Faltaban apenas un par de horas para la medianoche y daba la impresión de que todo el mundo que tenía que estar ya estaba allí. Toda la alta sociedad de la ciudad estaba representada en el gran salón: nobles, artistas de renombre, políticos, hombres de negocios, banqueros y gurús de la moda.
Entre música de orquesta, vestidos de lentejuelas, copas de champán y bandejas de canapés que pasaban por su lado, Nadine observaba con más desgana que curiosidad a la homogénea fauna que se movía por la fiesta. Todos con sonrisas tan exageradas que no podían ser auténticas y conversaciones tan banales que sin duda lo eran.
Trató sin embargo de no ser condescendiente y juzgarlos con tanta altivez; a fin de cuentas allí estaba ella también. Con su mejor vestido, su pelo arreglado durante horas en la mejor peluquería y maquillada para la ocasión. Bebía de su copa sin demasiadas ganas de socializar, aunque en verdad era lo único que debía hacer. Cubrir aquella gran fiesta, la de más alto postín de aquel Fin de Año, era sin duda un castigo por parte del editor de la revista, su jefe. Tantos enfrentamientos por la línea editorial y tantas discusiones por su empeño en hacer otro tipo de reportajes, más profundos y con mayor carga social, sin duda había provocado que le encargara, precisamente a ella, la cobertura de la gran fiesta para su revista.
Así que continuó alternando entre diversos corrillos de brindis, sonrisas vacías y bocas llenas de caviar iraní sin tener aún nada interesante para contar.
Fue ya cerca de la medianoche cuando por fin alguien llamó su atención.
Pasó junto a los grandes cortinajes que ocultaban los ventanales de todo un lateral de la inmensa estancia, con una larguísima mesa sobre la que estaban dispuestas las exquisitas viandas del buffet. Al terminar la mesa las cortinas estaban descorridas en un solo tramo y Nadine observó que daban a una terraza.
Salió a tomar un poco de fresco, harta ya de alternar con aquellos especímenes, copa en mano, y en un principio pensó que nadie más estaba allí. Quedaban pocos minutos para las doce de la noche, para el cambio de año y ya todos se preparaban dentro para el gran instante de jolgorio. Se acercó a la barandilla de piedra para admirar el paisaje de la gran ciudad bajo ella y entonces la voz la sobresaltó un poco, pues en la semioscuridad de aquél sitio no había reparado en ninguna presencia al salir.
—¿Usted no participa de la algarabía y el júbilo de ahí dentro? —dijo una voz de hombre a su lado. Una voz profunda y grave pero al mismo tiempo tersa, suave.
Nadine se giró y vio a solo un par de metros de ella (“¿Cómo no lo he visto al salir?”, se preguntó) a un hombre vestido de smoking, también sosteniendo una copa como ella.
—No —dijo ella aún un poco turbada por el pequeño sobresalto que él le había causado—. Nunca he pensado que sea gran cosa eso de pasar de un año a otro; no tanto como para celebrarlo por todo lo alto… Solo es un salto más en el calendario.
—Curioso, a la mayoría de la gente le importa mucho el tiempo, el paso del tiempo —reflexionó él dando un sorbo a su copa.
—Claro, eso es lo que celebran ahí, ¿no?
El hombre se acercó un poco más a Nadine y a ella le cautivaron de inmediato sus facciones. Era difícil intentar adivinar su edad, quizás sobre los 40, o quizá más. El pelo y los ojos negros y los labios oscuros, carmesí, de los que Nadine apenas podía apartar la mirada (“Si yo tuviese ese color de labios, no gastaría un céntimo en pintármelos con maquillaje”, pensó de forma automática).
—¿El paso del tiempo? —preguntó él como para asegurarse. Nadine asintió, bebiendo y observándole, fascinada. Él continuó—. No, el paso del tiempo no es lo que celebran, eso les aterra. Les horroriza. Hasta hacen una cuenta atrás, presos del miedo. El champán, el confeti y todo lo demás… es una forma de disimular ese miedo.
—¿Y a usted no le da miedo? —preguntó Nadine sintiéndola ya muy cerca, sus cuerpos casi se estaban tocando ya. Por alguna extraña razón que no podía comprender, que aquél completo desconocido estuviese casi rozándola no la inquietaba, no la molestaba.
—¿El tiempo? —dijo él, con cierta melancolía. Nadine, casi hipnotizada por sus ojos negros y sus labios color rubí, solo pudo asentir levemente con la cabeza—. No, el paso del tiempo no me da ningún miedo. Justamente es al contrario…
Y entonces él se inclinó para besar a Nadine en el cuello y ella se limitó a cerrar los ojos y gemir.
Solo unos minutos después la cuenta atrás terminó. Las botellas de champán dispararon sus corchos, se lanzó el confeti y se sucedieron las risas, los abrazos, los besos y los vítores por el nuevo año.
Y nadie se percató de que en la terraza ya no había nadie, solo dos copas de champán, vacías, sobre la barandilla de piedra.
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