Dentro 4

  "Dentro" (Un cuento post-apocalíptico)

 Capítulo 4:




Mientras los otros registraban el entorno, y Lázaro sujetaba las riendas de los caballos, Marco permanecía en cuclillas, observando los restos del carroñero y jugueteando con una ramita de espiga entre los dedos. La tenue lluvia de la mañana no había borrado del todo las señales. La historia era fácil de recomponer.
Al poco se acercaron, cada uno de una dirección distinta, los otros tres: Tobías, Leko y Mazayas. Se quedaron en pie trás él y Leko habló por todos:
- No ha quedado mucho - dijo - parece que era toda una familia. Los carroñeros acabaron con todos, aunque se llevaron algunos por delante con una escopeta de caza, que hemos recuperado por cierto.
- ¡Eh, yo no tengo escopeta! - dijo Lázaro desde más atrás junto a los caballos - Dámela a mí, Marco...
- Calla - le espetó. Continuó hablando con Leko - ¿Y en esta? - preguntó moviendo levemente la cabeza a su izquierda, para señalar la casa junto a la que estaban. 
- Sí, aquí también había gente - explicó Leko -. Supervivientes que se refugiaron unos días, pero no eran los habitantes de esta casa, como la familia de la otra. Sólo estaban de paso. Habia latas de conserva, velas gastadas y revolvieron toda la casa buscando suministros... Los carroñeros intentaron entrar por la puerta y quienes fueran se largaron por una ventana.
- Mataron a un carroñero aquí, mira - le indicó Marco. Leko se agachó junto a él -, le cortaron la mano con un arma de filo y luego le rebanaron la cabeza... la mano está allí. Después... - fue señalando con la ramita hacia delante, a unas huellas en el barro -... huyeron hacia el río. Dos... creo que eran ellos.
Leko no discutió, aunque tenía sus dudas (podían ser cualquiera) sabía que Marco había sido policía en el mundo de antes y su instinto no solía fallarle. Por eso era el mejor cazador y la mano derecha de Eliseo. 
Marco se puso en pie y dió unos cuantos pasos hacia delante, sin dejar de mirar al suelo. Leko le seguía.
- Puede que fueran al pueblo de ahí delante - le sugirió.
- Puede... - dijo lacónicamente Marco mientras se detenia de nuevo, sólo a un par de metros del cuerpo del carroñero mutilado -... dirección sur en cualquier caso - volvió a agacharse y cogió algo del suelo.
- ¿Qué es eso? - preguntó Leko. Marco, tras examinar el objeto unos instantes, se lo dió.
- Un inhalador - dijo poniéndose de nuevo en pie -. Para el asma. Son ellos.



La lluvia no cesaba mientras caminaban por la orilla del río, que cada vez se volvía más abupta y escarpada, conforme se acercaban al puente de Santa Elena.
- Tendremos que subir a la carretera - dijo Daniel volviéndose hacia ella, que caminaba unos pasos por detrás. - No me gusta pero por aquí no podemos seguir. Habrá que apretar el paso.
- Estoy bien - aclaró Sara -. Hagámoslo.
Comenzaron a subir la pendiente de la ribera con alguna dificultad, debido a lo resbaladizo del terreno, sembrado de césped salvaje húmedo por la lluvia.
Cuando llegaron al arcén de la carretera, tras algún resbalón, miraron en ambas direcciones y vieron el desolado paisaje. Sólo algunos cadáveres de coches, no muchos, oxidándose en la carretera en una caótica composición.
Caminaban por el arcén más alejado del río, pegado a la falda de una montaña baja, siempre por el sito menos visible.
No habían hablado mucho en toda la mañana. No desde lo de la granja de la noche anterior.
- Estás muy callado - dijo Sara al fin -. Normalmente hablas por los codos...
- No me gusta caminar tan expuesto - dijo él -. Y cuando se hace hay que agudizar el oído.
- Ahá... - Sara pensaba que había algo más, pero no iba a ser justamente ella la que le echase en cara que se guardase cosas para sí mismo. "¿Qué piensas hacer al respecto, pequeña zorra? ¿Se lo vas a contar?", pensó usando la variación del apelativo cariñoso de su padre que empleaba cuando se odiaba a sí misma. Era como su otro yo, la otra Sara que Daniel no conocía y que siempre venía a martirizarla cuando intentaba hacer las cosas bien. "¿Las cosas bien?", se burló Pequeña Zorra, "pero si sabes que le vas a joder vivo, no me hagas reir... el único ser humano digno de ese nombre que has conocido en dos años y vas a joderle por la boca..."
- ¡Cállate! - masculló para sus adentros, intentando acallar la voz de su cabeza.
- ¿Qué dices? - preguntó Daniel parándose y girándose hacia ella que, turbada, temía que la hubiese entendido. Pero por su expresión notó que no, sólo la había oído murmurar algo.
- No, nada, que... - improvisó Sara rápidamente -... estoy calada hasta los huesos, nada más.
- Yo también - admitió mirando al cielo -, y no tiene pinta de parar. Acabaremos pillando una pulmonía... sigamos a ver si encontramos un techo.
Un poco después llegaron a un punto de la carretera en el que unos cuantos vehículos, entre camiones y coches, hechos un amasijo informe, restos de un terrible accidente múltiple, bloqueaban casi completamente todo el ancho de la carretera.
Se pararon observando la barricada de metal que tenían ante sí.
- Joder - gruñó Daniel -. Vamos hacia un lado a ver si podemos pasar sin tener que escalar...
Se desplazaron hacia la derecha, a la falda del monte. El enorme remolque rectangular de un camión de gran tonelaje estaba volcado y llegaba a tocar la pared de piedra, pero parecía haber espacio para pasar, agachándose un poco bajo la portezuela que, abierta, les cortaba el paso.
Daniel se dispuso a pasar primero. Al agacharse advirtió:
- Cuidado con golpearte o cortarte.
- Ok.
Pasó él y cuando lo hizo ella Daniel ya estaba observando el interior del remolque. Había multitud de cajas y restos de la mercancía esparcida por todas partes. Parecían piezas para la construcción, tubos y planchas de algún tipo de metal.
- ¿Algo útil? - preguntó Sara.
- No lo parece, más bien miraba si podríamos meternos ahí un rato a ver si deja de llover - dijo Daniel sopesando el lugar.

Algo crujió en el cielo, como una tabla de madera gigantesca que se hubiera quebrado. Un trueno lejano.
- Oh, mierda... - siseó él con un gesto de rabia. Sara tuvo miedo, más que del trueno, de la expresión que él puso.
- ¿Crees que...? - empezó a decir pero él rápidamente se subió, primero al capó y luego al techo de un coche que estaba varado, sin ruedas, tras el camión. Oteó el horizonte hacia el camino que habían dejado a sus espaldas, al norte. Ella iba a preguntarle pero hubo otro rugido y al poco el cielo se iluminó, brevemente, con un fulgor rojizo. No era necesaria ya ninguna respuesta por su parte.
- ¡Oh, no...! - dejó escapar Sara mientras él bajaba del coche.
- Sí, lo es - confirmó -. Creo que tenemos una hora, puede que menos, hasta que se nos plante encima. Hay que buscar un refugio, y que sea bueno. Ya.

No hacía falta explicar nada más. Con rapidez y sin malgastar aliento en más palabras, pasaron entre los siguientes coches y dejando la barricada atrás, fueron a todo correr por la carretera.
Al doblar por la siguiente curva, vieron el pequeño edificio a lo lejos.
- ¿Lo ves? - gritó Daniel que corría en cabeza - ¿lo ves allí?
- ¡Si! - contestó Sara siempre unos pasos por detrás, jadeando mientras enfocaba toda su mirada y toda su energía en aquél lugar.

Ahora no había precauciones, no había análisis del lugar ni interpretación del entorno. No importaba si ahí dentro había gente, saqueadores, animales o carroñeros. No importaba si estaba el mismísimo Diablo ahí.

Venía una tormenta roja. Y los Nocturnos con ella.

El sitio parecía haber sido el típico pequeño bar de carretera para camioneros. De hecho había algún camión varado en sus aledaños. No tenía un mal aspecto en general por lo poco que pudieron analizar antes de llegar, exhaustos, a la doble puerta. Tuvo cristales en su tiempo pero estaban rotos, al igual que algunas ventanas.
- ¡Adentro! - le dijo Daniel cuando ella llegó. Mientras ella entraba sin necesidad de abrir las puertas, pues el hueco dejado por los cristales rotos era más que suficiente para pasar al interior, él sacó del bolsillo de su abrigo el revólver.

El pequeño restaurante estaba absolutamente arrasado pero al menos no parecía haber nadie. Pero eso no era ahora lo más importante, continuaba siendo un refugio muy pírrico. Comenzaron a buscar por toda la estancia, rectangular y llena de desechos, sabiendo muy bien ambos qué buscaban: algo donde ocultarse completamente o no lo iban a contar. 
Mientras Daniel miraba detrás de la barra y Sara pasaba a la parte de la cocina, con el machete en la mano, hubo otro relámpago carmesí. Daniel se detuvo y esperó el trueno, que llegó a los pocos segundos. "Está más cerca", pensó. El aire comenzaba a oler raro, a algo parecido al ozono, y el ambiente comenzaba a cargarse de electricidad estática.
- ¡Aquí! - llegó la voz de Sara, excitada, desde la cocina - ¡Ven, Daniel, mira esto!
Él entró en la cocina, donde todo estaba sucio y revuelto, lleno de cacharros y desperdicios por todas partes y llegó hasta donde estaba ella, parada de pie y mirando el suelo. Había una trampilla rectangular.
- ¡Eso es! - exclamó él - Una bodega o un sótano...
- No tiene candado, sólo cerrojos por fuera - observó Sara -... y no están echados.
- ¡Me vale! - dijo Daniel mientras se agachaba y abría la pesada portezuela metálica - Sujétala - le indicó a Sara que aguantó la plancha de metal mientras él empezaba a bajar, con el revolver apuntando hacia delante. Tras dos o tres escalones bajados, se detuvo, descolgando la mochila.
Sonó otro trueno.
- Vamos, vamos... - le apresuraba Sara.
- He de encender algo, no se ve nada - dijo él. Y sacó uno de los grupos de velas (que eran tres velas unidas con cinta aislante y las mechas trenzadas y untadas con aceite, para que dieran algo más de luz, como una mini antorcha improvisada) que se había entretenido en preparar allá en la granja. Sacó de otro bolsillo el encendedor a gasolina y la encendió -. Toma, cógela y baja hasta donde yo estoy - le dijo a Sara - Yo sujeto la puerta.

Así lo hicieron. Tras bajar juntos los primeros escalones, con dificultad por lo estrecho de la escalinata y la absoluta oscuridad que las velas apenas podían rasgar, Daniel dejó caer suavemente la portezuela hasta cerrarse. Tomó las velas de la mano de Sara e iluminó hacia arriba comprobando para su pesar que no tenía cerrojos internos: no estaba pensado como refugio, era un simple almacén.
Con el revólver en la mano derecha y las velas en la izquierda, una vez puesta su mochila otra vez, susurró a Sara:
- Pegada a mi espalda y atenta.
- Sí... . dejó escapar ella con un hilo de voz.

Con la débil luz de la que disponían, que apenas alumbraba un metro por delante de ellos, bajaron las escaleras hasta tocar suelo. Efectivamente parecía un almacén, pequeño, estrecho y dividido por estanterías alargadas que a primera vista no parecían tener nada. Si hubo comida allí alguna vez, a falta de explorarlo con calma y no era el momento, debían habérsela llevado hacía mucho tiempo. Olía a cerrado y a humedad y por el suelo no dejaban de dar patadas al andar a latas, cajas y otros objetos.
Tras la escalera enfilaron el pasillo central que formaban dos estanterías, las que dejaban más espacio entre ellas, sólo un par de metros, para llegar al otro extremo y poder ir haciendo un plano mental del lugar. Daniel siempre delante, con la mano izquierda, donde llevaba las velas, bien extendida para iluminar cuanto era posible. Y en la derecha el revólver apuntando al frente, donde tenía más visibilidad. Sara, pegada a su espalda con el machete bien sujeto en la derecha, respiraba agitadamente.

El ruído llegó del fondo súbitamente; hubo como un ligero arrastrar de pies y luego un objeto, quizá una lata que caía al suelo. Bastó para desatar el pánico.
- ¡Hay alguien! - tuvo tiempo de gritar Sara antes de que frente a ellos se desataran nuevos movimientos y una cara apareciera de entre las sombras.
- ¡No te muevas, cabrón,  o te mato! - dijo la voz ronca y seca de rabia.
- ¡Sal de ahí, joder - respondió Daniel apuntando con el dedo presionando ya el gatillo y levantando más las velas para intentar iluminar más -, o te reviento seas quien seas! ¡Sal de ahí!

Hubo un instante de silencio y emergiendo de la oscuridad vieron por fin el rostro. Parecía una mujer, mayor, quizá sesenta o cincuenta y muchos, el pelo enmarañado y grasiento puede que fuera rubio una vez, ahora canoso. El rostro sucio y la mueca de odio en la boca. Apuntaba a Daniel a la cara con una pistola automática.
- No... te... muevas - le dijo muy despacio y poniendo toda la ira que podía en la frase. Daniel tambén la apuntaba a la cara con el revólver. Entre uno y otro apenas había un metro -. Marta - dijo a alguien que aún no habían visto -, da más luz.
Tras la mujer otra figura se fue iluminando al tiempo que abría la llave de una vieja lámpara de aceite. Hubo mucha más claridad, aunque aún permanecían en penumbra, y pudieron ver que quien sostenía la lámpara era otra mujer, más joven y notoriamente más asustada. La primera, la de la pistola, también miró por detrás de Daniel, viendo a Sara.
- Vas a soltar esa pistola y vais a largaros de aquí, joder - dijo la mayor.
- Ni lo sueñes - respondió Daniel, sorprendentemente calmado o eso le pareció a Sara (que estaba muerta de miedo) -. Tenemos una tormenta roja encima, por si no te has dado cuenta.
- Me importa una puta mierda, niñato - dijo la rubia -. Vais a largaros o te reviento a tiros, hijo de puta.
La de atrás, la más joven, pareció susurrarle algo.
- Sin embargo yo creo que deberías bajar esa pistola - replicó Daniel -, antes de que te hagas daño.
- ¿Crees que me vas a joder, gilipollas? - replicó la mujer sonriendo con sarna - ¡Tú, la de atrás - dijo refiriendose a Sara -, muévete que te vea bien!
- A ella ni la mires - dijo Daniel.
- Me importáis una mierda los dos... - empezó a decir. La joven volvió a susurrarle algo. Sonó otro trueno fuera, más fuerte, más cerca -...no te preocupes, Marta, son dos niñatos - miró a Daniel con media sonrisa que intentaba imponer miedo -. Apuesto a que no has disparado en tu vida; no creo que hayas manejado un arma antes...
Sara se había colocado un poco más al costado de Daniel. Ella y la otra chica, como si fuesen las novias de dos machitos que pelean en un bar, cruzaron una mirada tensa pero que intentaba ser cabal, como diciéndose "paremos esto antes de que se hagan daño".
- No tendrá ni idea de disparar... - continuaba la otra diciendo.
Daniel echó una mirada fugaz a la automática de la mujer.
- Eso es una Glock G17 de mil novecientos ochenta, de fabricación austríaca y adoptada como arma reglamentaria por ejércitos de más de treinta países a partir de esa década. Usa una munición ACP de cuarenta y cinco milímetros - la cara de la mujer dejó de sonreír -. Se caracteriza por su cañón modificado del sistema de seguro Peter/Browning y por el mecanismo "Safe Action System", que es un mecanismo de disparo de doble acción: el golpeador queda montado a medias en vez de bajar el percutor y la aguja percutora completamente, lo que le proporciona una gran cadencia de disparo. Y... desde aquí no podría jurarlo, pero creo que tienes el seguro puesto - ahora podía ver el miedo y la indecisión en el rostro de la mujer, así que continuó -. ¿Qué te parece si  ponemos las luces en el centro, bajamos las armas y nos ocupamos de atrancar esa trampilla antes de que se nos eche la tormenta encima? Puede que aún tengamos unos minutos...

Las dos mujeres le miraban con los ojos como platos. La mayor bajó el arma.
- De acuerdo - dijo aún con la voz encendida -. Pero no te quitaré el ojo.
- Me parece bien - dijo Daniel. Luego habló a Sara sin mirarla, aún vigilando los movimientos de la mano de la mujer mientras guardaba la pistola en su cinturón. Él hizo lo mismo con el revólver -. Pon las velas ahí, en la estantería - notó que Sara no se movía. La miró y estaba observándole con la boca abierta -. Sara, las velas...
- Ah, sí - reaccionó ella al fin.
Igual que la otra muchacha se acerco al centro de la estancia. La joven llevaba un anorak negro de lana con la capucha puesta y Sara no pudo verla bien, pero debía rondar los treinta, como Daniel. También estaba muy sucia y con el rostro gastado por el sol, pero dedujo que alguna vez había sido guapa. Cruzaron una mirada mientras colocaban sus respectivas luces cada una en una estanería, a ambos lados del pasillo y la máxima altura, para que iluminaran la estancia cuanto era posible. 
La muchacha miraba a Sara con interés y habló. Su voz era aún más aniñada que su aspecto:
- ¿Te conozco? - dijo. Sara negó con la cabeza.
- No lo creo - se limitó a responder antes de volver junto a Daniel.

Él se acercó a la mujer más mayor, que, tal como había dicho, no le quitaba la vista de encima, observando cada detalle de su ropa y mirando con mucho interés su mochila. Daniel lo notaba pero de momento lo dejó correr. Lo primero era lo primero.
- Tenemos que asegurar esa puerta, ¿hay algo por aquí que nos pueda servir?
- Ya estábamos en ello cuando os escuchamos entrar - dijo ella aún con mucha rabia en el tono -. Pensábamos usar esas cadenas.
Había una maraña de cadenas de hierro en el rincón tras ellas, de buen grosor.
- Sí, puede servir - dijo Daniel. Las recogió y fue hacia las escaleras - ¡Luz! - dijo sin referirse a nadie en concreto. La mujer cogió el farol de aceite dejando junto a las velas a Sara y la muchacha, la tal Marta, a la que espetó un seco:
- Vigílala. 

Mientras Daniel y la mujer trasteaban con las cadenas y la puerta, Sara y la chica no dejaban de observarse, sin decir nada en concreto. Hasta que oyeron que ya bajaban y con la mirada clavada en Sara, la chica susurró:
- Sé que te conozco...

- Esperemos que aguante - dijo Daniel al llegar junto a ella. La cogió de la mano y se la llevó a la pared del fondo, el más cercano a la escalera por donde habían bajado. La mujer hizo lo mismo con la chica y se fueron al otro lado, donde estaban ocultas al principio. Los cuatro, en parejas, se sentaron en el suelo con las espaldas apoyadas en la pared. Sara y Daniel, antes, se descolgaron las mochilas (que las otras dos, desde el fondo, no dejaban de mirar) y las dejaron a su lado.
- ¿Estas bien? - le susurró Daniel pero sin mirarla. No quitaba ojo a la mujer del pelo canoso.
- Sí, estoy bien - dijo Sara -. Muerta de miedo pero bien.
- ¿Alguna vez... - trató de buscar la expresión correcta -... los has tenido cerca? A los Nocturnos...
- Una vez - dijo Sara -. Pero no muy cerca, por suerte.
Ahora sí se miraron y él la cogió de la mano, notando sus escalofríos.
- Ya sabes lo que hacen - empezó a decir él -. Te devoran la mente. Entran en tu mente y te destrozan. Si entra alguno nos buscará con esa especie de... sónar mental de mierda que tienen - ella apretó aún más su mano. Agradecía la explicación pero cada vez estaba más asustada -. No los dejes entrar. Aférrate a un pensamiento, a una idea, a un recuerdo que tengas nítido y cristalino en tu cabeza y no lo sueltes, como si fuese un salvavidas en medio de un naufragio, ¿entiendes?
- De acuerdo... - dijo ella mirándole a los ojos - Tengo mucho miedo.
- Y yo - admitió él.

Los truenos cada vez sonaban más cerca. Los cuatro permanecieron unos minutos más en silencio, espectantes, mientras fuera resultaba evidente que la tormenta estaba pasando justo por encima. Los fulgores rojos llegaban hasta allí, muy débilmente pero llegaban, prueba de que estaban muy cerca. Siempre cabía la posibilidad de que pasasen de largo, claro. Pero Daniel lo veía poco problable; era el único edificio que habían visto al menos en ese tramo de la carretera y entrarían a "olisquear".
Pero no sabían que estaban allí, sólo echarían un vistazo, escanearían con sus ondas mentales (o lo que fueran) y si no obtenían respuesta se irían.

Existía la leyenda de que los Nocturnos se comían a la gente, pero no era cierto. Daniel habia visto alguna vez lo que hacían con sus víctimas, lo que quedaba de ellos. A las que atrapaban les absorbían algo, no sabía el qué pero, como si fuesen vampiros, dejaban los cuerpos secos, acartonados, petrificados.
Pero casi peor era la suerte de los que no llegaban a capturar y matar pero eran afectados por sus ondas mentales... acababan completamente desquiciados, seres sin cerebro, animales. Si no resistías eso que te hacían en la cabeza, tu mente desaparecía, aunque siguieras con vida. Te convertías en un carroñero.

Un ruído seco proveniente de arriba le sacó de sus pensamientos. Se oyó un cristal y el aire empezó a cargarse de electricidad y de olor a ozono aún más intensamente que antes.
- Hay uno arriba... - susurró él. Sara soltó su mano y directamente se abrazó a él, agarrada a su cintura y con la cabeza en su pecho, temblando de miedo. Él pasó su brazo por la espalda y los hombros de ella y también la abrazó con fuerza.

 Y empezó a llegar hasta ellos ese ruído... casi sin darse cuenta, como el  silencio cuando se convierte en murmullo y el murmullo en susurro, en sus cabezas empezó a formarse, sutilmente, una niebla. Daniel empezó a frotarse la sien mientras notaba que Sara empezaba a temblar. "Nonono... vete de mi cabeza, ¡vete de mi cabeza!", pensaba.
Enfrente las dos mujeres también parecían estar empezando a pasarlo mal, pero ahora no podía ni quería prestarles atención. Sólo intentaba aferrarse a algo, aferrarse a un pensamiento. Pero el miedo le estaba haciendo caer, y caer... y caer...

Sara supo a donde ir. La cabeza le hervía como una olla a presión, como si alguien la hubiese cogido por los pies, levantado a pulso y, boca abajo, sumergido hasta el cuello en un caldero con agua hirviendo.

Pudo ver, dentro de su lucha, que la habitación se iluminaba. Lo que estuviera haciendo ese ser, esa especie de escáner o sónar mental que usaban para localizar a sus presas, estaba haciendo que todo lo eléctrico que había en el almacén cobrara vida. En el techo varias bombillas se iluminaron, gradualmente con más intensidad, como si alguien estuviese insuflando a la red cada vez más watios. En una de las estanterías se encendió una radio, sin más que estática, por supuesto. Y cerca de ella, en otra estantería, un viejo y polvoriento monito de juguete, con unos platillos, empezó a agitar los brazos y chocar insistentemente sus intrumentos.

Pero aunque Sara miraba, y veía, ya no estaba allí.

Estaba entrando en aquél baño, en su casa en la gran ciudad. Dos (o quizá tres) años antes. Caminó despacio, tras abrir la puerta, atravesando la neblina formada por el vaho del agua caliente. Se acercó lentamente a la bañera pero su padre no estaba allí. El agua era roja.
- ¿Sabes una cosa, pequeño pony? - oyó su voz junto a la ventana. Estaba desnudo, dándole la espalda. Su piel  y su pelo aún estaban mojados, como si acabara de salir de su baño caliente. Se limitaba a mirar por la ventana de su apartamento en la planta veintidós, desde la cual se veia toda la ciudad. Ella se puso a su lado y miró la ciudad. Era de noche y ardía. Como Roma en "Quo Vadis?". Como San Francisco en "Lo que el viento se llevó" (viejas películas que solían ver juntos antes de que el mundo se acabase). Pero su padre miraba complacido, como si disfrutara de un hermoso paisaje - Lo estás haciendo muy bien, cariño. Lo conseguirás. Verás el final del túnel y saldrás de él por todos nosotros. Con tus heridas y cicatrices, nadie dijo que fuese fácil, pero lo harás.
- Ojalá hubieses venido conmigo - dijo ella, mirando también por la ventana -. ¿Por qué lo hiciste, papá? ¿Por qué quisiste marcharte y dejarme sola?
- Hubiese sido un estorbo para tí, cariño - dijo. Sara empezó a negar con la cabeza e iba a protestar pero él la interrumpió -. Si, así es. Sola tenías más oportunidades, yo sólo era un viejo y te hubieran hecho daño conmigo. Me habrían usado para doblegarte. Mira como no pudieron, no pudieron contigo.
- Me ayudaron - admitió ella -. Iba a morir pero me ayudaron.
- Y ahora debes ayudarle tú a él. Recuerda la clave de todo. El secreto.
- ¿Cuál es, papá? - volvió a preguntar como siempre que soñaba con él - ¿Dónde está la clave?
Su padre se giró y puso sus manos sobre sus hombros. Las muñecas estaban abiertas y goteaban sangre, pero a ella no le importó. 
- Está dentro, pequeño pony - dijo -. Siempre ha estado dentro...

Todo se volvió blanco y volvió al almacén. Las luces iluminaban como si en vez de dos o tres hubiese mil bombillas, una luz blanca que lo inundaba todo. Al fondo las dos mujeres se retorcían de dolor o sufrimiento, abrazadas mientras el ruído, que estaba en sus cabezas en realidad, era ya atronador. Pero Sara se dió cuenta de que, aunque el dolor era terrible, podía resistirlo. No la doblegarían. Los Nocturnos no podrían tampoco. Esta vez al menos no.

Daniel estaba frente a ella, temblando de costado en posición fetal. No eran temblores, eran ya espasmos.
- ¡Daniel! - le gritó abalanzándose sobre él y tratando de incorporarlo - ¡Daniel no te vayas, resiste, estoy aquí, no te vayas!
- ¡No puedo... el dolor...! - balbuceaba él, pero la miró. La reconocía, aún era él, aún estaba allí. Sólo había miedo y dolor en su mirada. Sobre todo miedo. Pánico. Horror - ¡Me caigo, Sara, estoy cayendo! - decía a duras penas.
- ¡No, resiste, estoy aquí! - le gritó ella mientras, no sin esfuerzo, conseguía que quedara de rodillas al igual que estaba ella, frente a frente. Ella le sujetaba por los brazos y él la miraba, aún la veía. Pero le estaba perdiendo, podía verlo en sus ojos. Gradualmente su mirada se empezaba a perder, se cristalizaba más allá de su rostro. "¡Se va!", pensó angustiada, "¡Se va como se fue papá y volverás a estar sola! ¡Haz algo, maldita estúpida! ¡Haz algo!"...
Las luces del almacén ya lo envolvían todo de blanco cegador. El ruído era insoportable. Sara le agarró por el cuello de la chaqueta y dijo:
 - ¡Tú no te irás!
Tirando de él hacia ella le besó en la boca, tan fuerte como fue capaz. Entonces Sara notó que él la abrazaba por la cintura y le devolvía el beso, con igual intensidad. Justo en ese instante las bombillas estallaron y miles de chispas cayeron sobre ellos, como una minúscula lluvia de estrellas, mientras se besaban de rodillas.
Y poco a poco el ruído fue cesando. El dolor fue menguando. La electricidad se fue desvaneciendo y un tiempo después que no era posible calcular , cuando sus labios se separaron, todo era calma y oscuridad.

Bajo la débil luz, de nuevo, del candil de aceite y las velas, ella le miró a los ojos. Y se dió cuenta de él la miraba igual. 
- No te has ido - dijo Sara -. Estás aquí, ¿verdad?
- No me he ido... estoy aquí - dijo él, exahusto pero sonriendo un poco - Tú lo has hecho. Tú has evitado que me fuera...
Ella se abrazó a él, agotada pero feliz. Y sólo dijo:
- Me alegro de que te quedes.

Cuando se sintieron con fuerzas se levantaron y se acercaron a las dos mujeres, llevando Sara las velas en las manos para iluminarlas mejor. Temblaban aún de miedo y la mayor abrazaba a la joven, aún acurrucadas en el suelo.
- ¿Estáis bien? - preguntó Daniel.
- Sí, estamos bien - se limitó a decir la del cabello canoso. La joven, Marta, seguía acurrucada y temblorosa y por llevar aún puesta la capucha del anorak no pudieron verle la cara. A Daniel le dió mala espina pero no dijo nada hasta que se alejaron unos pasos.
- Esperemos un poco más antes de abrir - dijo -. Hasta que se aleje la tormenta.
No obtuvo más respuesta que una mirada de desprecio de la mujer.

Un rato después estaban como al principio, sentados juntos en la pared del fondo. Daniel no quitaba ojo a las mujeres. Estaba convencido que la joven Marta no lo había conseguido y que la otra trataba de ocultarlo. A su lado Sara rebuscaba en la mochila.
- Mierda, he perdido el inhalador azul - dijo.
- ¿Cuándo? - preguntó Daniel.
- Supongo que cuando el carroñero me atrapó - pensó ella en voz alta -. Es igual, tengo este otro blanco y ya me siento mejor - dijo sacando el pequeño inhalador de color blanco. Se lo metió en la boca y lo succionó un par de veces.
Tras volver a guardarlo en la mochila y dejarla a su lado, echó la cabeza en el hombro de él. Daniel la rodeó con su brazo.
- Intenta echar una cabezada - le dijo. Y sin saber muy bien por qué, la besó en la frente -. Yo vigilaré a esas.
- De acuerdo... - dijo ella casi a la vez que bostezaba -... llámame para el relevo.
- Descuida...

Mientras Sara se quedaba dormida, casi inmediatamente, Daniel y la mujer del fondo se miraban. La joven seguía temblando. La mayor tenía fuego en los ojos. Los de Daniel, sin quererlo, se fueron cerrando solos poco a poco.


Lo extraño es que no sintió el golpe. Lo que despertó a Daniel fue el dolor de cabeza posterior. Abrió los ojos con dificultad porque la sangre le nublaba con una cortina rojiza uno de ellos. Oía las quejas y gritos de Sara pero no podía verla y sentía que estaba echado boca arriba y que tenía las manos atadas por las muñecas. Intentó forzarlas pero no podía. Parecía que habían usado cinta americana. La voz de la mujer canosa llegaba hasta él entre los sollozos y quejas de Sara:
- ¡Estáte quieta, zorra! - decia la mujer - ¡No me obligues a hacerte daño!
- ¡No... no... - oía a Sara -... Daniel! ¡Daniel, dime que estás bien! ¡Daniel!
Por fin al girar la cabeza a su derecha las vió. La mujer tenía a Sara tendida boca abajo y estaba atándole las manos con la cinta. No parecía herida. En seguida intentó probar a ver si sus dedos llegaban al bolsillo trasero del pantalón. Con esfuerzo consiguió meter el índice y el corazón de la mano derecha.
La navaja seguía allí.

- Lo siento, guapa - le dijo la mujer a Sara cuando terminó de atarla. Al contrario que a Daniel la dejó boca abajo -. No es nada personal. Hemos compartido buenos momentos pero sé que tenéis muchas cosas en esas mochilas y nosotras no tenemos nada... así es la vida.
De la joven no oía ni sabía nada. "Seré gilipollas", pensó Daniel, "¡cómo he podido quedarme dormido! ¡Imbécil, imbécil...!". Pero mientras lo pensaba ya iba cortando la cinta americana.

Puesta en pie la mujer agarró las dos mochilas y les miró con desprecio:
- Suerte, pareja - sonrió -. Repito, no es nada personal.
Daniel observó que llevaba su automática en la cintura, pero no veía el revólver por ninguna parte. Movió un poco su cuerpo hacia un lado y notó el peso del arma aún en su bolsillo. "Creo que los Nocturnos te han dejado tocada, guapa", pensó Daniel. "Un fallo imperdonable".
 Habló con el tono más chulesco que el dolor de cabeza le permitía:
- Tampoco será nada personal - le dijo - cuando saque el revólver y te vuele la cabeza, vieja asquerosa.
La mujer arqueó las cejas y puso cara de sorpresa. Soltó las mochilas diciendo:
- Es verdad, el revólver - se acercó a Daniel -, casi lo olvido...

Al inclinarse sobre Daniel él sacó la navaja, tras haber cortado la cinta, y lanzó la mano hacia delante con la mayor fuerza que pudo, clavándosela en el ojo izquierdo.

Ella retrocedió gritando como una poseída, con la navaja clavada en la cuenca del ojo por  la cual empezaba a supurar un líquido más viscoso que sanguinolento. Pero aún desquiciada por el dolor y la rabia tuvo suficiente fuerza de voluntad para sacar la automática del cinturón. Daniel permaneció sentado y sacó el revólver del bolsillo. Dispararon casi a la vez. Estaban a menos de dos metros el uno de la otra.

El primer disparo de ella impactó en la pared, a un par de palmos de la cabeza de Daniel. El primero de él la alcanzó en el muslo derecho, haciendola hincar la rodilla. Pero eso no  impidió a la mujer hacer un segundo disparo que le dió a él en la parte superior del hombro, rasgando la chaqueta. Algunas minúsculas plumas salieron volando como si fuese Navidad y estuviese nevando.
El segundo disparo de Daniel entró por su labio superior. La bala salió por la parte de atrás de su cabeza arrastrando sangre, masa encefálica y algún diente. Cuando cayó hacia atrás y su cabeza tocó el suelo, la mujer ya estaba muerta. Se hizo casi el silencio. El "casi" eran los sollozos de Sara y unos balbuceos inconexos de la joven Marta, que seguía acurrucada al otro lado de la sala, aislada en su nuevo mundo.
Olía a pólvora y a carne quemada.

- ¿Estás bien? - dijo Daniel mientras empezaba a desatar a Sara - ¿Te ha hecho algo?
Ella seguía sollozando pero negaba con la cabeza. 
- No, no me ha hecho nada - dijo Sara -. Estaba dormida y se abalanzó sobre mí. Ni me dí cuenta. Ya te había golpeado con un palo.
Tras desatarla y ponerse ambos en pie ella le abrazó, pero al separarse mostró preocupación, mirando su cabeza que seguía sangrando y su hombro.
- ¡Estás herido! - dijo Sara - ¡Tenemos que curarte!
- Luego, tranquila - dijo él -; un chichón y un rasguño, no te preocupes. Larguémonos de aquí ya.

Cogieron y se colocaron las mochilas, aunque antes Sara sacó unos pañuelos de papel e insistió en que Daniel los presionara sobre la herida de la cabeza.
Cuando llegaron al pie de la escalera, repararon en la chica. Sara y Daniel se miraron. Él resopló.
- Veamos qué tenemos... - dijo.

Marta estaba encogida en el suelo, hecha un ovillo. Se retorcía y farfullaba. La mirada absolutamente perdida, muerta. La boca abriéndose y cerrandose sin ningún sentido, babeando. Daniel no encontró otro diagnóstico:
- Está acabada - dijo -. Futura carroñera... Vámonos.
Hizo el amago de echar a andar escaleras arriba, pero Sara no se movió, seguía mirando a Marta... a lo que una vez fue Marta.
- Sara - insistió Daniel -, vámonos.
Ella negó levemente con la cabeza y le miró, implorando su compasión.
- No... no podemos dejarla así - le dijo. Daniel miró al suelo y resopló -. No podemos... lo sabes.
- Está bien - dijo Daniel. Se quitó la mochila de nuevo y la dejó a los pies de Sara, tras sacar el hacha del lateral -. Date la vuelta y no mires.
Sara obedeció, dándole la espalda. 

"¡Pero qué hija de puta eres!", dijo Pequeña Zorra en su cabeza, "¡Oh, sí... aunque ahora te hagas la pobre niña inocente que no quiere mirar cómo decapita a esa pobre muchacha..."


Escuchó un golpe seco y luego el silencio.


"¡Menuda cerda que eres! ¿Es que no vas a contarle de qué la conocías...?"


(continuará)

Comentarios

  1. Esto se pone cada vez mejor. ¿Qué esconde Sara? ¿De qué conocía a Marta?... no tardes en escribir el siguiente capítulo.

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    1. Me alegro mucho que te esté gustando. Espero que no decaiga el interés. ya estoy con el 5º, un capítulo de inflexión, más tranquilo, pero donde la trama va a dar un gran vuelco, en varios sentidos...

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