Dentro 5

"Dentro" (Un cuento post-apocalíptico)

 Capítulo 5:




Aunque las nubes seguían copando la mayor parte del cielo, por fin algunos rayos de sol se dejaban ver tras varios días de lluvia. Seguía haciendo frío y humedad pero ver ese sol, tras todo lo ocurrido en el sótano del bar de carretera, era para ellos como un renacer.
Tras pasar el puente de Santa Elena por la carretera dejaron atrás la desembocadura del río Férreo y llegaron a la costa. El mar, gris como el cielo y con un oleaje bravo y poderoso de invierno recordó a Sara su sueño. 
Dejaron la carretera, siempre demasiado peligrosa para Daniel y decidieron continuar por la playa.
Bajo un pequeño puente que soportaba el paso de una carretera secundaria, pero ya con la arena bajo sus pies, habían hecho un alto. Daniel estaba sentado en uno de los soportes de hormigón del puente y Sara le examinaba la herida de la cabeza, limpiándole con los pañuelos de papel y el antiséptico.
Él siseó de dolor y dió un pequeño respingo.
- Ya, ya - dijo Sara limpiando la herida -. No seas quejica...
- Venga, déjalo ya, si no es nada - dijo él mientras sacaba una botella de agua de su mochila, que había dejado a sus pies, y daba un sorbo.
- Tiene mal aspecto, en serio - insitió Sara -. Necesitaría unos puntos.
- Pues ya me dirás... - dijo Daniel sonriendo y encogiéndose de hombros -... a ver, ¿qué tamaño tiene el corte?
Sara hizo pinza con sus dedos índice y pulgar y se lo enseñó a Daniel. Unos tres o cuatro centímetros.
- Va, al carajo - dijo él -. Ya cicatrizará...
Ella desistió de convencerle (a fin de cuentas tenía razón, sin aguja e hilo de sutura no había de qué discutir) y se sentó a su lado. Le miró y no pudo evitar sonreír un poco mientras empezaba a hablar:
- Oye, hay una cosa a la que llevo dándole vueltas todo el día...
- ¿Y qué es? - dijo él ofreciéndole la botella de agua. Ella la cogió pero continuó hablando.
- Cuando bajamos al sótano y aquella mujer te apuntó con la pistola...
- Sí. Qué pasa. 
- Pues que en la granja me dijiste que no sabías nada de armas, que vendías casas. Y la descripción que hiciste de la pistola...
Él no pudo evitar soltar una risita.
- Por dios, Sara - dijo después -. ¡Me lo inventé todo!
- ¿Que te lo inventaste? - preguntó ella con cara de asombro.
- Pues claro, no sabía qué narices estaba diciendo, un puñetero galimatías. Era un farol, ¿entiendes? Tenía que acojonarla. 
- Serás cabrón... - dijo ella sonriendo y negando con la cabeza antes de dar un sorbo. Daniel se encogió de hombros.
- Qué puedo decir... el póquer se me daba de puta madre... - dijo con humor. Luego, más serio, echó mano a la mochila otra vez - ...lo cual me recuerda... - sacó del interior la automática, negra y pequeña. Se la ofreció a Sara, que dejó de beber y de sonreír - Quiero que la lleves tú - ella miraba el arma sin hacer nada más. Daniel insistió -. Somos un equipo, ¿no? Es más ligera y el gatillo no es tan duro como el del revólver; es más fácil disparar con ella.
Sara cogió el arma, con cuidado. Él continuó explicando.
- La estuve revisando antes; le quedan siete balas. ¿Sabes montarla?
Sara apuntaba hacia delante, cerrando un ojo y todo.
- Es tirando de esto, ¿verdad? - dijo después cogiendo el extremo de la corredera.
- Sí, con energía hasta que haga "click"- ella lo hizo -. Eso es, ahora ya está montada y tiene una bala en la recámara. El seguro es eso de ahí...
- Si veo el punto rojo el seguro está quitado, ¿no?
- Exacto - Daniel parecía complacido -. Intenta mantenerla limpia y seca. 
Sara comprobó que el seguro estaba puesto y la metió en la parte de atrás de sus vaqueros.

Continuaron por la playa, siempre al sur, pegados a la breve falda de la colina que sujetaba la carretera de la costa (siempre por el lado menos visible). Que Daniel recordara ya no había más pueblos o asentamientos grandes hasta Caledonia, la ciudad portuaria, aunque sí podían encontrar gasolineras, restaurantes o pequeños grupos de casas de veraneantes o pescadores, pero poca cosa.

Siempre guiándose por la luz del sol (y esta vez había un sol por el que guiarse) Daniel calculó que ya estaba atardeciendo y, aparte de playa y carretera, no encontraban nada que sirviera como refugio para pasar la noche.
Pero al pasar un pequeño recodo de rocas en la estrecha playa, Sara dijo señalando a lo lejos:
- ¿Qué es aquello? 
Daniel agudizó la vista pero no pudieron distinguirlo hasta acercarse unos cuantos metros más. Era un barco.

Parecia un pesquero o una pequeña fragata. Era difícil distinguir de qué color había sido su casco por el óxido. Yacía, ligeramente de costado, varado sobre unos escombros de madera y ladrillo totalmente ya informes, pegados a las rocas que subían hasta la carretera. La impresión que daba (y algo así es lo que habría ocurrido) es que en su día un fuerte oleaje lo había arrastrado hasta la orilla y aplastó una pequeña casita que había en la arena, quedando como una losa eterna sobre ella.
- ¿Qué te parece? - preguntó Sara.
- Echemos un vistazo... - respondió él llegando al lugar.

Entre los restos de la edificación no se entretuvieron en mirar; no se veía gran cosa aparte de maderos rotos, restos de vigas, ladrillos y escombros y además todo estaba demasiado revuelto para ponerse a rebuscar. Su interés fue directamente al barco. Para empezar en la base del casco tenía un gran agujero por donde podían acceder a su interior sin problemas, sólo con agacharse un poco, lo que ya les ahorraba tener que escalar para explorar el resto.

Siempre precavido, Daniel sacó el hacha del lateral de la mochila.
- Voy yo primero - dijo -. Ten cuidado.
- Sí - dijo Sara imitándole y sacando su machete.

El interior, que era la parte más baja del barco, la bodega posiblemente, también era un caos de restos, cajas rotas y todo tipo de objetos aparentemente inservibles. Aunque no encontrasen nada útil a Daniel le pareció un buen sitio para pasar la noche. Si estaba deshabitado, claro. Vió una escala metálica que con toda seguridad daba acceso a la cubierta superior.
- Vayamos arriba a ver qué hay - dijo. Pero Sara miraba todos los restos que había en la bodega; quizá podía haber algo aprovechable.
- Sube tú y yo registraré esta parte - le dijo. Él hizo el gesto de no estar conforme pero ella ni le dejó hablar -. Oye, ¿somos un equipo o no? Se está haciendo de noche y tengo frío; acabaremos antes si nos dividimos para registrarlo.
Era imposible no darle la razón.
- De acuerdo - claudicó Daniel -. Ten cuidado y avisa si hay problemas.
- Descuida, "Lex" - dijo ella sonriendo.

La parte superior, que era una sola cubierta (era un barco muy pequeño) estaba aún más destrozada que la de abajo. Prácticamente todas las puertas habían desaparecido así como los cristales de las ventanas y el aire del mar corría libremente creando una sensación térmica de mucho frío, que empeoraría durante la noche. Daniel pensó que casi mejor se estaba abajo; salvo por el agujero por el que entraron, en el casco se estaba bastante resguardado.
- ¿Qué tal por ahí abajo? - preguntó. Aunque la oía revolver entre la basura queria asegurarse.
- Bien - oyó su voz rebotando por el metal de la nave -. No hay gran cosa, sólo cajas rotas y escombros; nada aprovechable.
- Aquí arriba igual - dijo él -. Lo que sobreviviera al naufragio, lo saquearon hace mucho...
Revolvió un poco más pero ya se disponía a bajar cuando volvió la voz de Sara:
- Oh, joder... - él se intranquilizó un instante pero cuando ella continuó se dió cuenta de que su tono no indicaba peligro - ...¡no te lo vas a creer!
Aún así bajó con celeridad por la escalinata. En la bodega ya se iba notando la falta de luz pero todavía podía verla bien, estaba parada mirando como él bajaba y sonreía.
- ¿Qué ocurre?- preguntó Daniel. Ella extendió su mano derecha, sostenía algo.
- Un regalo para tí - dijo sonriente. Era como una caja de cartón, verde, con un asa...
- No... puede... ser... - balbuceaba Daniel.
- Siii... - dejaba escapar ella aguantando ya la risa como si fuese una serpiente.

Era un pack de esos que se vendían en los supermercados de seis botellines. De cerveza. Calsberg. Y parecían intactas. 
- ¿Son... están...? - Daniel acercándose era incapaz de terminar una frase. Ella le dió la caja irradiando felicidad y él la cogió entre sus manos como el que encuentra el tesoro más valioso del mundo.
- Lo son y no parecen dañadas - dijo Sara - ¡Las seis! 
- Pero...¿dónde?...
- ¡Ahí! - dijo ella señalando a un rincón - Debajo de unas cajas, la ví de pura casualidad. Estoy segura de que han saqueado este sitio muchas veces; no queda nada. Pero nadie las vió, ¡es un milagro!
- Oh, joder... - decía él sin poder dejar de mirar (de adorar, es la palabra) las botellas - ¿sabes el tiempo que hace que...?
- Me lo imagino.
- Venga - las depositó en el suelo con más cuidado que si hubiese sido un recién nacido -. Cojamos esas cajas rotas y encendamos un fuego.
- ¿Es prudente? - preguntó ella con las pautas de precaución que estaba aprendiendo de él.
- Sí, el casco está casi intacto salvo el agujero, y lo taparemos con cajas - miró hacia arriba -. El humo saldrá por esos ventanucos y de noche no se verá. Además - añadió con una sonrisa picarona -, tengo cervezas y estoy armado. ¡Que venga quien sea!

Sólo un rato después, aún no había oscurecido del todo, tenían un pequeño fuego y cada uno estaba sentado a un lado del mismo, frente a frente viendo sus caras iluminadas por las débiles llamas, con las mochilas a sus lados. Daniel, contento como un niño la mañana de Navidad, cogió uno de los botellines y apoyando su tapón a una barra de sujeción de la pared metálica del casco, con un golpe seco de su mano la abrió. Salió un poco de espuma por el cuello de la pequeña botella. Ella le miraba divertida y él se la tendió:
- ¿Quieres una? - dijo. Ella ladeó la cabeza con una sonrisa.
- Legalmente aún no tengo edad para beber alcohol - dijo risueña -... creo -. Él soltó una risita.
- Lo tomaré como un "sí" - dijo y estiró aún más el brazo para que ella la alcanzara. Inmediatamente abrió otra y casi a la vez, bebieron un sorbo.
- Hmmm... qué buena - dijo ella saboreándola con fruición. Él incluso cerraba los ojos para concentrarse en su sabor.
- No, no, no... - dijo extasiado -. Las latas de judías o de atún están buenas, esto es... el paraíso.
Bebieron un rato más en silencio, disfrutando de sus cervezas, hasta que ella habló:
- Oye, tengo una pregunta... - dudó - bueno, en realidad son dos, una relacionada con la otra, no sé...
- Va, venga - dijo él, divertido por sus dudas -. Dispara.
- Iba  a preguntarte algo sobre tí pero entonces, y esto pasaría a ser la primera pregunta, me he dado cuenta de que... nunca me preguntas nada sobre mí. Sobre mi pasado - él abrió los ojos y le prestó atención, dándose cuenta de que la cosa iba en serio -, sobre quién era yo antes o cómo llegué hasta aquí o... lo que me pasó en la gasolinera.

"¡Venga ya!", dijo en su cabeza Pequeña Zorra, "¿le vas a echar ovarios?"

Él se puso serio y pensativo, pero no parecía incómodo, y sí sincero:
- Hay varias razones para éso - dijo -. Una es que simplemente esperaba que me lo contaras cuando te sintieses preparada y saliese de tí. Estoy seguro de que no son recuerdos agradables. Y otra, remontándonos ya a nuestras vidas antes de la oscuridad es que... - dudó buscando las palabras adecuadas -... tampoco creo que importe demasiado. Ese mundo acabó y quizás quienes éramos también. Somos quienes somos ahora. Lo de ahora - recalcó mucho esa palabra - es lo único que importa.
- Entiendo... - dijo ella, satisfecha con la respuesta.
- Pero puedes contarme lo que quieras, Sara - matizó él con énfasis -. Lo que quieras, de verdad, me encantará escuchar lo que tú quieras o necesites contarme - parecía que había terminado pero añadió -. Me gusta escucharte.
Ella sonrió.

"¡No me lo puedo creer!", dijo Pequeña Zorra riéndose de ella. "¡Te estás ruborizando, puta! ¿Quién eres tú y dónde está la Sara del último año y pico?..."
"¡Quieres callarte de una jodida vez!", le gritó Sara en su mente, "¡Lárgate y déjanos solos!"
"Vale, vale", dijo Pequeña Zorra alejándose en su mente, "tú verás lo que haces, bonita".

- Lo haré - dijo ella -. No lo dudes.

Bebieron otro sorbo, sin dejan de mirarse.
- ¿Y la otra pregunta? - quiso saber él.
- Hmmm... - Sara casi la había olvidado. Lo expuso tras el sorbo - Verás, tengo claro que vas... que vamos al sur. Pero... tú no vas al sur como si dijéramos "al sur", porque has echado una moneda al aire y ha salido el sur como podía haber salido el oeste. Tú vas al sur... por algo. A algún sitio, ¿verdad?
- Claro - se limitó a decir él, disimulando que le divertían sus dudas.
- Y... ¿es un secreto o piensas contármelo? ¿Tienes un plan?
- Más o menos...
Ella casi reía aunque fingiera enfado.
- ¿Quieres escupirlo de una vez? - dijo con tono desesperado. Él también reía.
- A ver - comenzó a explicar -. No esperes nada espectacular, simplemente hay que... fijar un rumbo, ir a algún sitio para no limitarte a vagabundear - ella asintió con energía, como diciendo "estoy de acuerdo" - ¿Conoces un lugar llamado Nueva Aurora?
Sara lo pensó durante un instante, recordando el mundo de antes.
- Sí - dijo Sara -, bueno no he estado nunca pero más o menos sé... era un pueblo, o bueno, una ciudad pequeña, de turistas y pescadores mayormente, ¿no?
- Correcto, hay... había una pequeña ciudad de veraneo...
- Espera, espera - le interrumpió ella mientras iba recordando -, pero... Nueva Aurora es una isla.
- Muy bien; aprobada en geografía local. 
- Y... ¿cómo piensas llegar a esa isla?
- En Caledonia está el puerto desde donde salían los ferrys. Entonces era sólo era una hora de travesía, unas veinte millas.
- Ya, pero los ferrys no funcionan - apuntó Sara moviendo la cabeza como diciendo con humor "es evidente".
- Pero también había un puerto deportivo - apuntó Daniel -. Puede que quede algún pequeño velero que podamos usar.
- ¿Sabes navegar... a vela?
- No, ni puta idea. Pero ya improvisaremos - dijo despreocupado.
Sara dejó ese aspecto por imposible, moviendo la mano como si pasara el borrador por una pizarra imaginaria.
- Vale, vale... de acuerdo - dijo -. Saltémonos la parte en que navegamos en un barco de vela como el puto Jack Sparrow. Llegamos a Nueva Aurora, ¿que hay allí? ¡Allí no hay nada! Un pueblucho como hay muchos aquí.
- La isla es muy grande - continuó Daniel - y hay algo más aparte del pueblo. Hay una base militar. Una de las más importantes del país.
Ella con dieciséis años no es que fuera entonces una adicta a las noticias de actualidad, pero algo de aquello le sonaba.
- Y... ¿qué esperas que...? - empezó a decir.
- No espero nada - la interrumpió -. Ya te he dicho que no es un gran plan. Puede que esté desierta, arrasada o tomada por saqueadores, no lo sé. Pero... - intentaba no esperanzarla demasiado, pues ni él mismo lo estaba -... si queda alguien por aquí que sepa qué ocurre, que esté haciendo algo por... nosotros... puede que esté allí.
- No, lo entiendo - dijo ella. No era mal plan, después de todo. Sólo un poco mejor que vagabundear, pero ya era algo. Daniel continuó, no sabía si intentando convencerla a ella o a sí mismo:
- En el peor de los casos, si no hay nadie... un sitio con grandes muros y alambradas no parece mal lugar para olisquear.

Ella asentía, pensativa. Tras apurar su cerveza, le sonrió.
- ¿Sabes qué? - le dijo - Es un buen plan. De verdad, me lo parece.
- A mí también.

La noche se les había echado encima mientras hablaban y ella se encogió temblando un poco.
- ¿Tienes frío? - le dijo Daniel - Vamos, ven aquí.

Sara rodeó el fuego y se acurrucó junto a él, con la cabeza en su pecho y su brazo rodeándola por los hombros.
- Te advierto que el hecho de que hayamos tomado unas cervezas - empezó a decir Sara - y que nos hayamos besado no quiere decir que estemos comprometidos ni nada, ¿eh?
- De acuerdo - dijo él sofocando una risita.
- Entiéndeme - continuó ella con la broma -, soy demasiado joven para una relación seria y... con tantos chicos en el mundo por conocer...
- Toda la razón. Tienes toda la maldita razón - rieron un poco y dieron por acabada la broma -. Anda, durmamos un poco.
- De acuerdo - dijo Sara y cuando ya parecía que de verdad nadie iba a decir nada más e iban a dormir, añadió -... pero me encanta la parte en que navegamos como el puto Jack Sparrow...


Los primeros rayos de sol se colaron por algunas grietas del casco la mañana siguiente, haciendo que Daniel abriera los ojos poco a poco. Tenía la espalda un poco dolorida por la postura (sentado apoyado en el metal de la bodega) y Sara dormía aún con la cabeza apoyada en su pecho. Era muy agradable.

Entonces oyó el sonido, una especie de crujido metálico. De entrada no le dió demasiada importancia, el viento podía ser el causante, moviendo cualquier parte de la desvencijada nave. Pero inmediatamente sonó otro más extraño, como una cadena que se descorriese, como cuando  un barco suelta el ancla. Pero venía de abajo, sintió vibrar la capa de arena de playa sobre la que reposaban.
A continuación, súbitamente, una plancha de metal rectangular se abrió en bisagra a su izquierda, levantando un poco de arena. Lo que había tomado como una parte del casco más, era una puerta inferior. El ruido y la vibración despertó a Sara también, sobresaltada.
- ¿Qué es..?
- No lo sé - dijo Daniel. Una vez la puerta quedó abierta, empezaron a oír unos pasos, como ascendentes. Y luego una horrible y pesada tos.
Se pusieron en pie de un salto y, como si lo tuviesen ensayado, sacaron de sus cinturas las armas de fuego a la vez, apuntando hacia la puerta.

Una figura emergió, lentamente, tras ella, dándoles la espalda. Se volvió y les vió. Era un hombre muy viejo que, sobresaltado, sacó una recortada de dos cañones y les apuntó:
- ¡Me cago en la puta con sombrero! - exclamó con una voz muy gruesa y ronca - ¿Quién coño sois?
Hubo un par de segundos tensos en que nadie habló, sólo se observaron. El viejo era muy rechoncho y bajito, con un cuerpo encorvado y una enorme cabeza, sin nada de pelo, también muy redonda. Su silueta era como la de un muñeco de nieve. Su cara, con la mandíbula muy elevada, hacía que su boca casi tocara su enorme nariz. Inmediatamente les recordó a Elmer Gruñón, el de los dibujos de Bugs Bunny.
- No... - empezó a decir Daniel esperanzado de que si nadie había disparado al instante, había posibilidades de entendimiento -... no somos nadie, sólo habíamos parado aquí para descansar.
- ¿Habéis pasado la noche en mi casa? - gruñó.
- No sabíamos que esto era su casa - replicó Daniel.
- Bueno, es la puerta de mi casa. Joder con el catedrático de la lengua... - les observó con cara de odio pero entonces empezó a toser otra vez, muy fuerte, parecía que se fuese a romper. Bajó incluso la escopeta, dejando de apuntarles.
- ¿Se encuentra bien? - dijo Sara. No sabía por qué pero no sentía que el viejecillo fuese una amenaza, pese a la escopeta. Además, parecía estar en las últimas.
Por fin pareció superar el ataque de tos cuando escupió una enorme cantidad de sustancia marrón al suelo. Les revolvió el estómago, afortunadamente aún vacío, instantáneamente.
- Sí, coño - respondió a Sara por fin -. Mejor que un rosal, ¿no lo ves? Hostia puta, vaya par de "alelaos"... - volvieron a mirarse sin decir nada unos segundos más. Entonces el viejo  volvió a hablar - Bueno, ¿qué hacemos? ¿disparamos, sacamos unas cartas y montamos una timba o bailamos la polka? Lo último descartado, la jodida artrosis me tiene "matao"...
Daniel aguantaba el tipo pero Sara tuvo que aguantar con todas sus fuerzas para no echarse a reír. Habló él:
- Ya nos marchamos - dijo -, de verdad, no queremos problemas, sólo seguir nuestro camino...
- Ah, déjalo - dijo el viejecillo. Bajó la escopeta y la guardó en una pistolera en su cintura, perfectamente adaptada al arma -, me vas a hacer llorar, coño. Y va fatal para la sinusitis... - les observó un poco más. Sara y Daniel también guardaron las armas -... está claro que no sois apestosos saqueadores o ya os habría dejado sin cabeza de una perdigonada... sois guapos, educados y estáis limpios... habrá que conformarse... venga, venid conmigo a la playa. ¿Queréis almorzar pescado fresco?
Y sin esperar respuesta quitó las cajas que ellos habían puesto en el agujero del casco y salió por él. Sara y Daniel se miraron.
- ¿Qué hacemos? - le susurró él.
- ¿Ha dicho "almorzar"? - preguntó Sara, alucinada.
- Entendido, vamos.

El viejo caminaba pesadamente en dirección a la orilla y ellos le seguían a un par de metros. Sara le habló:
- Disculpe, pero no le hemos dicho nuestros nombres - el viejo ladeó la cabeza para escucharla pero seguía andando -. Yo me llamo Sara y él es Daniel.
- Encantado, guapa - dijo el hombre -. Yo me llamo Elmer.

Se detuvieron en seco. El hombre también, pero se giró y sacándola de su cinto volvió a apuntarles con la escopeta.
- ¡Y como hagáis la puta broma de Elmer Gruñón os descerrajo un cartuchazo a cada uno!
Pero Sara y Daniel estaba petrificados. Ella aguantaba la risa con mucho esfuerzo. A Daniel directamente se le saltaban las lágrimas y se iba poniendo rojo de aguantar.
Elmer les observó y guardó la escopeta otra vez, girándose después para continuar andando:
- Bah, están "alelaos" - volvió a decir.
- Vamos a morir - dijo Daniel en cuanto el hombrecillo se dió la vuelta, sin poder resistir más las carcajadas -. Asúmelo, no podré aguantar... se me escapará... moriremos de un escopetazo de Elmer Gruñón...
Sara cogía a Daniel del brazo y le zarandeaba. 
- ¡Cállate, cállate por dios...! - le decía susurrando y tratando de ahogar su propia risa.
 
Superada la crisis (Daniel tuvo que limpiarse las lágrimas de los ojos) llegaron a la orilla. En la arena ya húmeda cercana al rompeolas dos postes de madera estaban clavados, mojados y añejos, separados por unos cuatro metros. De ambos unas gruesas  cuerdas atadas partían y se clavaban en el agua, tensas.
- Tiremos a la vez - dijo Elmer -, tú ayúdame con esta, guapa - le indicó a Sara - y tú, hombretón; tira de la otra.
Daniel fue al otro poste y agarró la cuerda, mientras el viejo y Sara sujetaban la otra.
- ¡A la vez! - indicó Elmer.

Poco a poco sacaron una red que dejaron sobre la arena. Varios peces, enormes y plateados, daban coletazos, aún vivos.
- ¡Caray, Elmer - dijo Sara - son inmensos!
- Y ya verás a la plancha con un poco de sal y limón, encanto - dijo él mientras sacaba de su bolsillo una bolsa de plástico que traia enrollada y empezaba a meter en ella los peces -. ¿Sabéis por qué el mundo está en la mierda? - les preguntó mientras guardaba los peces - Porque la gente ya no sabía hacer nada - dijo sin esperar respuesta -. Ni cazar, ni pescar ni nada útil... sólo sabían mirar sus teléfonos móviles y hacerse fotitos como gilipollas. Se fue la luz, se apagaron los teléfonos móviles y los ordenadores... y se murieron de hambre. Normal, coño, si no sabían hacer nada y ya no había quien les trajera la comida a domicilio... pues a la mierda todo.
- No te falta razón, Elmer - dijo Daniel. Y lo decía pensándolo de verdad.
Ya con los peces guardados volvieron a echar las redes al mar. Elmer les observó un instante.
- No parecéis idiotas del todo... - dijo - ...me alegrará tener invitados. Estoy solo en ese agujero desde que murió mi Débora hace ya dos años... vamos, hoy comeréis bien y dormiréis en una cama blanda y limpia.
- Muchas gracias, Elmer - dijo Sara -. Intentaremos no molestar.
- Nos iremos pronto - dijo Daniel.
- ¿Por qué? ¿Tenéis prisa? - ellos se encogieron de hombros - Venga, larguémonos no sea que nos vea alguien.

De regreso al barco, ya caminando juntos, Daniel le preguntó por el naufragio y la casa sepultada.
- Era el pequeño cuartel de los guardacostas, no una casa - explicó Elmer -. Y ese era su barco, el Gavilán. Cuando se fue la luz en el mundo, estuvieron a la deriva varios días. Hasta que una tormenta de cojones los lanzó contra su propio cuartelillo. Qué puto es el destino, ¿eh? - soltó una carcajada que un nuevo ataque de tos interrumpió.
- Joder...- dejó escapar Daniel -. ¿Les conocía?
- Claro... - respondió el viejo y continuó tras superar la tos - Yo fuí guardacostas también, aunque ya estaba jubilado cuando el mundo se fue a la mierda, por eso conocía la parte de abajo. Arriba sólo estaba el mostrador para la gente y un par de salas sin importancia. Todo lo gordo, los dormitorios, la cocina, el baño... estaba abajo. Cuando la gente se volvió loca y andaban todos matándose a tiros, cogí a mi Débora y todo lo que pude y nos metimos ahí. Era un cuartel, pero mi santa esposa lo convirtió en un hogar. Y la puerta hidráulica lo acabó por convertir en un búnker. 

Llegaron hasta el barco, volvieron a entrar por el agujero del casco y se dispusieron a bajar. La portezuela del suelo seguía abierta.
- La modifiqué para que sólo se pueda abrir y cerrar desde el tirador de abajo - explicó Elmer - Coged vuestras cosas - ellos habían dejado sus mochilas allí - y... ¡coño, mis cervezas!
Vio el pack de Carlsberg, de las que sólo quedaban ya cuatro, junto a las mochilas.
- Oh, lo siento - empezó a explicar Daniel mientras Elmer las cogía del suelo -, las encontramos y pensamos que...
- No sabía dónde me las había dejado... ah, puñetas, estoy perdiendo la cabeza... venga vamos, nos tomaremos estas con el pescado.

Se colocaron las mochilas y mientras Elmer comenzaba a descender Sara y Daniel se miraron cómplices; el misterio de por qué ningún saqueador había visto las cervezas, estaba resuelto: sólo llevaban ahí unos días, al parecer.
- Tened cuidado, en el pasillo no hay luz - explicó Elmer ya bajando -, abajo sí. 

Siguiendo al viejo bajaron por el oscuro y estrecho pasillo de escalones metálicos. Efectivamente del nivel inferior venía una buena iluminación. Tras acabar de bajar la escalera Elmer se quedó en la entrada al búnker y les dijo que pasaran. Luego, tirando de una palanca que había en el suelo y tras los mismos sonidos de cadenas que Daniel oyó al despertar, la pesada puerta metálica se cerró.
El viejo pasó junto a ellos, que estaban parados a la entrada de la estancia principal y soltó el pescado en el fregadero de la pequeña pero bien provista cocina, que ocupaba el primer lado de una sala rectangular. 
Tal y como había dicho, ya no parecía un cuartel, sino un hogar. En el centro había una mesa redonda con cuatro sillas, a su lado un sofá y tras este otra puerta. Algunas estanterías con objetos varios y algún cuadro colgado en la pared. Frente a la pared del sofá la contraria tenía dos puertas más. Todo tenía buen aspecto y bastante limpio.

Pero ni Sara ni Daniel miraban nada de lo descrito. Ellos, inmóviles como estatuas, sólo miraban al techo.

A las luces del techo.
A las lámparas del techo. Con bombillas. Eléctricas.

A todo esto, Elmer seguía hablando.
- Lo más difícil fue averiguar cómo conseguir más suministros, pero... ¿coño, qué os pasa? - dijo mirándoles.

Ellos miraban las luces como quien ve a Dios.
- No puede ser - decía Daniel casi sin salirle la voz del cuerpo.
- ...es imposible - decía Sara, igual.
- Ah, eso - dijo Elmer sin darle mucha importancia -. Ya os dije que aquí se estaba bien...
- Elmer - le dijo Daniel aún estupefacto -, tú... sabes que no hay nada de electricidad en el mundo, ¿verdad?
- ¿Ah, si? ¿Quién lo dice? Yo tengo - respondió tajantemente - ¿Por qué no va a tenerla alguien más?
- Pero, ¿cómo?...
- Tranquilo, muchacho - le dió una fuerte palmada en la espalda -. Te van a salir canas, joder. Sentaos, tomemos un café y os lo cuento todo.
Sara reaccionó al fin.
- ¿Café?


Un poco después, ya sentados a la mesa, con las mochilas en un rincón y Elmer sirviéndoles café (hasta puso un azucarero en la mesa) de una pequeña cafetera metálica, les fue contando su historia:
- Veréis, llevábamos unos meses aquí mi Débora y yo sobreviviendo como los demás, supongo, con velas y eso. Y aún así no se estaba mal, claro que era todo más difícil. Una noche, sentimos como uno de esos mierdas extraterrestres empezó a jugar con la puerta de arriba. Ya habían rondado en otras ocasiones, pero no reparaban en nosotros y pasaban de largo. Este hijoputa debía ser un curioso de cojones porque de verdad pensé que podía averiguar que estábamos aquí y liárnosla si llamaba a sus amigos alienígenas...
- ¿Crees que son extraterrestres ? - preguntó Sara, saboreando su café.
- Coño, yo que sé - dijo Elmer encogiéndose de hombros. Después de alguna tos, continuó -. Pues si no son extraterrestres serán comunistas rusos, qué coño más dá...
- ¿Rusos? - dijo Sara divertida.
- No lo sé, tesoro, ¿alguna vez has visto un ruso? Pues yo tampoco... Bueno, tanto como si era el primo de E.T. como un puto volchevique el caso es que salí con dos cojones y le descerrajé dos cartuchazos de mi amiga - dijo señalando con la cabeza a la recortada, que había dejado en una estantería junto a la entrada al búnker -. A tomar por culo el curiosillo...
- ¿No os afectaba - preguntó Daniel -... ya sabes, eso que te hacen en la cabeza?
- Oh, lo intentaban siempre que pasaban, y este te aseguro que lo intentó con todas su fuerzas cuando me vió frente a frente. Pero le sirvió de una puta mierda. Con nosotros no podían...
- ¿Cómo? - quiso saber Sara - Hace poco nos escondimos de uno y - miró a Daniel con cariño - casi acaban con nuestra mente.
- Porque sois jóvenes - dijo Elmer muy convencido - y tenéis la cabeza hueca y llena de pajaritos. Cuando eres viejo como yo, ya no te cabe en la cabeza nada más, cielo. Lo intentaban, claro, pero nos traía por culo...
- Entonces... ¿lo mataste? - quiso saber Daniel, absorto por la historia.
- Joder, ya te digo - dijo Elmer -. Se le quedó la cabeza que parecía carne para hamburguesas.
- Pueden morir... - dijo Sara, como esperanzada.
- Como cualquier hijo de vecino. Serán del espacio exterior o vendrán del infierno o de donde sea, pero mételes un buen cartuchazo y a tomar viento... - volvió a toser -... bueno, dejadme que siga, coño, que me cuesta hablar - dijo después. Sara y Daniel le animaron a continuar -. Ya me iba pero ví una cosa entre los asquerosos restos de su jodida cabeza. Coño, no soy un guarro y no me gusta rebuscar entre sangre y sesos, pero algo brillaba ahí, entre la mierda que había quedado de su sesera...
 Arrastró un poco la silla hacia atrás hasta poder alcanzar con su brazo un cajón de una pequeña mesita que había en la entrada, parte del mismo mueble donde arriba había dejado la escopeta. Lo abrió y sacó el objeto, dejándolo en la mesa. Sara y Daniel lo miraban alucinados.
Era como una piedra, o como un cristal, o como metal, una mezcla de todo. Pero brillaba con un intenso fulgor rojo. Tenía más o menos el tamaño de un puño, perfectamente poliédrica, con los lados tan pulidos como un diamante, ligeramente romboide.
- Esto es, amigos - dijo -, esto es la clave de todo. Bajé con eso aquí y todo lo eléctrico cobró vida. Las luces, la cocina... todo. Si me marcho con ella encima, todo se apaga, en cuanto me alejo diez o quince metros. Hace que todo funcione con normalidad, si le doy al interruptor de la pared, se apagarán las luces. Es como si fuese un generador portátil, pero sin cables. Y si la llevo conmigo por donde voy pasando todo se ilumina como si yo fuese el jodido señor Navidad.
- ¿Puedo...? - preguntaba Daniel, alucinado, mirando la piedra roja.
- Claro, no pasa nada.
Daniel la cogió con cuidado. Sara le miraba, absorta.
- Está fría - dijo Daniel. Se la pasó a Sara que también la estudió con detenimiento - ¿cuánto hace de eso, Elmer?
- Pues a ver, eso fue en noviembre del...
- ¿Sabes en qué fecha estamos? - preguntó Daniel.
- Coño, claro - respondió Elmer como si tal cosa -. Mi querida Débora llevaba un diario y escribía todos los días. Yo no lo seguí, no sirvo para escribir bonito como hacía ella, pero al menos continué apuntando las fechas. Cada mañana es lo primero que hago al despertar... bueno, lo segundo, porque yo soy de despertarme e irme por las patas abajo... perdona, bonita.
Sara sonrió y volvió a dejar la piedra sobre la mesa.
- ¿Y qué dia es hoy? - quiso saber ella. Elmer volvió a arrastrar la silla hacia atrás y del mismo cajón donde guardaba la piedra sacó un grueso y ajado cuaderno. Lo abrió, pasó varias páginas mojándose el dedo y al fin dijo:
- Hoy es veiticuatro de febrero de dos mil veinticinco. El apagón en el mundo fue... en dos mil ventidós, junio.
Casi a la vez, Sara y Daniel calcularon mentalmente.
- Tengo dieciocho años y once meses, casi diecinueve - dijo ella.
- Yo... treintaycinco, el mes pasado.
- Pareces más joven.
- Siempre tuve cara de niño.
- Pues yo tengo ochentayséis - dijo Elmer - y las pelotas me llegan ya a las rodillas.
Todos se echaron a reír.

Mientras preparaban el pescado para comer, Elmer les fue contando más cosas. De su vida anterior con su esposa, de que nunca pudieron tener hijos, del caos, la muerte y la destrucción que asoló el mundo, de los años escondidos en el búnker...
Cuando ya los platos estaban vacíos, ellos saciados y las cervezas casi acabadas, les contó como ella enfermó y murió.
- La enterré en la playa, creo que le hubiese gustado - dijo, por primera vez, serio y profundo -. Antes pasamos por al lado.
- ¿Dónde? - preguntó Sara - No ví ninguna tumba.
- No quería que se viera - dijo Elmer, hurgando con un palillo de madera entre sus dientes -, no fuera a ser que algún colgado hijo de puta fuera a hacer alguna gracia. Pero si os fijáis la proxima vez, cerca de donde están las redes veréis un pequeño montón de rocas blancas. Está ahí.
- Lo siento, Elmer - dijo Sara y le puso la mano en el hombro con afecto.
- No pasa nada, bonita. Es ley de vida. Pronto me iré yo también... - luego pareció recobrar el ánimo -... bueno, ¿y vosotros? ¿Qué hacéis juntos, sois familia o algo? Contad algo vosotros, coño, que a mí sólo me falta enseñaros la radiografía de mi colon para que lo sepáis todo.
- No, no somos... - Daniel dudó, y miró a Sara sonriendo -... familia. Estábamos solos y nos encontramos hace poco. Yo he estado solo desde que salí de la gran ciudad. Allí tras el apagón aguanté mucho tiempo pero... era horrible. Sólo muerte, saqueadores, carroñeros y caos...
- ¿Y antes? - quiso indagar Elmer - ¿No tenías  a nadie?
- Sí - respondió Daniel y de nuevo miró a Sara, profundamente. Ella casi no necesitó escucharlo -, tenía una esposa y un bebé... murieron allí, en la ciudad - y Sara recordó la historia que le había contado en la granja, hacía unas noches. Sentía un gran dolor en su pecho, por él. Si no hubiera sido por Elmer se hubiera levantado y le hubiera abrazado y besado allí mismo.
Pero Elmer le preguntó a ella también.
- Mis padres ya eran muy mayores cuando yo... llegué. Creían que tampoco podrían tener hijos, como vosotros - le contaba a Elmer -. Pero aparecí yo, por sorpresa cuando ya no lo esperaban. Mi madre... quedó mal tras el parto y murió. Me crió mi padre pero lo hizo muy bien solo, le quería muchísimo. Cuando se apagó el mundo... no lo superó. Se apagó él también. Se apagó su corazón y... se cortó las venas.
- Oh, cielo - decía Elmer -, lo siento tanto...
Pero Sara miraba a Daniel directamente a los ojos mientras seguía con la segunda parte:
- Luego vagué sola durante un tiempo, hasta que... gentes malvadas me atacaron. Daniel me curó y me salvó.

"¡Mentirosiiillaaaa...!" canturreó Pequeña Zorra.

- Bueno - le dijo Elmer -, pues en mi opinión has tenido suerte. Este chaval está un poco "alelao" pero se le ve bastante resuelto.
- Eso le digo yo siempre... - dijo sonriendo a Daniel.
- ¿Quieres ducharte, encanto? - ella abrió los ojos de sorpresa e ilusión - ¿Quitarte el polvo del camino?
- ¿Una ducha... de verdad? - decía Sara - ¿con agua... caliente?
- No, si te parece - dijo Elmer - con mi atrosis y mi sinusitis me voy a duchar con agua fría. Hala, ve, quiero que este muchacho me cuente sus planes. Aquella es la puerta. Dentro hay de todo, champús y esas mierdas...

Sara disfrutó en la ducha como pocas cosas en los últimos años, desde el fin del mundo. Dejó correr el agua por su cabeza y por su cuerpo, muy caliente, casi a punto de quemar, mucho tiempo, antes de emplearse con el jabón y el champú.
Pero al cabo de un rato, bajo el chorro de agua, envuelta en vapor, sólo pensaba: "¿Qué estás haciendo...? ¿Qué estás haciendo...?"

"Yo, mira que te estoy avisando", dijo Pequeña Zorra, "pero tú nada... ¿cuándo le vas a hablar de Papá? De el de verdad, digo..."


Elmer escuchó con atención los planes de viaje de Daniel. Hurgando aún con su palillo dijo:
- Joder... hijo, yo no creo en esas mierdas del destino, como mi santa Débora, que era de misa diaria. A mí me llevaba arrastrando y yo iba por hacerla feliz y, bueno, qué coño; dan vino y puedes echar una cabezada. Pero, hostias... encontraros ha tenido que ser algo del destino o lo que sea que haya allá arriba.
- ¿Ah, si? - preguntó Daniel intrigado - ¿Por qué?
- Porque sé que me estoy muriendo - Daniel iba a interrumpirle como para darle ánimos pero el viejo alzó la mano, negando con la cabeza -. Es así, joder. Tengo ochentayséis años; no podremos echarle la culpa al médico, ¿verdad? - le dió otra palmada en el hombro y soltó una carcajada, que se acabó convirtiendo en otra terrible tos. Se puso un pañuelo en la boca para no esputar. Cuando al fin se recuperó, continuó - El caso... lo importante es que creía que iba a morir aquí de forma inútil y estúpida, sin poder legar a nadie... éso - echó una mirada  a la piedra, que Daniel no dejaba de tocar y estudiar -. Pero ahora resulta que en el descuento del partido aparecéis, que sois estupendos y que encima tus planes encajan perfectamente con los míos.
- ¿Los tuyos? - preguntó Daniel.
- Sí, los míos, que iban más allá de estar aquí escondido como una comadreja... pero por desgracia estoy demasiado viejo y débil para llevarlos a cabo. Cuando Débora vivía aquí conmigo no quería arrastrarla por ese mundo de ahí fuera, lleno de peligros y muerte. Cuando murió... yo ya estaba demasiado hecho mierda. Siempre podrás elegir, claro, y hacer lo que quieras, pero... espera a mañana, hoy estoy cansado de hablar. Mañana te enseñaré algo que os va a interesar mucho...

En ese momento Sara salió del baño, con una camiseta de hombre que le llegaba a mitad de los muslos y el pelo negro peinado hacia atrás, que así le llegaba hasta el final del cuello, aún mojado.
Apenas tenía ya marcas visibles de sus heridas en la cara.
- Vaya - dijo Elmer mirándola -, qué te parece esto, ¿no es como un ángel?

Daniel asintió sin más.

Luego fue él el que se duchó, mientras Sara, ya con sus vaqueros, ayudó a Elmer a hacer la cena. Unas salchichas de lata con guisantes.
Después los tres lo devoraron todo y bebieron de un vino rojo oscuro que Elmer sacó de un armario de la pequeña cocina.

Hablaron un poco más después de cenar, ellos dos en el sofá y Elmer siempre en una de las sillas del centro. El hombre les contó cómo había sobrevivido tres años allí y con aquél buen nivel de vida comparado con lo que había fuera en el mundo.
El agua surgía de un algibe que estaba cerca del barco, en la playa. Él lo tenía oculto con unas ramas que además filtraban el agua de lluvia de la que se nutría. Salvo algunas semanas en verano, no solía pasar escasez.
El resto de suministros los obtenía de la aldea de Villaparejo, donde siempre había vivido. Un pequeño pueblo al oeste. También cerca del barco, entre las rocas, había una salida de alcantarilla y Elmer había memorizado con el tiempo aquellos túneles, les explicó. Iba al pueblo, se nutría de lo que necesitara de las pequeñas tiendas y supermercados y volvía, siempre oculto y a salvo por los túneles del alcantarillado.
Era, sencillamente, un búnker perfecto.

Entrada ya la noche Elmer empezó a dar pequeñas cabezadas. Era verdad que hacía años que no hablaba tanto y estaba agotado. Sara se levantó y cariñosamente le despertó.
- Vamos, Elmer - le dijo -. Te acompañaré, ¿dónde duermes?
- A... allí... - dijo somnoliento señalando la puerta junto a la del baño. Luego señaló a la única puerta de la pared contraria, tras el sofá -... y allí vosotros... las sábanas están limpias... aquí no hay mucho que hacer para entretenerse y mi Débora me convirtió en un maniático de la limpieza...
- De acuerdo - le dijo Sara -, no te preocupes. Ahora a descansar.
Elmer aún pudo saludar a Daniel antes de que Sara abriera la puerta de su dormitorio y le metiese en él.
- Buenas noches, chaval...
- Buenas noches, Elmer - dijo Daniel antes de seguir estudiando la piedra, absorto -. Descansa, amigo.

En el dormitorio y aunque Elmer protestó, ya sin mucha energía, ella le quitó los zapatos y los pantalones y le ayudó a meterse en la cama, arropándolo después.
- Qué suerte ha sido encontraros, cielo - dijo Elmer -, ha tenido que ser un milagro de mi Débora.
- Creo que la suerte la hemos tenido nosotros, Elmer. Y sí, seguro que ella ha tenido algo que ver.
- ¿Quieres verla? - dijo el hombrecillo, ya con la voz muy apagada por el sueño. Sara asintió con energía.
- ¡Claro!
Él le señaló a la mesilla de noche. Había un pequeño portaretratos con el marco de madera. Sara lo cogió. La foto era a color, aunque ya algo desgastada y la mujer, de unos cuarenta años, estaba sobre un fondo de árboles, un bosque o un jardín, era difícil saberlo, con un bonito vestido y los zapatos en la mano.
- Es preciosa, Elmer - dijo Sara mirando la foto.
- Lo era, era muy hermosa - mientras ella dejaba la foto en su sitio, él siguió hablando -. Cuida de ese chico. Te quiere, daría la vida por tí, lo veo en sus ojos.
- Sólo nos conocemos desde hace unas semanas - dijo ella.
- Eso no tiene nada que ver con lo que digo... daría la vida por tí.
Sara no replicó más porque Elmer cerró los ojos, profundamente somnoliento. Le besó en la frente y sin saber si el viejo la escuchaba, para sí misma en realidad, dijo en voz muy baja:
- Sí, lo sé.


Cuando volvió a la estancia principal, Daniel seguía con la piedra, absolutamente fascinado. Sara se sentó a su lado en el sofá.
- ¿Qué opinas? - le preguntó - ¿Qué crees que es? ¿Su cerebro?...
- Sus baterías - dijo él mirando la piedra frente a él, levantándola para que la luz de las bombillas del techo se filtraran por su interior semi transparente -. Se alimentan de electricidad, ésa es la explicación. Creo que llegaron aquí, del espacio o de donde sea y primero fueron al plato principal, a lo fácil, y absorbieron toda la energía de nuestras ciudades y nuestras máquinas. Se dieron el gran festín. Y ahora que ya no hay más, buscan la nuestra, las migajas. Eso es lo que hacen con la gente, no lo entendía hasta ahora. Absorben la electricidad que tenemos en nuestros cuerpos. Se alimentan de lo único que les queda ya... - miró la piedra otra vez dándole vueltas entre sus dedos -... y la acumulan aquí. La electricidad es su sangre, su alimento...
- Vale - ella le quitó la piedra y la dejó sobre la mesa -, ¿y qué vamos a hacer? Sabes que este es un refugio que no podríamos ni soñar, es perfecto. Elmer ha sobrevivido aquí solo dos años, y uno más con su mujer también anciana...
- Sí, lo sé. Pero - él la miró y Sara supo qué iba a decir antes de que él dijera nada -, esto es importante, Sara. No puedo hacer como Elmer y esconderme aquí. Aún tiene más cosas que contarme, dice. Creo... estoy seguro que más gente habrá descubierto esto, que ya estará haciendo algo con esto... tengo que averiguarlo.
Sara le acarició la mejilla:
- Quieres salvar al mundo, ¿verdad? - le dijo, pero él negó con la cabeza.
- No, quiero saber si alguien está intentando salvarlo - se acercó aún más a ella y la cogió por las manos -. Escucha, si quieres quedarte aquí... - ella ya estaba negando con la cabeza -... sé que podrías estar a salvo y...
- No - dijo tajantemente -. Ni me lo planteo, ¿entiendes? No concibo estar aquí sola sin tí, ¿de acuerdo?
- De acuerdo...
Hubo un instante de silencio y luego ella dijo:
- Esperemos a ver que más tiene que contarnos y ya veremos, ¿okey?
- Okey...


Sara, satisfecha por el momento, se puso en pie.
- Y ahora vámonos a dormir - dijo -, estoy rota, y encima ese vino... - fue a la puerta del otro dormitorio y la abrió. Entonces se dió cuenta de que Daniel estaba colocando los cojines en el sofá - ¿Qué coño haces?
- Ah, yo puedo dormir aquí perfectamente - empezó a decir él. Ella volvió y le cogió de la mano, tirando de él para levantarlo -, en serio, yo...
- Venga ya, no seas gilipollas - dijo Sara -. Si nos vamos por ahí a salvar el mundo, a saber cuándo pillaremos otra cama como esta. No te preocupes, sé que eres un caballero y que estaré completamente a salvo...
- Gracias - dijo Daniel -... supongo.


La habitación era más pequeña que en la que dormía Elmer pero la cama era del mismo tamaño. No encendieron la luz, Sara se quitó los vaqueros y se metió en la cama sólo con la camiseta y las bragas. Él hizo lo mismo, slips y camiseta. Por una vez, prescindieron de la norma de dormir vestidos y calzados. Podían arriesgarse allí.
 No hacía mucho frío pero se taparon con la manta y la sábana de estilo militar que la cubría. Ella quedó de lado, mirándole. Él boca arriba, con las manos tras la cabeza.
- Buenas noches - dijo Sara dulcemente.
- Buenas noches.
Ella se pegó más a él y puso la cabeza sobre su pecho, como hacían cuando dormían en el exterior sentados. Pero no tenían tanta ropa como de costumbre y él notaba su calor. Y su olor.
Un tiempo dificil de determinar después, Daniel dijo en voz baja:
- Yo tampoco concibo irme sin tí...


Ella no pudo más y se echó encima de él. Antes de que Daniel comprendiera qué estaba pasando, Sara ya se había quitado la camiseta, la había arrojado al suelo y se la estaba quitando a él, con una celeridad y destreza envidiables.
- Sara, no... - dijo él. O una parte de él solamente, porque el peso del cuerpo de Sara, menudo y escaso, el contacto de sus pequeños senos, no más grandes que unas mandarinas y su olor, ya estaban haciendo que ese "Sara, no" le sonara como si lo hubiese dicho otra persona que estaba en la habitación, no él.
En menos tiempo del que se tarda en decir "Sara, no" ella ya se había quitado las bragas y ahora le quitaba a él los calzoncillos. Luego le besó dejándole sin aliento, introduciendo más bien su aliento, caliente y húmedo, en su boca.
Las manos de Daniel recorrieron la espalda de ella, sujetaron y apretaron sus nalgas. Todo lo demás, absolutamente todo el trabajo que debía hacerse, lo hizo ella. Su mano, hábil y maestra, buscó, acarició, agarró, guió y finalmente ayudó a entrar. Todo.
Él sólo pudo dejarse llevar.

Con los primeros embites, que por supuesto eran marcados por el cuerpo de ella, moviéndose sobre el de él al ritmo que ella quería en cada momento, tan largo, tan profundo, tan rápido o tan despacio como ella quería, y en uno de los pocos momentos en que la lengua de ella no estaba en la boca de él, Daniel siseó:
- Dios... dios...
- Dios no está aquí - sonó la voz de Sara como una cobra -, sólo yo.




"No te atrevas a decir una puta palabra", dijo Sara.
"Si no he dicho nada", replicó Pequeña Zorra.
"Mejor".




Muy poco después, sólo unos pocos minutos, él empezó a poner una cara de angustia, terror y placer, todo a la vez, y clavando sus manos en la espalda de Sara empezó a decir:
- No puedo más... no puedo aguantar más...
Ella aumentó el ritmo y la fuerza y, además, ordenó a esa parte de su cuerpo de ahí abajo, a ese poderoso sexo que manejaba y dominaba de forma más letal que ningún asesino ningún arma, que apretara más el miembro de Daniel. Al mismo tiempo, con sus labios rozando los de él, y con una voz que no parecía la suya (al menos a Daniel no le parecía la voz de la Sara de siempre), susurró:
- No lo hagas... no te resistas... dámelo... dámelo todo...


Y él lo hizo. Y lo volvería a hacer.


(continuará)

Comentarios

  1. Cada vez más interesante. Menuda imaginación tienes... y el personaje de Elmer me encanta!!!

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    Respuestas
    1. Este capítulo sabía era difícil, mucho diálogo y poca acción. Pero fundamental en la trama. Si no ha resultado pesado de leer, ya me conformo.
      Porque a partir del 6 ya es una montaña rusa.

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