
a hacerle algo, como parecía era su intención. Hacía el amago de moverme para
dar el primer paso pero luego me detenía.
Entonces
el tipo, ya envalentonado ante la pasividad de María que seguramente interpretó
erróneamente como miedo, se inclinó sobre ella para asirla por la blusa con brusquedad.
La
patada voladora fue directa a la boca de él, levantando su delgada pero ágil
pierna tanto como los luchadores de taekwondo. El tipo cayó hacia atrás y ella, tras levantarse,
lo cosió a patadas, sin contemplaciones. El yonki se echaba las manos a la boca
y apenas podía ni gritar, sólo gemir de dolor, mientras ella lo machacaba
brutalmente. No decía nada, no mostraba ira o furia.
Cuando
acabó con él y ya apenas se movía se agachó y comenzó a registrarlo, palpando
en sus bolsillos, del pantalón y de la cazadora de cuero barata que llevaba el
hombre. “Pero… ¿qué coño hace?”, pensé absolutamente turbado y descompuesto.
También me pareció que, por primera vez, se dirigía al tipo. Le preguntaba en
tono autoritario y descarnado algo.
-
¿Dónde está… dónde lo tienes? – me pareció oírla decir con su voz agria y
corrosiva.
No
pareció encontrar lo que buscaba y echó a andar por el sendero, en dirección a
mí, sin preocuparse ni una micra por el sujeto, que continuó en el suelo
gimiendo, tosiendo y retorciéndose de dolor. Iba intentando recomponer su blusa
pues el tipo en el agarrón del principio parecía haberle roto varios botones, y
prácticamente la llevaba abierta hasta el ombligo. Cuando asomó por el otro
lado de la caseta supe que sólo tenía unos segundos para llamar su atención o
dejarla ir, permaneciendo anónima mi presencia.
No
lo pensé demasiado, la verdad.
-
¡María! – dije asomándome.
Ella
se detuvo y se giró bruscamente, tornando su expresión entre el asombro y la
indignación. Miró a ambos lados, a su alrededor, como comprobando que yo
estuviese solo mientras me acercaba a ella.
- ¡Qué
coño haces aquí! – escupió con rabia fusilándome con la mirada. Volvió a mirar
a todos lados, como entendiendo, y añadió - ¡¿Me has seguido, cacho de mierda?!
-
María – dije yo intentando mantener la calma aunque el corazón me latía a mil
por hora -, ¿qué puta locura es esta?
Ella
juntó como pudo las dos partes de su blusa agarrándola con una mano, pues sus
pechos casi estaban al aire y sólo dijo:
-
Te has pasado, Ángel. Te has pasado un huevo. No vuelvas a acercarte a mí.
Desaparece de una puta vez.
Y echó
a andar ahora a paso más ligero. Empecé a caminar tras ella y volví a llamarla
pero se giró de nuevo y volvió a
echarme, ya casi a gritos:
-
¡Que te pires de una puta vez, hostias! – vomitó con odio - ¡No quiero volver a
saber nada de ti!
Tenía
tanto fuego en la mirada y tanta rabia en su expresión que, por primera vez
desde la conocí, me dio miedo. Un miedo real, físico. De modo que esta vez no
hice nada cuando volvió a girarse y a echar a andar a paso ligero.
Mientras
la veía alejarse, paralizado por la sorpresa de todo lo que había ocurrido y
sobre todo por esa última sensación, el haberle tenido miedo, llegaron hasta mí
los balbuceos y gemidos del macarra, que seguía en el suelo.
Caminé hacia él y conforme me acercaba distinguía mejor sus palabras:
- …
no llevo nada… de verdad… no tengo… no me pegues más… - decía sollozando.
-
Eh, tío, ¿estás bien? – dije agachándome y sacando mi móvil – Voy a llamar a
una ambulancia, ¿vale?
Sangraba
abundantemente por la boca donde podía apreciarse su labio inferior
completamente reventado. Un ojo también se le había inyectado en sangre y
seguramente en minutos tendría toda la zona amoratada. Lo había machacado a
base de bien.
- …
no llevo, lo juro – seguía diciendo. Y comprendí que no me respondía a mí.
Respondía aún a lo que le preguntaba María mientras lo cosía a patadas.
-
¿El qué? – no pude evitar preguntarle, ardiéndome la cabeza - ¿Qué te preguntaba
si tenías?
- …
navaja… o estilete… no llevo… lo juro… - dijo.
Y
algo hizo “click” en mi cabeza.
(continuará)
Maldita sea. Iba atrasado con mi lectura y me has encendido de nuevo. Voy a por el siguiente.
ResponderEliminar¡Ya queda poco! Espero que te guste el big bang final
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