Todo
yo era un océano de dudas los días posteriores. La cabeza me hervía con ideas y
suposiciones que me hacían estar ausente de todo, anquilosado, febril. Sin
saber qué hacer, cómo actuar. Con quién hablar.
Creo
que devoré con ansia insaciable todos los periódicos habidos y por haber de los
últimos meses. Acudí a bibliotecas, hemerotecas, tiré de conocidos que
trabajaban en algunos diarios locales como La Opinión de Málaga… absorbiendo
todo lo que se había publicado sobre el violador del estilete. No podía
imaginar por qué María lo buscaba, lo acechaba… pero algo me decía que era muy
capaz de encontrarlo antes que la policía.
Todas
las piezas encajaron; resultaba evidente que se estaba usando a sí misma como
cebo, recorriendo los lugares que (pude comprobar indagando en toda esa información)
parecían ser los favoritos para actuar del depredador, o bien que eran
similares, de iguales características, y en los que aún no había atacado.
La
cuestión era: si yo estaba al tanto de sus planes, ¿lo estaría alguien más?
Una
cazadora acechando a un depredador. Una idea poderosa. Y terrorífica.
Tardé
muchos días en atreverme a llamarla pero al final lo hice tratando de encontrar
una válvula de escape para que no me estallase la cabeza. Por supuesto no
contestó. Tampoco respondió a la catarata de mensajes de texto desesperados
unos, furibundos otros e incluso amenazantes los menos.
Daba
vueltas por mi apartamento, ya caluroso en pleno verano como un animal
enjaulado, cambiando de estrategia cada vez que parpadeaba: olvidarme de ella y
de todo. Ir a su encuentro. Todas las ideas parecían igual de malas y
peligrosas.
Finalmente
acudí, a la desesperada, a la tercera opción. Siendo consciente de lo que ello
podía suponer, como así acabó ocurriendo.
-
Hola, Ángel, ¿cómo estás? – me dijo Cristina, la psicóloga, al unirme a ella en
la barra. Enseguida añadió, algo nerviosa, visiblemente incómoda – No dispongo
de mucho tiempo, en un rato llegará la gente con la que estoy citada.
Habíamos
quedado en pub de copas de Los Guindos, cuyo nombre no recuerdo ahora. Y como
aún era temprano, no más de las nueve de la noche pues ella, como me había
advertido por teléfono, había quedado para cenar después, aún había poca gente
en el elegante local. Fumaba nerviosamente sus Winston y bebía algo de una
copa. No le pregunté qué era y cuando se me acercó la chica que atendía la
barra le pedí una cerveza.
- ¿Sabes
que ha dejado de venir a la consulta? – me dijo a continuación, sin mirarme. Me
pareció detectar un tono de derrota, de fracaso y decepción en su voz – No me dio
ninguna explicación y no sé qué le habrá contado a su padre, pero… bueno, él me
ha dicho que ya no lo ve necesario, desoyendo todos mis consejos profesionales.
Curioso cambio de criterio. Y repentino… la gente con dinero no tiene ni puta
idea de nada.
Ella
no se fijó, sin dejar de mirar su copa, pero arqueé las cejas mientras probaba
mi cerveza. Se la veía realmente jodida.
-
A saber qué le ha contado – dije yo refiriéndome al padre de María – o cómo le
ha presionado. Tengo la impresión de que ese tipo daría dinero por perderla de
vista para siempre.
-
Daría dinero por perderse él para siempre. Atrapado por una familia que
detesta. Siempre ha sido un extraño para ella. María nunca ha tenido un
referente paterno, un guía. Es emocionalmente autodidacta y eso puede ser
peligroso como ni te imaginas.
- Bueno,
su referente era F, ¿no?
Ella
dio una calada y me observó entre desafiante, triste y arrogante. Como diciendo
“tú qué sabrás”. Luego negó con la cabeza.
-
Sólo en la imaginación de María – dijo después -. Las cosas que ella contaba y
lo que me contaban su padre e incluso su madre, las pocas veces que he podido
hablar con ella, diferían mucho.
-
No me ha hablado mucho de él en realidad – admití -. Solamente dejó claro que
era muy importante para ella.
-
Más que ella para él – replicó Cristina, implacable -. María es una fabuladora
patológica. A partir de personas reales construye sus propios personajes, sus
propios dioses. Cuando era una niña pequeña lo hizo con su padre, cuando era
adolescente lo hizo con F… y ahora lo ha hecho contigo.
-
¿Qué decía de mí? – no pude evitar preguntar.
-
Secreto médico-paciente… código deontológico… ¿recuerdas? – sonreí.
- Touché – dije -. Pero no habrías aceptado
esta copa si no estuvieses dispuesta a hablar de ella. Me dijiste que acudiese
a ti cuando estuviese entre la espada y la pared. Lo estoy.
-
Dios mío… - dejó caer ella a la vez que exhalaba el humo de su pitillo y se frotaba
los ojos con los dedos de su mano -, ¿qué ha hecho esta vez?
Le
conté mis elucubraciones y pesquisas sobre las incursiones nocturnas de María y
el violador del estilete. Ella volvió a resoplar y me miró muy seria.
-
Deberías ir a la policía – dijo y entonces fui yo el que resopló.
-
Con qué; no tengo nada. Sólo pajas mentales basadas en lo bien que la conozco –
expuse algo irascible, nervioso en realidad -. Pero a cualquiera que le hablara
de esto, y que no la conozca tan bien como tú y yo, pensaría que estoy contando
una película de terror después de haberme puesto hasta arriba de porros. Y lo
sabes.
-
Entonces, ¿Qué piensas hacer? - dijo en
apariencia un poco hastiada - ¿Y qué necesitas de mí? Ya no la trato, no puedo
implicarme más. Te dije que ayudaría, que te aconsejaría… y mi consejo es que
vayas a la policía.
Me
perdí en mis propias dudas dando otro trago. Luego divagué en voz alta, más que
dirigirme a Cristina.
-
Quizá debería intentar hablar con ella otra vez. Puede que aún consiga hacerla
entrar en razón.
- En
realidad tampoco me sorprende tanto – dijo ella -. Era el tipo de juegos
macabros que F y ella solían idear para sentirse especiales y malvados, para
ser los dos niños rebeldes y diabólicos que intentaban siempre proyectar… y para
no verse a sí mismos como los dos pijos malcriados que en realidad eran.
La
escuché con atención pero, como solía hacer, me quedé sólo con las partes que
me parecían esenciales para mis propias inquietudes y miedos.
-
Puede que no diese a F la importancia que tenía para ella, lo que pudo influir
en su forma de ser hasta que murió en el accidente.
Cuando
levanté la vista, ella me miraba por primera vez desde que me había sentado a
la barra con verdadero interés. Como si yo hubiese dicho algo realmente
importante, aunque con mi mirada de curiosidad le di a entender que no
adivinaba cual podía ser el foco de su atención. No me hizo falta preguntar
porque habló ella:
-
¿Te dijo que F murió en el accidente?
Y
un cataclismo recorrió la ciudad.
Aún
no había reaccionado a lo que acababa de preguntar Cristina cuando un mensaje
de texto anunció su llegada a mi teléfono móvil. Le eché un vistazo rápido. Era
de Lola. Decía: “Por favor, a ver si puedes llamarme o vernos. Me he encontrado
con María y ha sido muy desagradable. No quiero a esa loca cerca de mí. Haz
algo”.
-
Tengo poco tiempo – le dije a Cristina volviendo a guardar el móvil -. Aclárame
una cosa…
En
las últimas semanas apenas me había cruzado con Lola más que un par de veces,
solo algunos mensajes y llamadas. No habíamos hablado de nada trascendental y
ella no había hecho preguntas; parecía no necesitarlo para saber lo que había.
Por eso el mensaje de texto me turbó tanto. En unas pocas palabras expresaba un
alto contenido de mal rollo.
Nada
más salir del local donde me había visto con Cristina, ahora ya la ex psicóloga
de María, la llamé. Estaba en un bar del centro con sus amigas y le dije que
iba para allá inmediatamente.
-
Cuando estés en la puerta – me dijo por el teléfono mientras yo caminaba hacia
donde estaba estacionado mi coche – me llamas y yo salgo, quiero que hablemos a
solas.
-
De acuerdo – dije sin preguntar más.
Sonaba demasiado tajante para otra cosa.
Aun
profundamente turbado por lo último que me había contado Cristina, por lo que
había descubierto, conduje en un estado febril, nervioso y acelerado hacia el
centro.
Al
mismo tiempo que muchas de las preguntas que me habían estado rondando por la
cabeza en los últimos meses encajaban, a la vez que todas las piezas parecían
encajar, me sentía más perdido, más descolocado, más inseguro y más asustado
que nunca. Engullía mi propio miedo a la vez que el humo de los cigarrillos
mientras conducía, con las ideas rebotando por el interior de mi cerebro como
balas perdidas en una pequeña habitación con las paredes forradas de acero,
unas contra otras chocando, rompiéndose unas contra otras en mil fragmentos
hirientes.
Por
una parte deseaba acabar con aquello y por otra, no quería acabar hasta
descubrír toda la verdad. Por qué me importaba tanto, por qué sentía esa
necesidad, esa adicción se puede decir, a descubrir todo lo que envolvía a
María y su mundo, es algo para lo que no tenía respuesta entonces.
Intento
hallarla ahora, con estas hojas.
Una
media hora después estaba apoyado en una pared de calle Beatas frente a la
puerta del “Treinta y tantos” donde gente más joven se agolpaba entre risas.
Lola salió de él y tras otear un poco la calle me vio, acercándose con cara de
pocos amigos.
-
Gracias por venir – empezó diciendo al ponerse frente a mí en la calle -.
Tampoco hacía falta, sólo quería contarte lo que ha pasado.
-
No importa, ya estaba en la calle y de todas formas iba a venir al centro, he
quedado con los de siempre – quise aclararle a la vez que le daba tiempo para
ordenar sus ideas antes de hablar; aún parecía nerviosa -. Bueno, ¿qué es lo
que ha sucedido?
-
¿Me das uno? – dijo señalando con la mirada el cigarro que yo sostenía. Como la
otra vez, parecía que sólo fumaba cuando andaba inmersa en una crisis. Se lo
di, se lo encendí y entonces empezó a hablar, tras la primera calada – Mira… sabes
que no me he querido meter más entre vosotros, entre lo que os traéis entre
manos, sea lo que sea – ya me disponía a decir algo a modo de aclaración pero
me cortó en seco -, ¡no, déjame hablar! Te lo digo de verdad, no es una pose
para ir de digna; no quiero saber nada, es cosa vuestra… pero a mí esa tía que
no se me acerque más en el plan que se me ha acercado esta noche, hablo muy en
serio.
-
Sé que hablas en serio y que no es una pose – dije impaciente -, ¿pero puedes
contarme exactamente qué es lo que ha ocurrido?
-
Pues estaba en “La Garrafa”, que es donde había quedado con las chicas y ya
estaba con varias de ellas… eso sería a las nueve y media o así… - fue
contándolo todo, poco a poco, menos atropelladamente -… bueno, pues estaba
allí. La vi de pura casualidad, estaba lleno de gente. No estaba cerca pero nos
miramos un par de veces. Yo no hice nada, estaba demasiado lejos como para
saludarla, cosa que tampoco me apetecía, la verdad sea dicha. El caso es que se
puede decir que me olvidé de ella, seguí de risas con mis amigas un buen rato
hasta que me tocó en el hombro. Entonces sí, para disimular le sonreí, toda
amable, y le dije “hola, María, cuánto tiempo” y demás… nada más verla de cerca
me di cuenta de que no estaba bien; iba hasta las cejas de algo, no sé de qué
porque no sé qué se mete. Pero a lo que fuera le había dado a gusto. Alcohol
no, otra cosa… ¿se droga, Ángel?
-
No – respondí raudo -. Al menos estando conmigo nunca lo ha hecho. Beber, bebe
como un cowboy; pero nada más.
-
Vale, pues esta noche se ha puesto a base de bien, te lo aseguro – insistió
Lola, dando caladas nerviosas al pitillo -. Tenía la mirada perdida, la cara
desencajada… daba miedo, de verdad.
-
¿Y qué ha pasado, qué te ha dicho? – quise saber, impaciente.
-
No… no recuerdo las palabras exactas… - balbuceaba Lola, muy nerviosa -… empezó
como a burlarse de mí, me dijo que tuviese cuidado contigo, que eras peligroso
pero no tanto como ella… majaderías… entonces lo tomé como una señal de que,
justamente, estaba ida, borracha o drogada y le dije algo así, intentando pasar
de ella. “Mira, no sabes lo que dices”, creo que le dije más o menos, “estás
borracha”. E hice el ademán de darme la vuelta. Entonces me agarró para
obligarme a darme la vuelta y me dijo algo parecido a “¡Tú no sabes en dónde
coño te estás metiendo!” o algo así. Pero muy brusca, Ángel, me hizo daño… me
dio miedo…
-
Está bien – dije teniendo suficiente información -, ¿sabes dónde está?
-
No, ni quiero saberlo – contestó rotunda -. Mis amigas enseguida la rodearon
increpándola y creo que no quiso más jaleo y se fue… ¿qué coño le pasa? ¿Y qué
coño te pasa a ti? ¡Te lo advertí, Ángel; todo el mundo te lo advirtió!
-
¡Está bien! ¡Vale! – no quería hacerlo pero acabé levantando la voz.
-
¿También me vas a gritar tú? ¡Joder!
-
No, lo siento… - resoplé pasándome las manos por la cara, intentando pensar con
mi ya de por sí embotada cabeza -… mira, intento solucionarlo, ¿entiendes?
Siento lo que ha pasado y de verdad que no quería que pasaras un mal trago así.
Hablaré con ella. Por eso quiero saber dónde está.
Lola
asentía mirando al suelo, aparentemente más calmada. Al levantar la vista pude
ver ansiedad en sus ojos, pero también preocupación por mí.
-
Está bien, perdona… estoy muy nerviosa aún – dijo más conciliadora -. Y te
agradezco que hayas venido volando… no sé a dónde fue. Solo puedo decirte que
fue hará… - miró su reloj de pulsera -… menos de una hora. Tú conocerás mejor
que yo los garitos por los que se mueve… por los que os movéis. Quizá aún esté
en el centro.
-
De acuerdo, voy a buscarla – la miré a los ojos y traté de sacar todo el aplomo
y la sinceridad que me quedaban, porque era sincero -. Lo siento de veras; haré
lo imposible porque no vuelva a pasar… tiene problemas.
-
Me importan una mierda sus problemas - replicó con seguridad pero sin ira.
Luego sonó incluso dulce -, pero tú sí me importas. Y me preocupas.
- Vale.
Te lo agradezco de verdad y… no sé, ¿puedo hacer algo más por ti antes de irme?
– dije y sin querer le acaricié la mejilla. Ella casi sonrió al decir:
-
Bueno, un abrazo estaría bien… si es que no pone en riesgo mi vida.
Nos
dimos el abrazo y mientras permanecíamos así, abrazados en aquella estrecha
calle llena de gente ruidosa con sus risas y sus vasos en las manos y el aire
inundado de música que escapaba de los bares, seguí temiendo por ella. Por las
dos.
Pregunté
en cada bar en que nos conocían y a cada cara familiar que me encontré. En el
“Filo”, en el “Ye-yé”, en el “ZZ Pub”, en el “Sin Perdón”… Al mismo tiempo no
paraba de llamarla y de mandarle mensajes de texto al móvil, pero nada, sin
ninguna respuesta.
Algunos
amigos y algún barman me dijeron que la acababan de ver. Nadie entraba en
demasiados detalles pero en sus caras podía adivinar que a todos les había dado
la impresión de que andaba desbocada, siniestra, extraña. Más de lo habitual.
Todos me confirmaron que iba sola, bebiendo mucho y completamente aislada del
resto. En ningún caso nadie me dijo nada tranquilizador, ni tampoco nada que me
ayudase a encontrarla. Me parecía ir un paso, una barra por detrás de ella.
Estaba cerca, casi ya, a punto de… pèro seguía sin alcanzarla.
Como
un parásito que iba creciendo dentro de mí, no podía dejar de pensar en sus
últimos movimientos, en aquél yonki de Parque del Oeste. En lo que había leído
en los periódicos. Traté de repasar mentalmente las zonas donde había actuado
el violador del estilete. Sabía que se me escapa algo, que me faltaba una pieza
por encajar en aquel endemoniado rompecabezas, con sus piezas afiladas como
cuchillas de afeitar.
Por
casualidad la última pieza llegó a su lugar casi cuando estaba a punto de
rendirme. Unos amigos a los que me encontré fumando en la puerta del “Village
Green” la habían visto. Yo les pregunté si estaba en el bar o había entrado
pero me dijeron que no. Solo pasó por la acera y ellos la pararon para,
justamente, preguntarle por mí. Pero que ella, con muchas prisas, había
doblado la esquina y comenzado a ascender la empinada calle Dos Aceras. Les dijo, casi sin
pararse que iba a buscar su moto en Puerto Parejo, donde estaba la zona
universitaria y el parque de la facultad de Peritos, donde muchos fines de semana
los jóvenes hacían botellón. Era una zona ideal para ello pues al parque sólo
lo rodean las facultades y el instituto de bachillerato, de forma que en un fin
de semana por la noche no hay vecinos que se molesten por los ruidos.
Rápidamente
algo me olió mal. Para empezar no tenía sentido aparcar la moto tan lejos. Al
contrario que los coches, era fácil dejarla en pleno centro en mil sitios. No
había terminado de pensarlo cuando continué siguiendo su rastro, Dos Aceras
arriba.
El
recuerdo visual del momento fue apareciendo poco a poco en mi memoria,
abriéndose paso entre los demás, que se agitaban y estallaban entremezclados
como las palomitas de maíz en la sartén. Entre los lugares donde había atacado
el violador del estilete estaba la zona entre la Lagunillas, Puerto Parejo y El
Ejido. Viva y bulliciosa de día, sobre todo la zona estudiantil, pero oscura y
solitaria de madrugada.
La
disposición de los lugares de sus ataques no parecía seguir un patrón o una
ruta. Había actuado dos veces en uno antes de hacerlo en otro, en otros tres…
no parecía tener una lógica. La policía no soltaba prenda sobre nada que
pudiese poner en alerta al criminal como es lógico, pero la mayoría de gente
con la que lo había consultado en los últimos días de investigación, amigos
periodistas que seguían el caso, más o menos, parecían estar convencido de que
no había patrón.
¿Y
si María había conseguido lo que no habían conseguido ellos? ¿Y si había
encontrado el patrón? “Vamos, no la endioses aún más… ¡no puede ser! Sólo está
yendo a los lugares que mencionan los periódicos, nada más”, pensaba subiendo
la empinada calle.
Al
terminar de subir estaban las amplias escaleras que llevaban a la calle San
Millán, luego la explanada rodeada por una curva y luego ya el parque de Peritos.
No
había subido ni un tercio de las eternas escaleras cuando empecé a notar el
ruido, el murmullo que se forma cuando mucha gente intenta estar en silencio,
sin conseguirlo. Vi las luces rojas y azules de coches de policías y
ambulancias… y el corazón empezó a desbocarse dentro de mi pecho mientras subía
el resto de las escaleras de ladrillo y hormigón aún más deprisa.
Todo
el lateral del parque, al otro lado del instituto y sobre la Casa Hermandad que
hay bajo él, estaba atestado de personas, curiosos y mirones la mayoría, algún
periodista quizá pues intentaban hacer fotos por encima del cordón policial que
habían dispuesto a ambos extremos de la callecita lateral.
Intenté
acercarme cuanto pude, casi hasta el cordón pero es donde más gente se agolpaba.
Tras él pude varios coches patrulla, la ambulancia y varios policías y médicos,
enfermeros o lo que fuese.
Y también
pude ver la sábana dorada que cubría un cuerpo.
Mi
respiración se agitaba cada vez más, estaba pálido y sudoroso y se me nublaba
la vista cuanto más intentaba enfocarla hacia el cuerpo. Hacia el cadáver. Todo
se estaba volviendo irreal, como si mirara una película antigua desde el otro
lado de la pantalla. Como si mirara a la superficie sumergido en el agua.
“…no
se sabe…”
“…parece
que fue hace un rato… no, no había nadie…”
“…no
se sabe quién es…”
“…apareció
ahí… nadie oyó nada…”
Decían
las voces a mi alrededor. Y yo no podía apartar la mirada, esperando poder ver
algo debajo del brillo dorado. Su bota. Su pequeña mano quemada. O la otra, con
las pulseras y los anillos.
Entonces
uno de los médicos pasó ante mí mientras se dirigía a la ambulancia. Y hablaba
por un radiotransmisor:
- …sí,
varón de raza blanca… unos cuarenta años… múltiples heridas de arma blanca en
tórax y abdomen…
Casi
automáticamente saqué mi teléfono móvil. Tembloroso, fui sintiendo como una
descarga eléctrica se derramaba por mis venas, el alivio. Pero al mismo tiempo
notaba cómo mi piel ardía. El miedo. El pensar “no puede haberlo hecho”.
Mis
dedos se movieron torpemente por el teclado pero aun así conseguí escribir:
“Voy a tu casa, ahora. No me iré sin que hablemos”. Y lo envié.
Me
retiré de la muchedumbre alejándome de la cinta policial sin dejar de mirar la
pantalla del teléfono, hasta llegar al otro lado de la calle, pegando la
espalda al edificio pues me temblaban las rodillas. Encendí un cigarrillo
siempre con los ojos puestos en el teléfono.
Pasaron
varios minutos, que me parecieron eternos, como no podía ser de otro modo dada
la situación, hasta que me decidí a escribir algo más. Tiraba de intuición. Un
farol si quieren llamarlo así. Una apuesta:
“Sé
lo que has hecho. Voy para allá”. Lo envié.
Esta
vez sólo pasó un minuto o dos hasta que ella contestó con otro mensaje:
“Ni
te atrevas”.
Tiré
la colilla y fui a paso ligero en busca de mi coche.
Aunque
ya hasta las noches eran calurosas, esa no lo era. El cielo se había encapotado
y la luz de la luna llena se filtraba de forma errática y extraña entre ellas.
Al acercarme al paseo marítimo, a la playa, una extraña neblina lo cubrió todo.
El ambiente se cubrió de una espectral e insana bruma que parecía atraparme
hacia su interior, hacia la casa.
Conduje
a través de las arboledas de los Baños del Carmen y comencé el ascenso hacia la
zona alta del Cerrado. La bruma pareció quedarse abajo, al parecer procedente
del mar, pero la luz seguía siendo acorde a mi estado de ánimo y mental.
Disperso, tensionado y eléctrico. Bizarro, surrealista. Aterrador.
Todo
se estaba convirtiendo en una jodida película de terror.
Aparqué
frente a la casa, que se erguía entre la oscuridad de la noche con una sola
ventana, del piso superior, encendida. Los setos que rodeaban la mansión puede
que durante el día fueran hermosos pero ahora se me antojaban negros muros que
más que proteger a los del interior del exterior, nos protegía a nosotros, a
mí, de lo que se ocultaba dentro, en la guarida.
Algo
dentro de mí no dejaba de gritar “¡Huye, olvídate ya de todo y huye!”. De nuevo
la voz de la razón, o simplemente el instinto de supervivencia, que me
avisaban, que velaban por mí intentando salvarme de la locura en que se había
convertido todo.
Hablamos
de una vida humana, joder. Lo dije al principio, ¿recuerdan? Es algo que no me
quito de la cabeza. Que no se ha marchado desde el último y recóndito cajón de
mi cabeza desde entonces. Creo que ya siempre me acompañará, siempre estará
conmigo como una marca, como una cicatriz, como un miembro amputado. Dicen que
aunque te corten una mano, o una pierna, a veces sientes cómo te pica ese
miembro que ya no está. Conozco la sensación.
Había
un pequeño porterillo electrónico junto a la puerta de la verja principal, opaca
y de metal verde que no dejaba ver su interior aunque allí no hubiese setos. No
lo pensé demasiado, temía echarme atrás y hacer caso a la razón.
La
razón no iba a resolver aquello. Llamé al timbre y esperé.
No
tardó demasiado en realidad, quizá medio minuto, no hizo falta llamar una
segunda vez. Su voz sonó por el aparato distorsionada por el filtro eléctrico
pero aun así rotunda e hiriente, despedía fuego y agujas de cristal que se
clavaban en mí:
-
Qué coño quieres – escupió para empezar -. Te dije que no vinieras, ¡lárgate!
-
Y yo te dije que tengo que hablar contigo – intenté parecer firme; no sé si lo
conseguía -. Será la última vez si es lo que quieres, pero tenemos que hablar.
-
¿Tenemos? Yo no tengo que hacer una puta
mierda, Ángel – me pareció que al llamarme por mi nombre su ira de desvanecía
un poco -. Y tampoco tengo nada que decirte.
-
Yo creo que sí… - solté la primera bomba, a ver hasta donde llegaba el radio de
acción -. He estado hablando con Cristina. Tu psicóloga. Me mentiste.
Un
par de segundos de silencio, que parecieron muy largos, se volvió a escuchar su
voz:
-
Serás hijo de puta…
Y
con un zumbido electrónico la puerta se abrió un par de centímetros. La empujé
pesadamente y accedí al interior.
El
jardín era amplio y lleno de setos y árboles, con una fuente redonda con
figuras que no podía distinguir a mi derecha. Todo estaba demasiado oscuro y la
débil luz de la ventana del piso superior no servía para ver demasiado. La
puerta se cerró tras de mí, caminé sólo unos cuantos pasos y entonces una
enorme bestia surgida del infierno salió a mi encuentro.
Llegó
desde los setos que estaban pegados a un lateral de la casa, a mi derecha. Con
la oscuridad en principio sólo pude ver una sombra que se movía como petróleo
sobre el agua, deslizante y abarcando cada vez más campo visual, agrandándose
en mis retinas. Un leve estertor salía de su interior, no llegaba a gruñido,
pero igual de amenazante. Sus pasos sonaban en el césped como el paso de los
elefantes por la selva. Y cuando llegó hasta mí la débil luz de la ventana y la
semi claridad de la luna sobre el manto de nubes me permitió verlo un poco
mejor, mientras yo me quedaba paralizado.
Era
el animal más impresionante que he visto nunca. Su cabeza, que estando a cuatro
patas ya llegaba de sobra a mi pecho, era más voluminosa que la mía. De patas
poderosas y espalda recta, pelaje oscuro y cara de pocos amigos, inyectaba su
fiereza a través de sus ojos rojizos. Parecía un mastín pero debía estar
cruzado con otra raza; quizá un Tiranosaurio Rex.
Se
quedó mirándome con ese medio gruñido, alerta pero calmado (yo no era una
amenaza para él, estaba claro) mientras yo sólo pensaba en cuánto tiempo podría
emplear esa bestia en despedazarme. ¿Tres minutos?, ¿dos?
Gruñó
con un poco más de fiereza y acercó más su hocico en busca de mi cara, como
para olerme. Yo seguía irremediablemente inmóvil, paralizado por el miedo,
cuando una voz llegó desde detrás de él, desde la casa:
-
¡Tron, out!
El perro (ahora volvía a parecer un perro)
cambió su semblante justo antes de echar un vistazo atrás, volviéndose de
repente manso y asustadizo.
La
silueta de María se recortaba en el umbral de la puerta, dibujada por la tenue
luz de la casa que salía del interior. Volvió a dirigirse al animal, sin llegar
a gritar pero muy enérgica:
-
¡Tron, out, vamos!
Y
entonces ya el perro, asustado y rendido, se dio la vuelta tan lento y
parsimonioso como había llegado y fue alejándose de nuevo hacia los setos de la
derecha, mezclándose con la oscuridad.
Probé
a ver si podía moverme y aún con las rodillas temblándome y el corazón
acelerado, sudoroso, caminé hacia la entrada, donde María me esperaba, sin
moverse, en el umbral.
Estaba
en vaqueros y camiseta sin mangas, como de costumbre. Me miraba desde arriba, elevada
por los dos o tres escalones de la entrada, llena de rabia.
Su voz sonó
hiriente como si cada palabra fueran puñaladas:
-
No podías dejarlo estar, ¿verdad? – dijo – Tenías que hurgar por debajo de toda
la mierda después de estar meses y meses advirtiéndote que no lo hicieras.
-
No, no podía dejarlo – contesté. Sacando voz de donde no había -. No podía
dejarte hacer lo que has hecho…
-
¿Y qué crees que he hecho? ¿Qué crees que sabes? – sonrió. Una sonrisa nada
dulce ni amable – No sabes una mierda.
- Sé
que F no murió en el accidente, para empezar…
Ella
por primera vez dejó la rabia a un lado, un poco, y me miró con interés, con
curiosidad, casi con un leve rastro de admiración. Luego se movió apartándose
un poco, como para dejarme pasar al interior de la casa.
-
Pues pasa entonces, te lo presentaré – dijo. Y entré.
Casi
todo el enorme y regio vestíbulo estaba en penumbra. Sólo algunos apliques de
las paredes estaban encendidos pero no la gran lámpara de araña que nos
observaba con su aplastante presencia desde el techo. El ambiente era denso y
recargado, de casa antigua con cierto abolengo. Casi todo el mobiliario era de
madera oscura y aunque todos sus elementos parecían a todas luces elegantes y
caros, la casa me pareció tétrica y fantasmal. No podía ser de otra forma.
María
cerró la puerta una vez estuve dentro y luego pasó a mi lado, lentamente.
-
Todo esto es lo que me temía desde que nos conocimos – empezó a decir a mi lado
-, que tu curiosidad te trajese hasta aquí. He intentado protegerte…
-
¿Protegerme a mí? ¡Protegerme de qué! Eres tú la que debe protegerse de sí
misma y dejar esta locura ya.
-
No sabes de qué hablas… - seguía diciendo. Echó a andar hacia las enormes y
barrocas escaleras -… sube, ¿no quieres conocerle?
-
Déjate de estupideces… - empecé a decir. Ella se giró y se encaró, su rostro
muy cerca del mío.
-
¡No, ahora que has venido ya lo vas a descubrir todo! – dijo iracunda – Te dije
que si llegabas a descubrir lo que hay dentro de mí acabarías sintiendo miedo y
asco…
-
Deja de montarte la película de la esquizofrénica y el lado salvaje, ya no
engañas a nadie, María – contrataqué.
-
¿En serio? Pues sube conmigo entonces…- y empezó a subir las escaleras.
No
hablamos más hasta que abrió la primera puerta, tras subir a la primera planta
y recorrer una especie de espacio abierto desde el que partían dos pasillos.
Antes de girar el pomo, me miró estudiando mi gesto, mi ánimo.
Lo
primero que vi fue la cama. Una cama de hospital, con sus barreras de metal, el
soporte para los goteros en el cabecero y varias repisas junto a ella con
diversos aparatos, todos desconectados. Un monitor, una botella de oxígeno…
Salvo
eso el resto de la habitación era prácticamente normal, como la de cualquier
chico joven pero eso sí, llamaban la atención la gran cantidad de libros
dispuestos y apilados por todas partes.
-
F sufrió múltiples traumatismos: craneoencefálico, de columna… sus piernas
prácticamente se hicieron puré así como la mayoría de los huesos de su cabeza.
Ni siquiera podía respirar por sí mismo y los dolores eran insoportables. Ya
ves, que se rompiera mi cinturón de seguridad y el suyo no marcó la diferencia.
Para que te fíes de las campañas de la DGT… su rostro estaba completamente
deformado. Todo en él se redujo a un amasijo informe de carne inservible. Pero
no su cabeza. Su mente seguía intacta.
-
¿Y qué ocurrió entonces? – pregunté, aunque lo iba intuyendo.
-
No es que cambiaran las cosas entre nosotros – siguió explicando sin mirarme,
sólo miraba a la habitación -. No mucho en realidad. Desde siempre, desde
niños, comprendimos que sólo nos teníamos el uno al otro, que sólo nuestras
mentes, en todo el mundo, tenían una similar; la del otro. Nunca pretendimos
ser comprendidos ni buscamos aprobación. El bien, el mal… son conceptos de
mierda, convencionalismos sociales, nos los pasábamos por el forro.
Experimentábamos con los demás y también lo hacíamos entre nosotros. A nuestro
padre le dábamos auténtico asco. Nuestra madre enloqueció aún más creyendo que
éramos dos demonios que le habían sido enviados por castigo. Pero ninguno se
atrevía a hacernos frente, nadie se atrevía. Nadie era más fuerte que nosotros
porque nadie tenía menos miedo que nosotros. A nada.
-
Experimentos… - repetí mientras trataba de procesarlo todo.
Ella
sí me miró entonces, sonriente y seductora:
-
¿Quieres detalles? – no dije nada. María continuó apretándome las tuercas -
¿quieres que te cuente algunos de nuestros juegos? Con chicas, con chicos… las
cosas sucias que hacía para que las disfrutara él. La gente a la que hacíamos
daño para excitarnos… realmente te pone saber lo jodida que estoy de la cabeza,
¿verdad?
Resoplé,
asqueado y asustado. Aun así pude preguntar:
-
¿Y tras el accidente? Supongo que, dado que su mente quedó intacta… fue a peor.
-
A peor… o a mejor, según se mire… - dijo y casi dejó escapar una risita -… pero
sí, sé a lo que te refieres. Empezamos a idear planes para ir un paso más allá.
Más lejos aún. Si algo nos daba miedo, si algo nos parecía demasiado fuerte,
había que hacerlo… sin remisión, sin perder un minuto. Éramos adictos. Soy una
jodida yonki del caos, ¿no lo entiendes?
-
Pero murió – dije al fin.
-
Sí, murió hace un año… - su semblante no varió -… pero sólo en apariencia, solo
su cuerpo. Su mente sigue hablándome a cada momento, guiándome – se giró y
quedó frente a mí, muy cerca, mirándome a los ojos. Podía sentir su aliento -.
Me hablaba cuando te conocí. Me hablaba cuando nos besábamos, me hablaba cuando
follamos… me habla todo el tiempo. Y me habla ahora.
-
Y te dijo que buscaras y mataras al violador también… - dije con la voz muy
débil, casi temblorosa.
-
¿Oh, está muerto? – sonrió mostrando toda su perfecta dentadura – No sé nada…
sólo soy una desvalida chica que se ha defendido del ataque de un cerdo hijo de
puta… Eso es lo que diré si dan conmigo. Espero que no lo hagan, no quiero
llamar la atención. Pero si lo hacen, joder, quedaré como una heroína. “Frágil
chica de veinte años mata al peligroso violador. Fue atacada y se defendió con
bravura”. “Y díganos, señorita, ¿por qué no acudió enseguida a la policía?”
“Oh, agentes, estaba tan asustada y sentía tanta vergüenza… no quería que nadie
lo supiera y, desde luego, no pensé que había muerto. Creí sólo lo había
herido…” ¿Sabes que F y yo fabricamos un detector de mentiras? Un polígrafo… y
lo pasábamos sin despeinarnos…
-
Claro… ¿y qué será lo próximo?
-
Oh, Dios… - sonrió aún más -… ¡vete a saber! – y dejó caer una risa, siniestra
y aniñada a la vez. Me sujetó por el cuello y me besó. Pero, aterrado, me
aparté. Ella no pareció molestarse, le divertía mi terror – Quiero que me
folles aquí, en su cama… quiero que él nos vea…
Me
aparté con brusquedad, empujándola hasta alejarla de mí más de un metro.
Ella
seguía sin dejar de sonreír.
-
¿Ya has tenido bastante o quieres más? – dejó de sonreír y volvió a hablar con
furia - ¿Ya está tu puta curiosidad saciada? ¿Ya estás convencido de lo jodida
que estoy o quieres que te enseñe más? – y acabó gritando a pleno pulmón - ¡Que
más tengo que hacer para que te vayas de mi vida de una puta vez!
Creo
que por primera vez desde que la conocí pensé solo en mí. Solo me importó en
ese momento mi propia supervivencia. No dije nada más. Solamente salí de la
habitación y me dispuse a bajar a la planta inferior.
Creí
que ella se había quedado en la habitación pero me siguió en realidad y me
habló cuando estaba a mitad de las escaleras.
-
Ángel – me llamó. Bajé un par de escalones más pero a menos velocidad hasta que
acabé deteniéndome. Pero no me giré para mirarla, solo me quedé allí esperando
a ver qué decía. Sonó serena y dulce ahora - . No te culpes. Nadie lo ha
intentado tanto como tú… pero no hay nada que hacer, esto irá a peor y… te
quiero.
Asentí
con la cabeza y me marché. Ella no dijo nada más, ni me siguió.
Ni
supe más de ella en un año.
(continuará)
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