Dentro 3

 "Dentro" (Un cuento post-apocalíptico)
  
Capítulo 3:


Que el cielo permaneciera nublado y gris, pese a lo avanzado de la mañana y que se agradeciese que amortiguara el calor del sol, sólo podía indicar que se avecinaba una tormenta. Podía ser de las normales, de las de toda la vida... o de las otras. Daniel, mientras esperaba cerca del desagüe bajo la autopista y daba un sorbo de agua, pensó en ello con preocupación.
Le resultaba complicado calcular las distancias (tantas veces recorridas en automóvil) a pie, pero creía que el pueblo ya no estaba muy lejos. Tampoco podrían seguir como hasta ahora la carretera (aunque a una distancia prudencial), pues esta se elevaba sobre el puente que cruzaba el río Férreo. Tendrían que ir a través del campo hasta el otro lado, donde volverían a encontrar la carretera y allí estarían ya muy cerca del pequeño pueblo. 
Pero la tormenta podía complicarlo todo.

Elucubrando sobre sus posibilidades y opciones oyó cómo la chica salía del pequeño túnel entre arbustos que era el desagüe, donde se habían  detenido para que ella pudiera aliviar su vejiga. Se estaba aún abrochando y ajustando el mono azul oscuro (con el parche del logotipo de la gasolinera cosido) y se quejaba y torcía el gesto de dolor.
- Qué te ocurre - quiso saber Daniel. Casi inmediatamente se arrepintió de haber hecho la pregunta. "¿Qué le ocurre, idiota?", pensó, "pues que estaba casi muerta hace unos días. Debería estar muerta, de hecho y quizás aún no lo consiga. Es casi un milagro que pueda andar".
Pero ella no pareció molesta por la pregunta, interpretándola con la verdadera intención con la que Daniel la había hecho, qué le ocurría concretamente ahora, mientras se ajustaba el mono.
- Me duele al orinar... y al andar - dijo ella. Su tono no era de protesta, de queja. Él había pedido una información y ella se la había dado.
- Será por la infección - dijo rápidamente Daniel sin pensarlo mucho. Hasta que ella volvió en sí en aquél cobertizo que ahora habían dejado, por fortuna, muy atrás, no se había dado cuenta de lo mucho que necesitaba hablar con otro ser humano... aparte de consigo mismo, claro. "Quizá la salvé por eso", pensó, "quizá no soy un alma caritativa y bondadosa. Sólo un puto egoísta que estaba harto de estar solo..."
- No, es por los desgarros - dijo ella sacándole la cabeza del ombligo. De nuevo no había pena ni tristeza en su voz. Sólo informaba. Como a cada rato tosió fuertemente, con ecos de encharcamiento desde sus pulmones, antes de poder seguir hablando -. ¿Cuánto crees que falta?
- No mucho - dijo lacónicamente Daniel mientras le tendía una de las botellas de agua -. Toma, bebe un poco. 
Ella cogió la botella de plástico y dio unos sorbos mientras él observaba su lamentable aspecto. Aún tenía el rostro un poco amoratado, sobre todo en la nariz y alrededor de la boca, unas ojeras púrpuras y profundas bajo los ojos vidriosos y aquella respiración que sonaba como un carburador gripado. Tan delgada que costaba creer que pudiera tenerse en pie, era la chica más vieja de la historia. Parecía un cadáver. "Y como no encontremos lo que buscamos, lo acabará siendo".
- Gracias - dijo ella tendiéndole, de vuelta, la pequeña botella. Él la guardó en la mochila -. Sé que me dijiste tu nombre alguna vez en el cobertizo. Pero estaba aturdida, no lo recuerdo.
- Daniel - dijo él. Y sin querer le sonrió un poco -. Tú en cambio aún no me has dicho el tuyo. 
- Sara - se limitó a decir antes de, sin esperar a que él se lo pidiese, echar a andar. Él también se arrancó y sólo en un par de pasos se puso a su lado.
- Mira - dijo señalando al frente - iremos por esa arboleda a través del prado. Así no seremos muy visibles ni desde la carretera ni desde el campo.
- Allí hay casas - observó Sara con agudeza.
- Sí, parece una granja... - sopesó las opciones. No podían dejarla pasar pese a los riesgos. Las ciudades estaban arrasadas, lo sabían. Pero en el inmenso campo había muchas casas, granjas e incluso pequeños pueblos casi intactos -. Habrá que acercarse con mucho cuidado y observar con mucha atención, ¿de acuerdo?
- De acuerdo - dijo Sara. Aquél tipo le inspiraba confianza, no sabía bien por qué. Bueno, aparte del pequeño detalle de haberle salvado la vida...

Agachados ambos entre los setos que rodeaban la casa principal de la granja, seguían observando. A decir verdad no sabrían calcular cuánto tiempo llevaban así, analizando cada pequeño matiz, cada signo, cada sombra.
- ¿Cómo lo ves? - preguntó al fin Sara, incapaz de ver nada destacable. Las ventanas estaban cerradas con los cristales intactos. Las persianas echadas. Nada parecía roto o estropeado más allá del típico aspecto descuidado de una casa y unos alrededores que no se han limpiado ni arreglado en meses. Abandonada, en definitiva, pero intacta. Ese era su aspecto.
Aun así Daniel volvió a mirar por los alrededores. Había un granero a unos veinte metros y otro pequeño rectángulo de madera a su lado; un garaje quizá. Reinaba el silencio y la calma.
- Bien - dijo al fin -, vamos a entrar. 
Se incorporó un poco (pero no del todo, caminando aún un poco agachado, en sigilo) y se acercó a los escalones que llevaban a la puerta principal.
- ¿Por la puerta? - preguntó Sara, algo extrañada de dicha maniobra tras tanta precaución.
- Si hay alguien - dijo Daniel en voz baja - nos pegará un tiro entremos por donde entremos. Probemos pues...
Se acercó a la puerta blanca de la entrada, tras detenerse un segundo porque uno de los escalones crujió en exceso, produciendo un ruido bastante seco y audible. Nada, ni un alma. Continuó hasta la puerta y con cuidado, no antes de volver a mirar a su alrededor por si detectaba cualquier signo extraño, probó a girar el pomo. Se giró hacia Sara, que había permanecido al pie de la pequeña escalinata, espectante.
- Cerrada. Buena señal - dijo mientras empezaba a bajar.
- ¿Por qué buena?
- Los carroñeros no cierran con llave después de arrasar un sitio - le explicó mientras bajaba a su altura y seguía medio agachado para empezar a rodear la casa hacia la derecha -. O está deshabitada o sus ocupantes son normales. Quizá hasta razonables. Busquemos una ventana que podamos romper o forzar.
La inquietante posibilidad la encontraron justo en la parte de atrás. Era la única ventana que no tenía la persiana bajada del todo, dejaba un resquicio de unos treinta, quizá cuarenta centímetros.
- Demasiado estrecho - dijo Daniel, algo contrariado.
- No para mí - apuntó Sara con determinación, interrumpida por otra tos. Él empezó a torcer el gesto pero ella insistió -. Vamos, yo quepo por ahí, mírame. Puedo hacerlo.
Él seguía moviendo la cabeza con desesperación y se mordisqueaba el labio inferior, nervioso.
- No me gusta - dijo -. Es muy arriesgado y estás muy débil...
- Oye, apenas llevamos un día andando y estoy desecha - explicó con rotundidad pese a lo débil y rasgada de su voz -. Si hay alguna posibilidad de que ahí dentro haya algo útil, quiero arriesgarme - volvió a toser.
En realidad Daniel sabía que era la mejor opción. La otra era romper la persiana, pero harían demasiado ruido. No quedaba otra y lo sabía.
- Está bien - claudicó al fin -. Así es como lo haremos, presta atención. Rompo el cristal, esperamos a ver si pasa algo. Si todo sigue en calma, dentro y fuera, te ayudo a entrar. Una vez dentro al mínimo ruido, a la mínima cosa rara que veas u oigas, vuelves a salir por esta ventana como alma lleva el diablo, ¿de acuerdo?
- De acuerdo - dijo ella mientras ya se descolgaba la bolsa de lona en la que sólo llevaba alguna prenda de ropa más, los pañuelos de papel, las toallitas húmedas y las medicinas (Daniel llevaba todo lo demás en su gran mochila de excursionista; no quería que ella cargara con más peso por ahora).
- Si no notas nada raro, directa a la puerta - continuó él - y me abres, ¿de acuerdo?
- De acuerdo - repitió ella otra vez.
Daniel se quitó el pañuelo a cuadros que llevaba alrededor del cuello y buscó algo pesado en los alrededores.
- Dame esa piedra - le dijo a Sara señalando con su mirada a sus espaldas. Ella se giró y tras mirar un segundo cogió y le dio una piedra blanca y ligeramente piramidal, de un buen par de kilos. Daniel puso el pañuelo bien abierto en el cristal. Preparándose para golpear volvió a hablarle -. Una vez que entres... si entras... esperaré unos treinta segundos. Si veo que no vuelves por aquí cagando leches, me iré para esperarte en la puerta.
- Entendido - dijo Sara, resoplando, mentalizándose -. Lo haré bien, ya lo verás.
- Lo sé... - y golpeó el cristal.

Menos de una hora después ella estaba sentada en el sofá más cómodo que podía recordar desde que el mundo se oscureció. Se había quitado las botas (nuevamente encontradas por Daniel en la gasolinera aunque no eran de su talla; le estaban algo grandes y le estaban provocando rozaduras y ampollas, también debido a que no llevaba calcetines) y descansaba tras la caminata y la excitación de entrar en la casa. Mientras, él la registraba por segunda vez. La primera, muy exhaustiva, comprobando que no hubiese nadie y que todo estuviese bien cerrado (incluyendo la ventana por la que había entrado Sara, cuya persiana habían bajado del todo como las demás) y ahora una segunda buscando suministros útiles. 
Llegó hasta ella cargado de cosas, visiblemente contento. Fuera había empezado a llover (finalmente era una lluvia normal) y la oscuridad en la casa, con todas las persianas echadas e iluminados sólo por las velas que habían encendido a su alrededor, era similar a la medianoche, aunque aún fuese solo por la tarde.
Daniel se sentó en el sofá también y dejó caer un montón de objetos entre ambos.
- ¡Mira, mira todo lo que he encontrado! - dijo exhultante - ¡Es un tesoro esta casa! ¡Está intacta!
Ella también empezó a examinar los objetos. Casi todo era medicinas.
- Fíjate - continuaba Daniel -, antibióticos, inhaladores, antihistamínicos, alcohol, desinfectante... ¡tenemos todo lo que buscábamos! Ya no será necesario pasar por el pueblo.
- ¿No? - preguntó extrañada Sara.
- No, quería echar un vistazo porque recordaba, de cuando pasaba por allí, que había una farmacia. Pero ya no la necesitamos. Nos aprovisionaremos bien aquí hasta que te recuperes.
Ella miraba las medicinas al igual que él, que abría las cajas e intentaba leer los prospectos, con bastante dificultad debido a la escasa luz.
- Podríamos quedarnos aquí - dijo tímidamente. Levantó la vista buscando su reacción, pero Daniel no parecía haberla oído.
- Vamos, empieza por tomarte estas - se limitó a decir dándole un frasco de pastillas -. Ah, y aún no te he contado lo mejor. La cocina es a gas. No red de gas como en las ciudades, funciona con botellas de gas... ¿sabes lo que significa eso?
- No - dijo ella sin querer insistir... de momento - ¿Que podemos calentar la comida?
- Eso también, pero... ¿cuánto hace que no te das un baño?


En la oscuridad del cuarto de baño, en la planta superior, sólo atenuada por el débil fulgor de una cuantas velas, sumergida hasta las orejas y con un paño húmedo en la cara mientras dejaba que el agua caliente (subida con cubos desde la cocina) abriera los poros de su piel, recordaba la otra bañera. La de hacía ya... ¿cuánto tiempo? Resultaba muy difícil calcular el tiempo que había pasado desde el apagón. Lo último que recordaba del mundo de antes era el instituto, las amigas, las fiestas, los chicos... tenía dieciséis años cuando el mundo se sumió en la oscuridad pero, ¿cuánto tiempo había pasado? ¿Dos años? ¿Tres?... era muy difícil calcularlo con seguridad.
Todo dejó de funcionar. Todo lo que necesitase electricidad. No importaba si a la red, a baterías o a pilas. Se apagaron las luces de la calle. Se apagaron los televisores. Se apagaron los teléfonos móviles. Se pararon los coches en mitad de las carreteras. Cayeron los aviones del cielo...
La gente se volvió loca. Se convirtieron en los carroñeros. Dejó de haber luz en el mundo y se apagó también la luz de sus cabezas... de la mayoría. Algunos no pudieron soportar la idea... algunos.

Nunca volvió a haber electricidad. Sencillamente no era posible producirla. Daba igual que abrieses un paquete de pilas nuevas; la linterna no se encendía. Daba igual que pusieses una batería nueva a un coche; el coche ni hacía contacto. Era como si la electricidad, el propio concepto de la misma, hubiese desaparecido, como si nunca hubiese existido.
Excepto en las tormentas. Las tormentas de rayos rojos. Pero esas trajeron a los Nocturnos...

Durante un tiempo tuvo un reloj de pulsera que funcionaba, por ser de los que sólo necesitan que se les dé cuerda, pero se había roto y perdido hacia mucho, cuando huyó de la ciudad. 
Cuando, en aquella otra bañera, también a oscuras, también con unas velas en el lavabo para proporcionar una mínima luz, vio los brazos extendidos, la hoja de afeitar en el suelo y la sangre.
"¿Cuál es la clave, papá?", pensó ahora, transpirando en el agua tibia,  "¿cuál es? ¿Por qué no me lo dijiste antes de marcharte?".


Cenaban siempre en el salón, junto a la chimenea que, por supuesto, no encendían para que nadie viese el humo a lo lejos, pero sobre su base de ladrillo rojizo colocaban las velas, creando la ilusión de que la tenue luz salía de ella. Daniel se había afeitado y ahora que podía ver mejor su cara, sin mugre y sin pelos, ella creyó que era más joven de lo que pensó la primera vez que le vio, allá en el cobertizo. Sólo había pasado una semana, pero parecía un siglo.
- ¿Qué eras... antes? - le preguntó, curiosa.
- ¿Quieres decir que a qué me dedicaba - dijo Daniel mientras abría otra lata -, en qué trabajaba cuando había un mundo? - sonrió - ¿Por qué ese interés?
- No sé, se te ve muy resuelto - admitió ella -. Y has sobrevivido todo este tiempo solo...
- Tú también lo has hecho.
- Pero no llevaba tanto tiempo sola - admitió -, antes estaba con más gente. Y cuando me quedé sola... ya viste cómo acabé.

Sus ojos se empezaron a cubrir de niebla y Daniel quiso distraerla rápidamente. Era evidente que no quería recordar aquello o que no se sentía preparada aún para hablarle de ciertas cosas de su pasado. Él no quería forzarlo tampoco, sabía muy poco de ella en realidad pero podía esperar.
- Vendía casas - dijo sin más. Sara sonrió un poco y arqueó las cejas.
- ¿Qué? - preguntó extrañada.
- Vendía y alquilaba casas. Ya sabes, inmobiliarias y eso... - dijo él con naturalidad mientras comía.
Sara no pudo evitar ahogar una risita.
- Y yo que pensaba que eras un... yo que sé, un experto en supervivencia, un marine, un boina verde de esos... ¿vendías putas casas, me tomas el pelo? - él se limitó a asentir y a encogerse de hombros. También sonreía - Pero, ¿como has aprendido todos esos trucos y todas esas tácticas que te sabes para sobrevivir?
- A hostias - respondió. Sin sonreír esta vez.


La mañana siguiente exploraron, con muchas precauciones, el exterior. En el pequeño garaje que había fuera, junto al granero, encontraron unas zapatillas deportivas, tipo baloncesto, que quedaban bien a Sara. Daniel no halló nada para renovar calzado, pero sus botas de montaña aún aguantaban.
En el granero encontraron un machete, enorme y pesado, y un hacha para la leña, no muy grande, que Daniel se agenció. La navaja... para abrir latas de conserva de ahora en adelante. 

La tarde la dedicaron a vaciar los armarios y a clasificar la ropa que podían usar y llevar. Sara por fin pudo deshacerse del horrible mono de la gasolinera, uniéndose a las incómodas botas en la basura. Ambos consiguieron vaqueros que les quedaban bien, varios pares de calcetines, camisetas y sudaderas. No había ropa de abrigo, parecía que era una casa usada sólo en verano, de modo que Daniel continuó con su chaqueta acolchada de plumas rojo oscuro y Sara con la chaqueta estilo militar que él encontró en la gasolinera y que le había servido de almohada los primeros días.

Revolviendo los cajones de uno de los últimos armarios, Sara encontró algo. Se detuvo y llamó a Daniel.
- Mira - le dijo cuando llegó a su lado.

Era un revólver. Negro, de cañón corto. Daniel lo cogió del cajón con cuidado y lo estudió detenidamente.
- ¿Sabes de armas? - preguntó ella.
- Sé que si sabes manejarlas, matas. Y si no sabes, te la quitarán y te matarán - abrió el tambor. Estaba cargado -. Mira a ver si hay más balas - le dijo.


- Es una pena toda esa comida que hay en la despensa de abajo, en el sótano. Pero no puedo sobrecargarme más - dijo Daniel mientras terminaba de preparar su mochila y sus enseres. Ella, sentada en el sofá con las piernas cruzadas, le observaba en silencio. Dentro de la casa siempre había la misma oscuridad, pero calculaban que era por la noche.
Daniel había decidido partir por la mañana.
- ¿Qué tal te encuentras? - le preguntó mientras seguía preparando las cosas. Ella sonrió un poco.
- Muy bien, ¿cuánto hace que no me escuchas toser?
- Es verdad - dijo complacido. Detuvo su tarea y la miró directamente a los ojos - Te dije, cuando hablamos por primera vez en aquél cobertizo, que cuando te encontrases bien podrías decidir tu camino. Creo que estás mucho mejor. Yo me marcho.
- Al sur...
- Al sur, señorita Teschmacher...
- Aún no te he dado las gracias por salvarme la vida - dijo Sara. Iba a añadir algo más (llevaba un rato pensando algo bonito para decir a continuación) pero él la interrumpió:
- No me las des. No lo hice por ti en realidad. Lo hice por mí.
- No lo entiendo - admitió ella.
- Cuando llegó la oscuridad estuve, al principio, como todos supongo, refugiado en mi casa, en la ciudad. Allí ví algo peor que los saqueadores, peor que los carroñeros... peor que los Nocturnos. Ví a gente a la que quería perder... su humanidad, su alma, o como quieras llamarlo. Ví a una madre arrojar a su hijo pequeño a los carroñeros para que se entretuviesen devorando al pobre crío y ella poder huir. Y cosas aún peores... Por eso me fuí, por eso me arriesgué a atravesar aquél infierno y salí de la ciudad. A partir de ahí vagué solo, siempre solo. Y siempre tuve la duda de si me habría pasado lo mismo, si habría perdido mi... alma, o como se diga.
Cuando te ví allí, en el suelo de aquél cuartucho, medio desnuda y llena de sangre... pensé que estabas muerta. Y... no sentí nada. Absolutamente nada. Ni lástima, ni pena... nada. Entonces ví que estabas viva y tuve, para mi propia sorpresa, el impulso de ayudarte. De modo que, gracias a tí, descubrí que aún soy un ser humano. Así que... no me des las gracias.
- Pues te las doy - dijo ella - con más fuerza todavía.

Hubo un instante de silencio, pero no fue incómodo. Fue cálido como una manta en invierno. Ella suspiró y descruzó las piernas, dispuesta a bajar del sofá.
- Voy a preparar mis cosas también - dijo con total normalidad -. ¿Dices que salimos por la mañana?
- Al amanecer.



"¿Qué ha sido eso?".
Sara despertó sobresaltada. Estaba soñando con algo, o con alguien, por lo que en un primer momento pesó que eso, la pesadilla, la había despertado.
Pero volvió a oírlo. Un ruido seco y sordo, más allá de la granja... pero cerca. Otro grito. Y otro...

No tuvo tiempo de dudar más porque Daniel entró en el dormitorio con evidente tensión y prisas.
- ¡Arriba, levanta! - le dijo. Ella saltó de la cama ya con las zapatillas deportivas puestas ("Duerme siempre calzada", le había dicho Daniel. "Nunca sabes cuándo tendrás que salir corriendo"... joder con el vendedor de casas).
- ¿Qué ocurre? - preguntó Sara levantándose y acercándose a Daniel que estaba junto a la ventana del dormitorio. Abrió la persiana.
- Viene de allí - dijo él, en tensión, mirando por el cristal aunque la oscuridad no dejaba ver casi nada -. Debe haber otra granja que no hemos visto por los árboles...
Se escuchó otro ruído sordo.
- Disparos - dijo Daniel antes de mirar al cielo a través de la ventana -. Creo que no falta mucho para el amanecer, podríamos aguantar en el sótano y...

Un golpe seco en la puerta principal les interrumpió. Luego otro. Y otro, seguido de gruñidos y unos chasquidos alargados como de arañazos en la puerta.
- ¡Están aquí! - exclamó Sara, presa del miedo, temblando - ¡No pueden entrar, ¿verdad?! ¡No pueden...!
- Por la puerta no lo creo, pero las ventanas... - Daniel le cogió las manos y trató de mostrar seguridad en la voz (aunque también estaba muerto de miedo) - Nos vamos, mientras están entretenidos con la puerta podemos salir por la ventana de atrás, por la que entraste. ¿Preparada? - Sara asintió, aún temblando -. Vamos, coge tu mochila y baja sin hacer ruído.

Mientras bajaban por las escaleras los arañazos, golpes y gruñidos en la puerta aumentaban. También oyeron unos gritos a lo lejos. Parecían de mujer. Gritos absolutamente desgarrados.
Llegaron junto a la ventana y Daniel empezó a descorrer la persiana, procurando hacerlo despacio y con el menor ruído posible. Echó un vistazo rápido fuera (no se veía gran cosa) y se preparó para saltar. Antes, sacó el machete de la jincha que había fabricado en la mochila con unas correas y se lo ofreció a Sara.
- Toma, cógelo - le dijo apresuradamente. Ella se sorprendió por su peso y le miró angustiada.
- No... no sé usarlo, no tengo fuerza y... - empezó a decir. Daniel levantó su mano con el puño cerrado.
- Arriba - bajó el brazo, rápido y seco - y abajo.
- ¿Qué? - dijo ella nerviosa.
- Golpea de arriba a abajo - él volvió a hacer el gesto -. El sólo peso del machete ya hará daño - explicó.
- De... de acuerdo - dijo ella tratando de encontrar la mejor forma de sujetarlo.
- ¿Lista? - dijo Daniel casi suspirando. Ella se limitó a asentir, temblorosa - Voy yo  primero; no saltes hasta que te lo diga.
- Si, si... - Los golpes y arañazos en la puerta aumentaban. Más gritos a lo lejos. Otro disparo.
Daniel le dedicó un última mirada de ánimo y saltó, tras apoyarse en la encimera de la cocina, por la ventana. Por primera vez en muchos días, Sara se sintió terriblemente sola.

Miraba fuera pero no veía a Daniel. Un cristal de una ventana del piso inferior  sonó mientras estallaba en pedazos, afortunadamente del otro extremo de la casa, cerca de la puerta. Los gruñidos aumentaban. 
Sólo pasaron unos pocos segundos pero se le hicieron eternos. Por fin pudo ver su cara al otro lado de la ventana rota.
- ¡Vamos, salta! - le dijo en el tono más alto en el que se puede susurrar.

Sara se subió a la encimera y pasó primero la cabeza y el cuerpo. Daniel la cogió por la cintura y la ayudó a bajar. Notaba su respiración agitada y sus bronquios, aún convalecientes, empezar a quejarse.
- Hacia allí - señaló Daniel -, al río. En dirección al río, ¡vamos!
- ¡Te sigo! - dijo ella tratando de insuflarse ánimo.

Él empezó a correr y ella detrás. Pero no habían dado más que unas zancadas cuando al pasar por los setos de plantas descuidadas que habían crecido salvajemente con el tiempo, una mano salió de entre el follaje y la agarró por el tobillo, tirándola al suelo.
- ¡Daniieee...! - empezó a gritar mientras giraba su cuerpo boca arriba. Del seto apareció, siguiendo la mano que la sujetaba, el carroñero. Con su piel desgajada, a jirones, restos de lo que una vez fue ropa, la mueca desencajada dejando caer saliva y el olor a podredumbre. Rugía como un animal salvaje y los ojos... los ojos eran sangre.
Reptaba a cuatro patas y empezaba a tirar de ella pero al mismo tiempo estaba a punto de echársele encima.
- ¡Dale! - gritó Daniel mientras corría hacia ella -  ¡Dale, Sara!

Entonces ella se dió cuenta de que llevaba el machete en la mano. Lo levantó y lo descargó con todas sus fuerzas sobre la mano que la agarraba. El carroñero gruñó con rabia y se incorporó, quedándose de rodillas y mirándose el muñón que le había quedado tras el sajo. La mano seguía aferrada al tobillo de Sara, escupiendo sangre por el corte como si alguien presionara una pistola de agua, de ésas de juguete.
El hacha de Daniel, aprovechando que el carroñero se había incorporado, impactó en su sien tras blandirlo él como si fuese un palo de golf. Media cabeza del ser salió volando y los sesos se le desparramaron por el agujero abierto en la parte posterior de su cabeza como si fuese una boca que vomitaba. Luego cayó hacia un lado.
- ¡Vamos! - dijo Daniel mientras la ayudaba a levantarse cogiéndola de la mano - ¡Vámonos!

Echaron a correr pradera abajo, esta vez cogidos de la mano, hasta que llegaron al riachuelo, siguiendo su orilla hasta que pasaron debajo de un puente de madera, parte de la carretera comarcal que llevaba al pueblo desde esas granjas.
Se sentaron para recuperar el aliento en la base de madera, con los pies y las piernas encharcados en agua. Sara resoplaba pesadamente, presa aún del miedo. Él también jadeaba.
- ¿Estás bien? - preguntó Daniel. Sara se limitó a asentir.

De lejos, reconfortablemente ya de lejos, seguían llegando gritos.
- Había gente - dijo Sara mirando en aquella dirección, hacia la granja que habían dejado atrás -. Había más gente allí... y no hemos podido ayudarles.
- No sabíamos que estaban ahí - respondió Daniel.
- No... no lo sabíamos... no lo sabíamos...

(continuará)

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