"ARDE"

 

 Capítulo 2: Estrellas en los ojos





- La mayoría de la gente en realidad no tiene nada que decir. Andan todo el día exprimiéndose las neuronas en busca de algo importante, algo agudo, ingenioso o trascendental que soltar por la boca. Tratan de impresionarte robando frases a otros, cosas que escucharon en algún lugar, en aquella película o en aquél libro. Y todo, ¿para qué? Para no tener que esforzarse en tener una opinión propia, para no demostrase a sí mismos lo vacías que están sus cabezas. Detestan su propio silencio casi tanto como temen su invisibilidad. Y ambas cosas son de lo mejor que puedes tener. No hay nada mejor que un buen silencio ni hay nada mejor que ser invisible. Mírales... los pobres creen que se han divertido.

Yo no miré a nadie, claro; salvo a ella. La observaba, como llevaba haciendo gran parte de la noche, fascinado. María decía aquellas palabras con tal fuerza, con tal precisión quirúrjica, sin pararse a pensar ni elegir las palabras, que parecía que las estuviese leyendo escritas en el aire que había entre los dos. Y con tanta convicción como si fuesen leyes de Dios.
Pese a todo yo sí hablé. Guardar silencio entonces hubiese sido un recurso fácil.
- No creo que tú seas invisible - dije -. Puede que seas muchas cosas pero desde luego invisible no, créeme.
- Bah, tampoco soy diferente. Solo una puta polilla más dando tumbos por ahí, acudiendo a la luz para darse la hostia contra la ventana, una y otra vez. Los golpes, a fin de cuentas, son los que te moldean, ¿no crees? 
No pude evitar preguntar algo que, dadas las circunstancias, parecía algo bastante vulgar. Pero en aquél momento se me antojaba importante:
- Pero, vamos a ver, ¿tú que edad tienes?
- Diecinueve - contestó sin titubeos antes de dar un sorbo a su café. Bebía café solo, sin azúcar. Y ya era el segundo. También fumaba Ducados sin parar. 
- Joder... - dejé caer.
- Qué pasa - dijo, algo airada -. No se te ocurra decirme lo de que soy una cría porque no tienes ni la más puta idea de lo que soy o de lo que puedo dejar de ser, ni de lo que he vivido o lo que no.
- Ya, ya veo - una vez más, como en la anterior, la noche en que la encontré con su moto tras la pelea, decidí arriesgarme a cabrearla, a forzar la máquina. Quería ver cuánto había de pose en su actitud, a ver si de verdad su cabeza era tan apabullante como parecía.
Porque después de llevar horas hablando con ella, o mejor dicho escuchándola, me resistía a creer que hubiese alguien así suelto por el mundo y que este no hubiese cambiado, como cambió con el fuego o la rueda. Así que me remangué las ideas y salté al ruedo:
- Pero verás, todo eso que acabas de decir parece justamente lo que antes criticabas de los demás, juzgándoles tan duramente. Una frase hecha, un buen rollo de película sesentera de sexo, drogas y rock and roll. "Oh, soy joven por fuera pero vieja por dentro, tío. Y he tenido experiencias tan acojonantes que ni te imaginas..." bla, bla, bla... Mira, te saco... - calculé rápido -... unos trece años y te digo que por muy inteligente que seas, que lo eres, o por muy especial que te creas aún te falta mucho para darte cuenta de algo, para llegar a un lugar al que tarde o temprano llegarás: a saber que todos formamos parte del mismo espectáculo y seguimos el mismo guión. Con tu edad, bueno... todos nos creemos diferentes, todos tenemos poco o ningún lugar en el mundo y una jodida y aterradora historia que contar. Yo, por ejemplo, siempre poco sociable, introvertido y oh, sí, iba a ser escritor porque tenía cosas súper importantes que contar. Cosas terribles que tenía que sacar de mi interior, expresándolas con palabras para exorcizar mis demonios personales, etcétera, etcétera... ¡Polladas! Solo eran gilipolleces. Aquí estoy ahora un tiempo después, currando en una gestoría y mírame, no me he muerto ni nada. Tan normal y tan vulgar como todos esos chavales con pajarita en el cuello de ahí detrás. No creas, es duro y lleva tiempo asumir eso. Pero, una vez conseguido, no se vive del todo mal. Yo al menos puedo vivir bien con ello.

Para mi sorpresa, sonrió. Era la primera vez en toda la noche que sonreía. Y el sol había salido ya hacía bastante rato.
Desayunábamos, agobiados por el inmenso gentío de gente joven, en "Los Gitanillos", la gran cafetería junto a la estación de autobuses y que se mantenía abierta las veinticuatro horas. Era la mañana de Año Nuevo y nuestro nuevo encuentro había sido tan inesperado como agradable para mí.

Hacía ya bastante tiempo que las fiestas de Nochevieja me la traían al fresco, y de hecho en los últimos años me limitaba a bajar a los bares del centro como un sábado cualquiera, pululando de garito en garito.
Aquél año además Dani trabajaba en la barra de una de esas fiestas a la que yo no iba a ir, la del Club Mediterráneo. No lo hacía por la pasta sino por hacer un favor a un amigo y, de paso, tener una posición privilegiada para alguna conquista.
De modo que con pocas perspectivas de que fuese una noche inolvidable quedé con algunos otros amigos, viejos conocidos del barrio, que tenían el mismo plan de centro y bares. La gente no se acaba de poner de acuerdo sobre si también acababa el siglo o no.

Y súbitamente, tras la tercera o cuarta barra en que nos apoyamos, estaba ella.
Era un local llamado "Ye-yé", que ya no existe, que hacía esquina en una boca de calle Comedias (donde todo eran locales de copas).

Ella no me vió, o no me reconoció, hasta que se acercó para atendernos. Llevaba su melena rizada recogida en una cola, supongo que por comodidad, y una camiseta de manga larga muy pegada, hasta el cuello, color negro, por supuesto. Nos preguntó, a todo el grupo, qué queríamos beber y entonces me miró. No llegó a sonreír pero me hizo un gesto amable (para ser ella):
- Hombre - dijo -, mi "angel de la guarda", ¿qué tal? - lo del Roadhouse había sido sólo hacía un par de semanas.

Entre cerveza y cerveza, cada vez que volvía a la barra, ella estaba un poco más amable. Incluso en pequeños ratos en que no tenía a nadie a quien atender, hablábamos un poco. Básicamente sólo pude preguntarle por qué estaba tras esa barra (pues el Ye-yé era un bar al que yo iba mucho y jamás la había visto allí).
Me contestó que, aunque no necesitaba el dinero, como las fiestas la aburrían mortalmente, unos días antes que había pasado por allí le preguntaron si quería ser refuerzo para Nochevieja y, con tal de no quedarse en casa, aceptó.
Por mi parte, en ningún momento saqué el asunto del Roadhouse. Seguí fingiendo que sólo la había visto en la librería de Susi y luego ya en la moto.

Cerca de las siete de la mañana, cuando la música se apagó y ella salió de detrás de la barra, soltándose la melena y poniéndose su chupa de cuero rojo, me armé de valor y le pregunté si podía invitarla a desayunar. 
- Ni hablar - me dijo -. Te invito yo; te lo debo por lo de la otra noche.

Y allí estábamos un par de horas después, ya a pleno día, tomando café en Los Gitanillos con ella escuchando mi perorata y sonriendo después.
Era, pese a todo, una sonrisa ácida y con cierta aflicción.

- Interesante - dijo sencillamente -. Pero sigues sin entender a qué me refiero. No soy especial; para nada. Es mi puta vida la que lo ha sido.
- Pues como no la sé - lancé el sedal -, no puedo opinar. Tendrías que contármela.
- Claro... algún día - dijo mirando por la ventana y dejando de sonreír. Y aquello sonó a "ni lo sueñes".
Que no picó, vamos.

Nada más subirse en mi coche un rato después comenzó a rebuscar entre mis cd´s de música, desechándolos a gran velocidad uno a uno. Por fin uno de ellos pareció agradarle y lo puso, manejando la radio como si el coche fuese suyo. Era algo de Nirvana. Le pregunté si le gustaban y me dijo que era lo más "escuchable" que había en mi guantera.
- Supongo que te va todo el rollo del drama del Kurt Corbain, ¿no? - dije, una vez más aunque no me diese cuenta, intentando probarla - Ya sabes, la autodestrucción por el éxito, el posterior suicidio y todas esas zarandajas.
- No, no me gustan por eso. Él fue un débil. Un gilipollas que estaba amargado porque su mujer se chutaba estando embarazada de su hijo. Le entró una "depre" y se mató. Yo nunca hubiese hecho eso. No me gusta rendirme. Y he perdido muchas batallas, créeme.
- Ah... ¿y qué hubieses hecho tú? - pregunté intrigado.
- La hubiese matado a ella, supongo...
- ¿Y el crío?
Ella se encogió de hombros.
- Mejor muerto que tener por madre a la Courtney Love. Menuda imbécil...
Fuí yo entonces quien se echó a reír. Ella me miró intrigada, como no comprendiendo por qué me reía.
- Joder - le dije -. ¿A tí hay alguien que te caiga bien?
- Casi nadie, es cierto - admitió -. Tampoco me he parado mucho a pensarlo si te digo la verdad. Ya te he dicho que, en general, la gente me importa una mierda.
- ¿Y yo? - pregunté sin haberlo pensado y arrepentiéndome enseguida. Esperé su reacción temiéndome cualquier cosa.
Sin mirarme, dirigiendo su atención al paseo marítimo por el que circulábamos aquella fría mañana del primer día del año (y puede que del siglo y del milenio), habló con la voz templada, aquella voz un poco más grave y más ronca de lo que uno podía asociar a su cara.
- Hacía meses que no charlaba con nadie - dijo con demasiada tranquilidad y seguridad para estar inventándoselo -. ¿Contesta eso a tu pregunta?

Lo cierto es que sí. El problema es que a cada segundo surgían un millón de preguntas nuevas en mi cabeza.

Nada más llegar deduje que tampoco se había inventado lo de que no necesitaba el dinero de aquella noche. Su casa era un regio chalé del Cerrado de Calderón, así que pude suponer que su familia tenía pasta. Bajó del coche sin decir nada hasta que cerró la puerta.
Entonces se inclinó sobre el hueco de la ventanilla, apoyando los codos en la puerta y con su cara casi dentro del coche.
Y simplemente me miró, durante unos segundos. Me pareció buena idea no decir nada.
- Ha sido agradable - dijo por fin en un tono sorpendentemente cálido -. Gracias por escucharme; creo que necesitaba una noche así.
- Si no fueras tan de dura por la vida tendrías más gente con la que hablar - dije yo y luego sonreí al añadir -. Pero en cualquier caso, de nada; ha sido un placer. Y cuando quieras - ya me lancé con todo - quedamos otro día para... no sé, tomar algo o ir al cine. ¿Te gusta el cine?
- Sólo si está vacío.
Me eché a reír y se me escapó:
- Jodida cría...
- ¿Sabes? A cualquier otro que me llamase "cría" le partiría la cara - entonces sacó de su chaqueta un móvil de ínfimo tamaño y con toda seguridad prohibitivamente caro y empezó a teclear en él a velocidad de vértigo. Yo aún no había reaccionado cuando ella continuó -. Pero tú... me gusta cómo lo dices. Dime tu número.

Se lo dije (ella no me dió el suyo, pero supuse que lo pillaría cuando me llamase... si me llamaba) y sin más se dió la vuelta y abrió con sus llaves una enorme verja metálica.
Entonces llegaron los gruñidos y feroces ladridos de una enorme bestia que no pude llegar a ver pero que, sin duda, procedía del infierno. Debía ser aterrador e impresionante, pero nada más entrar María y desaparecer de mi vista tras los enormes setos que rodeaban la casa, la bestia calló, luego gimió y poco a poco pareció alejarse, en busca de refugio.


 



"Hacía meses que no charlaba con nadie", dijo. 
Pasaron otra vez muchos días, algo más de una semana y aunque no había vuelto a saber de ella, no podía quitármela de la cabeza. Ni su pelo de fuego, ni sus aterradores ojos azul oscuro, ni su mano de piel derretida. Pero sobre todo no dejaba de pensar en aquella frase que dijo demasiado tranquila y segura para dudar de su veracidad. Meses. Una chica de diecinueve años, guapa, lista y atractiva que llevaba meses sin charlar con nadie. ¿Qué es lo que ocurría ahí? ¿Que grado de incomunicación podía tener, voluntario (como parecía) o no para llegar a eso?


También recuerdo de aquellos días que, sin saber bien por qué, comencé a escribir otra vez. Llevaba varios años sin hacerlo y de pronto una noche, mientras miraba la tele pero pensaba en ella, me levanté como si hubiese sonado el teléfono, cogí unos folios y bolígrafos y empecé a plasmar en palabras lo primero que se me pasaba por la cabeza, sin parar, compulsivamente.

Antes de verme obligado a acostarme pues debía trabajar al otro día, lo leí. No tenía ningún sentido pero aún así guardé las hojas. Y durante las siguientes noches continué haciéndolo.
En ninguna de aquellas hojas mencionaba a María, al menos directamente. De algún modo u otro sí que estaba rondando por mi mente, retorciéndose por detrás de mis ojos. No era amor, no es que me estuviese enamorando. Ya me había enamorado otras veces, e incluso encoñado, y aquello era distinto.

Pero algo me estaba pasando con aquella puñetera muchacha de fuego.


Atrapado en pleno atasco en calle Victoria, el que hay todos los días a las dos de la tarde cuando todo el mundo sale de sus trabajos como huyendo de un incendio y los coches se convierten en una trampa mortal, sonó mi móvil. Casualmente en ese momento no pensaba en ella y no tuve ningún presentimiento; imaginé que sería cualquiera del trabajo para una última consulta o gestión. En la pantalla salía "Número oculto", lo que me hizo pensar entonces en teleoperadoras para intentar venderme algo.
- ¿Sí? - dije con desgana. Había tenido una mañana asquerosa y enfollonada y sólo quería llegar a casa y relajarme, que por fin era viernes.
Su voz, áspera y cálida envuelta en los ecos electrónicos del teléfono, sonó como un disparo para mí.

- Angel, ¿cómo te va?... soy María - dijo. Contesté inmediatamente para no parecer sorprendido.
- ¡Vaya, cuánto tiempo! Pues nada, como siempre. Y tú ¿qué te cuentas?
"Genial, Angel, de cojones", pensaba. "La vas a apabullar con tus respuestas sorprendentes e impactantes..."
- Ah, ya sabes - dijo ella -. Por ahí, dándole la vuelta al mundo como si fuese un calcetín... ¿a que creías que nunca te iba a llamar?
- No, que va... - dejé caer.
Me pareció escucharla reír a través del móvil.
- Eres un embustero de mierda... - pero riendo - Quería proponerte un trato, a ver qué te parece. 


No me había dado cuenta pero desde que contesté la llamada mi coche no se había movido y por delante de mí la cola había avanzado unos cuantos metros. El conductor de detrás me dedicó un par de golpes de claxon, como si le fuese la vida en recorrer un asqueroso trozo de asfalto. Avancé intentando procesar toda la información: mi coche, el de delante, el de detrás, y lo que acababa de decir María.
- Tú dirás. Dispara y veamos si me interesa - dije intentando que no pareciera que le iba a decir que sí, fuese lo que fuese.
- ¿Tienes algo que hacer esta tarde?
- No - contesté -. Los viernes por la tarde no curro. Una de esas pequeñas cosas que te reconcilian con la vida...
- Perfecto. Pues el trato es este: si me llevas a Marbella, después te invito a lo que quieras, ¿te hace?
- ¿A Marbella? - fingí que me lo pensaba durante unos segundos - ¿Para qué?
- Para algo que he de hacer, ya te contaré. ¿Te hace o no? - volvió a preguntar - Suelo ir en tren o en autobús, pero es un coñazo... ah, y la gasolina la pago yo.
- Joder, no hace falta...
- Me da igual - me interrumpió tajante -, no es negociable. Bueno, ¿qué me dices?

Después de quedar y colgar, aún intrigado, dejé escapar un resoplido. "Allá vamos otra vez", pensé. Y el de detrás volvió a pitar con más furia todavía.


La recogí puntualmente a las cuatro de la tarde. Pese a estar aún en pleno mes de enero no hacía nada de frío y lucía un sol radiante.
Subió al coche vestida con sus vaqueros y una cazadora marrón de terciopelo o de piel de ciervo o algo así, bajo la que se intuía una camiseta roja. Traía entre las manos una especie de carpeta azul con unas letras impresas, algo de una clínica.
Cerró la puerta de mi coche con energía, como siempre y me dió un rápido beso en la mejilla. Parecía animada. 
- ¿Qué tal? - dijo risueña - Venga, zúmbale a este trasto; ya te iré indicando cuando nos acerquemos.
- A la orden - dije yo metiendo primera y empezando a bajar las cuestas del Cerrado de Calderón en dirección al paseo marítimo.

Antes de ponerse el cinturón, dado el buen día del que disfrutábamos, decidió quitarse la cazadora y luego girando medio cuerpo junto a mí la echó en el asiento de atrás. Al hacerlo y dado que la camiseta era de tirantas, tipo basket, pude ver perfectamente sus brazos.  En el derecho la piel demacrada por la vieja quemadura se extendía prácticamente hasta el hombro, con salpicaduras en ese lado de la clavícula. También en el izquierdo había algunas señales, pero ínfimas en comparación.
Ella volvió a su posición para ponerse el cinturón de seguridad y yo volví a mirar al frente, temeroso de que me viera observándola de soslayo. 
Estaba pensando en una forma correcta de preguntarle sobre ello (mostrando sus heridas con tanta naturalidad, no preguntarle hubiera resultado artificial y forzado) pero, mientras enfilábamos ya el paseo y nos llegaba el olor a mar, ella misma se adelantó. Extendiendo su brazo hacia delante, como si presumiera de él, me preguntó:
- Qué, ¿te gusta mi brazo Giger?
- ¿Giger? - pegunté aunque creía saber a qué se refería. Ella lo confirmó.
- Si, hombre; H.R. Giger, el pintor suizo del Necronomicón, los Biomecanoides, el Alien y todo éso...
- Sí, sí, ya sé - le aclaré. Ella seguía con el tono distendido.
- No me digas que no parece una de sus pinturas...

Bajó el brazo y encendió uno de sus pitillos negros. Era difícil saber cuanto había de verdad en su indiferencia. Como parecía que esta vez no se arrancaba ella, me ví obligado a preguntar. De nuevo, no hacerlo hubiese sido antinatural por mi parte.
- Bueno, ¿y qué te pasó? - pregunté - Debió ser grave, ¿no? 
- Figúrate; hace ya tres años desde la hostia y aún tengo que tratarme la columna, a ver si logran poner las vértebras en su sitio de una puta vez... - exhaló un poco de humo y suspiró. Pero no me pareció un suspiro de pesadumbre ni de dolor al recordar; más bien de hastío, de cansancio por tener que contar otra vez una historia que ya habría tenido que contar más veces antes -... Lo típico; un accidente de coche. A más de doscientos por la autovía de la costa. Yo iba aquí, en este mismo asiento, flipando con la velocidad, las estrellas que veía en el cielo y las que veía delante de mis ojos, por los tripis que llevaba encima. De pronto noto que, en vez de ir hacia adelante, vamos a la misma velocidad pero de lado y ¡pam! - dió una palmada con las manos - A dar vueltas de campana como si el coche fuese una jodida peonza. Te juro que me sentí como un trozo de carne siendo picada para hacer hamburguesas. Luego el cinturón de las narices se rompió o se soltó cuando mejor me lo estaba pasando y atravesé el parabrisas de cabeza, como la puta bala humana. Surqué unos trescientos metros de asfalto como una tabla de surf, dejando allí el quince por ciento de mi piel hecha ceniza, sobre todo del lado derecho. Y fin de la historia. Bueno, hay segunda parte pero, ya sabes lo que pasa, las secuelas nunca son tan buenas como la primera... Tres días en coma, meses de hospital inmovilizada tratando de salvar la columna... pudieron reconstruírme la dentadura que, por cierto, es mucho más bonita que la antigua y la nariz. Pero por la piel no pudieron hacer mucho más entonces. Después me han propuesto injertos pero paso como de la mierda; serían un montón de operaciones y además, dí tú que me acaban poniendo lo que les quitan a las viejas en los liftings... ¡qué ascazo, ¿no?!

Mientras enfilábamos ya la autopista también yo encendí un cigarrillo. No podía quitarme de la cabeza lo que había dicho nada más subir al coche: "Venga, zúmbale a este trasto". Y eso me hacía sentir a la vez admiración y pánico.
- ¿Y quién conducía? - tuve que preguntar necesariamente. Noté que que por primera vez su voz temblaba un poco al contestar. Sólo un poco.
- Mi hermano. Muerto en el acto - dijo -. Tenía ventidós años entonces, seis más que yo... y le quería más que a mi propia vida. Y él a mí aún más.

Arrojó la colilla por la ventanilla y se removió en su asiento, quizá incómoda. Sabía que pronto echaría el cierre, que pondría el candado a sus sentimientos y que no iba a contarme mucho más por el momento. Pero aún necesitaba hacer una nueva pregunta:
- Y lo de Marbella, ¿tiene algo que ver con esto?
- Voy cada dos semanas a un fisioterapeuta noruego que es fantástico. Me deja como nueva después de trastear un rato con mis vértebras. También me dan masajes porque el nervio ciático del lado derecho se vió afectado y a veces pierdo la sensibilidad de esa parte... yo es que me das una hostia y ni me entero, ¿sabes? Pero bueno... duele de otra forma.
Me miró al decir esto último y supe perfectamente a qué se refería. Aún me quedaban muchas incógnitas sobre todo el asunto (y sobre ella, en general), pero imaginé que no era nada fácil para ella abrirse tanto con alguien. No podía por más que sentirme un privilegiado porque me lo hubiese contado y más teniendo en cuenta que acabábamos de conocernos, como quien dice.
Aunque esto era sólo una expresión porque sentía que cuanto más averiguaba, menos la conocía.

Era más extraña y enigmática de lo que una persona normal puede soportar. Y cuando me miraba a los ojos tenía la sensación de que podía ver a través de mí como si fuese transparente.
Yo sin embargo sólo podía ver el fuego que salía de sus ojos, quien sabe si procedente de su alma.

De pronto una pregunta más salió de mi boca pero fue como si la hubiese hecho otra persona que viajaba en el coche con nosotros, porque no lo pensé en absoluto. Salió de golpe, como si hubiese estado escondida en un rincón de mi fascinación por ella:
- ¿Por qué has querido que te llevara yo... en verdad?
María se encogió de hombros:
- Ya te lo dije; el autobús es un coñazo - se limitó a contestar. Comprendí que ya se había cerrado. Nadie podría abrir de nuevo la cámara secreta mientras ella no quisiese. Lo dejé estar sabiendo que no se le podía pedir más por el momento. Había sido un gran esfuerzo por su parte, podía sentirlo.
Mientras yo pensaba en todo esto ella volvía a rebuscar entre mi música y como la otra vez acabó encontrando algo digno para escuchar. Era de los Tahúres Zurdos y la primera canción que sonó fue "Azul". Y escuchando el resto de los temas de aquél disco llegamos a Marbella.


                                                     


Siguiendo sus indicaciones nos adentramos en el centro de la ciudad y aparqué junto a unos jardines, cerca del puerto deportivo. Bajamos y la acompañé hasta hasta la clínica, que ocupaba toda la planta baja de un lujoso edificio de oficinas.
Nos sentamos en una elegante sala de espera después de que María hablase con la enfermera que atendía el mostardor de información durante unos instantes, confirmando la cita y otros pequeños trámites. La mujer, muy amablemente y con una gran sonrisa, nos invitó a sentarnos mientras preparaban su sesión. Pese a todo ello, la sonrisa y la amabilidad, me pareció notar cierta tensión en su semblante.
Gente intranquilizadora.

Ya sentados juntos en una sala en la que no había muchas personas más, María cogió una revista médica en inglés y la hojeó con desinterés, mientras yo observaba lo delicado del mobiliario y lo sinuoso de la decoración.
- Esto tiene pinta de ser bastante caro, ¿no? - me atreví a preguntar - Tus padres tienen que tener bastante pasta...
- Más de la que saben gastar - admitió -. Tienen tanto dinero que resulta asqueroso. Y antes de vayas a decir algo al respecto; no. Yo no me aprovecho de ello tanto como podría. Vivo en su casa... bueno, la que tú has visto es sólo una de ellas... y como su mierda. Pero sus miserias son las suyas y las mías son sólo mías. Mi padre aparece de vez en cuando; afortunadamente siempre está en Madrid o en viajes de negocios. Y mi madre pasa largas temporadas en los mejores lugares de reposo; o sea, manicomios. Así que, afortunadamente, en casa casi siempre estamos solos.

Todo esto lo había contado sin dejar de hojear la revista y sin el menor atisbo de dolor o remordimientos. Igual que había contado todo lo del accidente. Yo sin embargo me revolvía en el sillón de la sala de espera, algo incómodo, y me atreví  a seguir preguntando.
Había algo que me sorprendía de mí mismo: todo lo que me contaba me lo creía a pies juntillas, pese a lo increíble y espantoso que sonaba cada pasaje. 
- ¿Qué le ocurre a tu madre?
- Esquizofrenia paranoide con períodos de heboidofrenia - dijo como un niño que recita la tabla de multiplicar -. O sea, como una puta cabra. A mí ya ha intentado matarme dos veces...
- No puedo creerlo... - dije sólo como una expresión de sorpresa, como una frase hecha. Pero ella por primera vez desde que nos habíamos sentado dejó de leer la revista y me clavó la mirada.
- Te estoy contando cosas que nunca le había contado a nadie - me dijo con dureza. Y lo recalcó -. Nunca. A nadie. Así que no vuelvas a decirme eso.
- Perdona - me excusé -, era sólo una expresión, no es que no te crea... pero, joder; reconoce que todo en tí es la hostia de duro.
- Ya te lo dije, ¿te acuerdas? Mi vida no ha sido fácil. Nunca presumo de ello, pero si te lo cuento es porque es verdad.
- ¿Y por qué a mí? ¿Por qué sólo a mí me lo cuentas? Apenas me conoces - era de nuevo, de esas preguntas que me salían de dentro, que se me escapaban sin poder evitarlo, pese a que temiese las respuestas.
María se encogió de hombros. La enfermera se acercó para indicarle que ya podía pasar a la sala de rehabilitación y masaje, y ella se levantó pero, antes de irse, me contestó:
- Porque no me tienes miedo, y eso me gusta. Aunque... si llegas  a conocerme mejor, a lo mejor me acabas teniendo asco.

Luego me dijo que tardaría más de una hora en salir, por si quería pasear mientras. Y efectivamente fue lo que hice nada más quedarme solo.

El sol comenzaba a ocultarse mientras caminaba por el paseo marítimo, atestado de guiris, ciclistas y familias disfrutando de la tarde antes de que el frío los mandara a casa. 

Le daba vueltas sin parar en mi cabeza a todo lo que había averiguado en el viaje y pensaba en sus cicatrices, en las visibles y las que sin duda debía tener por dentro, que eran las que más me preocupaban. Admiraba su evidente fortaleza, su heroicidad para simplemente levantarse cada mañana. Y sobre todo pensaba que quería averiguar más y más.
Ahora, después de tanto tiempo pasado, me recuerdo a mí mismo como un absoluto inconsciente. Como un infeliz abriendo la caja de los truenos, el cofre de los demonios. Y aunque revivir todo esto me produce un terrible dolor en el pecho, una ansiedad en la mente y en mi respiarción mientras escribo, sólo tengo que recordarla allí, bebiendo cervezas en una terraza atestada de alemanes, con el brillo del alcohol y el crepúsculo del sol en sus ojos, para comprender por qué me tiré de cabeza a las aguas oscuras de su infierno.

Y lo peor, lo que más terror me produce, es no estar seguro de si volvería a hacerlo.

Salió de la clínica visiblemente cansada, como si en vez de curarla la hubiesen apalizado. Después de un rato, ya sentados junto al paseo del puerto deportivo en la terraza con las cervezas, mientras la noche empezaba a ser inevitable, me preguntó por primera vez por mi vida.
Se la conté por encima, poco había que contar, y sólo un punto despertó de verdad su interés.
- ¿Y qué escribías? - quiso saber.
- Ah, cosas - fue mi brillante respuesta -. Bueno, al principio me tiraba más la narrativa, ya sabes; cuentos, relatos, novelas... de estas empecé unas doscientas pero sólo acabé una. Luego, ya con el tiempo y la madurez, me fue dando más por la poesía... que tampoco sé si se le puede llamar poesía; sólo escribo lo que me pasa por la cabeza.
- ¿Conseguiste publicar algo?
- Qué va.... supongo que no soy lo bastante bueno. Y tampoco me importa; escribo para mí, sobre todo.
- A lo mejor los demás no son lo bastante buenos para apreciarlo  - dijo, haciéndome sonreír. Imaginé que no debía ser habitual en ella adular a nadie. Y no se quedó ahí, continuó -. Pues yo estoy segura, sin haber leído nada tuyo todavía, que eres buen escritor. Tienes las dos cualidades que para mí son imprescindibles: eres observador y osado, a un paso de la inconsciencia.
- ¿Ah, si? - dije, flipando un poco por lo que oía - ¿Y cómo has deducido tal cosa?
Y ella disparó la bala que se había guardado en la recámara:
- Por cómo te acercaste a mí aquella noche cuando yo estaba tratando de arrancar la moto, a pesar de lo que habías visto en el Roadhouse... - yo no moví ni un músculo de la cara, pero ella no necesitaba que yo hiciese o dijese nada en realidad -... sabes de lo que te estoy hablando, ¿no?

En ninguno de nuestros encuentros posteriores, en ninguna de nuestras larguísimas conversaciones había salido el tema, ¿cómo lo sabía? No hizo falta que yo contestase; una vez más pareció leerme el pensamiento y continuó:
- Lo ví en tu mirada, cuando bajaste de mi moto y me miraste. Me fijé en tus ojos y supe que me habías visto... en acción. Y también en la librería me di cuenta de cómo me mirabas - dejó pasar unos segundos, estudiándome casi como haría una científica con la muestra que analiza en el microscopio, antes de preguntarme - ¿En qué piensas ahora?
- En que tú también deberías escribir, según tu lista de cualidades imprescindibles para ello - respondí.
- A saber lo que saldría de mi cabeza - dijo antes dar un gran trago a su pinta y mirando después al cielo, en el que ya se veían perfectamente las estrellas. Respiró hondo, parecía que relajada, satisfecha, tan a gusto que le faltaba ronronear. Mirarla me gustaba tanto que dolía. Aún duele recordarlo. Entonces volvió a mirarme, ya más desperezada - ¿Tienes ganas de marcha? - soltó de sopetón.
Me pareció de entrada una pregunta bastante vulgar por su parte, pero rápidamente deduje que seguro escondía algo interesante.
- No lo sé, ¿a dónde quieres ir?
- A un sitio que conozco; no está lejos. Ya verás, te gustará...
Y aquello sonó como si la araña se lo dijese a la mosca.


El fulgor de sus ojos, aún lo recuerdo como si estuviésemos allí de nuevo. Ninguna mirada tenía tantos demonios, ningún incendio tanto calor, ningún dolor tantos colmillos. Conforme se sumergía en la noche, cuanto más se hundía en la oscuridad, más resplandecían las pupilas de María con aquél resplandor extraño. Un brillo que tenía mil alfileres que se clavaban en mi cerebro. Despedía calor y ansia. Podia verlo allí mismo, sentada en el coche junto a mí mientras me iba guiando como si fuese el GPS por callejuelas y carreteras oscuras y estrechas.
Llevábamos puesto en el autoradio un cd de canciones sueltas, pero todas cañeras, descargadas por mí de internet hacia tiempo, y cuando al fin pareció que llegábamos a nuestro destino sonaba "Occidente" de Los Enemigos. Ella se movía al compás de la batería agitando sus manos como si la estuviese tocando, y no quiso bajar del coche hasta que la canción terminó.


                                                     


- ¿Cómo descubres estos sitios? - le pregunté mientras cerraba el coche. Ella encendió un cigarrillo antes de contestarme.
- Error. Son los sitios los que me descubren a mí.

Estábamos en un solitario descampado en las afueras, habiendo dejado a nuestro lado las últimas naves de un polígono industrial y efectivamente aquello parecía otra nave, pero más apartada. En el amplio llano de tierra estaban aparcados otros muchos coches pero no se veía a nadie.
La entrada era pequeña y sobria, sin rótulos de neón ni carteles de ningún tipo. Tampoco tenía la clásica aglomeración de personas que suelen hacer cola, o bulto, en la puerta de todas las discotecas. Sólo estaban dos monstruos con gafas de sol que parecían haber sido expulsados de la NBA por mal comportamiento. Hablaban entre ellos y no nos prestaron atención hasta que nos acercamos a sus dominios. Maria iba un paso por delante mía con aire traquilo y confiado, pero yo no las tenía todas conmigo. ¿Habría que pagar entrada, lamerles el culo o qué?
Nada de eso; María y uno de los dos enormes negros chocaron palmas como si se conocieran de toda la vida.
- Musho tiempo, Marría - dijo el gigante -. ¿Tragó la tierra o qué?
- ¡A tí sí que te voy a tragar un día de estos, mamón! - fue la respuesta de ella acompañada, eso sí, de una gran sonrisa. Luego el monstruo me miró de arriba a abajo. Yo encendí un pitillo y posé a lo James Dean, a ver si colaba.
- ¿Colega tuyo es de fiar? - dijo el tipo.
- Cien por cien, yo respondo - le aseguró María.
Y entramos sin más.

 Bajamos por unas oscuras escaleras metálicas mientras nos atacaba sin piedad una atronadora música estilo glam-rock de mucha tralla.
- Bueno, al menos no es música disco - dije yo, o más bien grité, mientras bajábamos las escaleras.
- Esto no es una discoteca - me explicó, también a voces -. Esto es un antro; uno de los pocos que quedan.

Ya lo creo que lo era.
En un principio resultaba difícil distinguir algo en la gran sala. Las luces abigarradas pero opacas, el humo denso y frío y la humedad tan pesada como el cemento, lo inundaban todo. Decenas de formas oscuras y extrañas deambulaban confusamente o se movían con espasmos convulsos. El volumen de la música era punzante y se te pegaba a la nuca como un parásito.

Al fondo había una barra iluminada con neones violeta, de forma elíptica. La servían varias chicas que parecían sacadas de "Mad Max".
María avanzó hacia allí con paso ágil y sinuoso, esquivando colgados con la elegancia de un Ferrari al tomar las curvas más cerradas. Pese a su talla menuda me resultaba fácil seguirla entre las luces giratorias y los espíritus danzantes. Era imposible perder de vista la tela de araña llameante de su cabello.

Cuando al fin llegó a la barra se abrió hueco sin ninguna delicadeza entre dos tipos enormes que enseñaban bíceps tatuados y caras de asesinos. Le dijeron algo pero ella les ignoró y aguardó a que yo me pusiese a su lado.
- Creia que no te gustaban las aglomeraciones - le dije al llegar muy alto y al oído, si no era imposible entenderse.
- Nunca he dicho tal cosa - replicó con razón -. Es la gente, por separado, la que no me interesa habitualmente. Pero cuando hay mucha gente en un mismo sitio disfrutando pueden pasar cosas excitantes.
- Ya... - lo pensé poco, la verdad -... y además es más fácil hacerse invisible.
- Exacto - golpeó la barra con las palmas de las manos, tan fuerte que sobresaltó a una de las camareras - ¡Pero deja ya de filosofar, tío, y vamos a emborracharnos!

Llamó a una de las chicas con los modales de un camionero de la América profunda y pidió chupitos de tequila. Nos los bebimos de golpe y el seco ardor nos abrasó el estómago. Rápidamente sus ojos se llenaron de estrellas, de polvo de vidrio. De ese sudor frío que tanto placer me daba mirar y tanto terror producía pensar en él.
Encendió otro Ducados y se separó un par de metros de la barra, moviendo su cuerpo con la música mientras me miraba y me sonreía. Yo mantenía mi espalda pegada a la barra y me movía mucho menos. Sólo mirarla sin morir abrasado ya era mucho esfuerzo. 
Ella me hizo el gesto de "otro", es decir, de que pidiese otra ronda. Decidí no cambiar y repetir con el tequila. No me gusta especialmente pero intuyendo cómo iba a ser la noche, mejor mezclar lo menos posible. En realidad no quería emborracharme; quería estar bien consciente y verla en acción.

Lo que dije antes: un completo inconsciente abriendo el cofre donde han encerrado a los demonios... por curiosidad.

Tras el segundo lingotazo de tequila María se quitó la chaqueta, dejándola sobre la barra y se dispuso a nadar hasta lo hondo de aquél coso. Me cogió de la mano para que la acompañara pero yo me zafé de ella, nervioso y azorado.
- No, no, no... ¡qué dices! - exclamé agarrándome a la barra como un condenado a los barrotes de la celda el día que vienen a buscarle para la ejecución. No soy nada de bailar, pero menos aún en un sitio tan salvaje como aquél. A ella no le gustó nada mi actitud.
- ¡Venga ya! - dijo visiblemente fastidiada - No irás a marcarte el rollo Humphrey Bogart, ¿no? Aquí hemos venido a dejarnos caer por la pendiente, no a asomarnos al borde y mirar hacia abajo.
- ¿Quién decía no sé qué de filosofar? No me gusta bailar y no bailo, coño - le espeté. El alcohol me vuelve huraño. Quise arreglarlo con algo más de complicidad - Además, prefiero mirarte a tí.
- Vale - dijo soltándome la mano y sonriendo. Bajo los violetas fluorescentes sus ojos aún parecían más extraños e hipnóticos, y su pelo era casi como el cobre brillante de una bobina eléctrica. Estaba irrealmente hermosa -, pues mira...


 Se fue abriendo paso hacia más el interior del espacio central moviéndose con ritmo codicioso y la mirada afilada como cuchillas de afeitar. Entre chicas futuristas y atletas del baile de cabellos platino y piercings, su pelo comenzó a agitarse con el estremecimiento de su cabeza. Todo su cuerpo era malsana pero fluída convulsión y en vez de seguir la música parecía ser esta la que se amoldaba a ella. Yo la miraba extasiado, con un ardor en el pecho y en las manos del que no podía culpar al tequila.
Empezó a sonar algo muy cañero de los Smashing Pumkins, la de "Everlasting Gaze", y a ella pareció gustarle porque su cerpo empezó a convulsionarse como si fuese a romperse.

    
                                                          


Sudaba y la sedosa y fina camiseta roja sin mangas se le pegaba al cuerpo escandalosamente, así como algunos cabellos a la cara. 
Y ya era el centro de atención, claro. Sólo fue cuestión de un minuto que que alguien atacara. Fue un chico mulato con pantalones de cuero negro, camiseta ínfima gris que mostraba toda su privilegiada musculatura y que llevaba el cráneo afeitado.
Se pegó a María por detrás, ambos moviendo sus caderas al mismo ritmo (él la imitaba a ella en realidad) y extendiendo los brazos. 
Luego entrelazaron las manos y sin dejar de moverse ella guió las de él para que recorrieran todo el sudor de sus caderas, de sus brazos, de sus costillas y, finalmente, de los pequeños pero afilados arietes que eran sus pechos.

Y ella me miró y sonrió.  

Mientras el chico flipaba yo dudé durante unos instantes si debería haber bailado con ella. Pero fue una duda pequeña; rápidamente resolví que había hecho bien. "Mejor así", pensé, "déjala a ver hasta dónde quiere llegar. No se lo pongas tan fácil".

Curiosidad, ya saben... como un poeta que quiere saber si es capaz de desactivar una bomba atómica, vamos. 

El guaperas mulato, viendo que ella no le ponía barreras por el momento, y mientras ella seguía mirándome y sonriendo, la mordió en el cuello. Ella cerró los ojos con placer, siempre sin dejar de convulsionar, y luego se giró hacia él, metiéndole la lengua en su boca durante unos segundos.

Continuaron en ese plan esa canción y la siguiente, mientras yo bebía un tubo de cerveza de barril y no dejaba de disfrutar del espectáculo. Porque lo era. No podía sentir celos y de hecho no los sentía. Celoso se siente el que teme que le van a quitar algo que cree que le pertenece, y ella no era mía. De hecho dudaba mucho que María pudiera alguna vez pertenecer a alguien. Eso sería como creer que una fiera salvaje puede tener dueño. Quizá puedas atarla, encerrarla en una jaula e incluso pegarle un tiro y hacerte una alfombra con su piel.
Pero nunca serás su dueño. O eso creía entonces...

No le dedicó ni una mirada al chico cuando dejó de bailar y volvió hasta mí. Le dejó allí con un palmo de narices y probablemente con dos de otra cosa.
Cuando llegó a mi lado estaba sonriente y excitada, irradiando tanto calor como vida  y tanta electricidad como sed. Cogió de mi mano mi tubo de cerveza y se bebió más de la mitad sólo del primer trago.
- Qué, ¿te ha gustado? - dijo jadeante. Yo no quería hacerme ilusiones aún, pero estaba claro que alguna reacción quería provocar en mí. Quizá también era sólo curiosidad. Quizá yo era su experimento, después de todo: "Voy a ver cómo son los seres humanos estos con los que me cruzo tan a menudo". Algo así. 

Pero en ese momento mi intención era, desde luego, no darle ese capricho. No aún al menos.
- Mucho, ha estado muy bien - dije con naturalidad, como si saliésemos del cine y me preguntara sobre la peli que acabábamos de ver. Ella me observaba  sonriente pero también espectante, se lo notaba. Y sin saber por qué decidí atacar con algo que sabía que la pondría de mala hostia: me puse paternalista -. Oye ¿y no te da miedo que un tío de estos, después de montarle el numerito, se ponga pesado? Ya sabes que la testosterona es muy hija de puta cuando se dispara...
- Esto no es un bar de niñatos - dijo para mi satisfacción algo molesta  -. Aquí la gente va a su rollo y cuando se para, se para.
- Ya, la que no sé si sabes parar eres tú...
Dejó el tubo de cerveza en la barra ya vacío, visiblemente molesta. Intentó mirarme con desprecio y casi le salió bien.
- A veces eres un poco coñazo, ¿sabes? - soltó. Yo sonreí - ¿Siempre lo analizas todo o es que intentas impresionarme? Porque si es lo segundo te diré que te está saliendo como el culo.
- ¿En serio? - contraataqué sin dejar a mi sonrisa cínica caerse. En cualquier discusión, me di cuenta hace mucho tiempo, el que siga sonriendo lleva las de ganar - ¿Y tú qué intentabas, ponerme cachondo o celoso? Porque te diré que ambas cosas te han salido como el culo.

Durante un par de segundos no supo qué decir. Me miraba enfadada pero también con un cierto rastro de orgullo herido. Yo me sentí tan victorioso como un emperador romano. Luego escupió con rabia:
- ¡Al carajo!
Y dándose la vuelta se perdió entre la multitud. Me prohibí a mí mismo arrepentirme de haber actuado así. Y traté (eso ya era más difícil) de no tener miedo de no volver a verla. 
Pero desde luego no me sentí bien cuando me quedé solo en la barra. Quizá la malinterpretaba. Estaba juzgando sus actos como los de cualquier otra chica, como los de otra persona. Y ella era diferente.

Así que no la busqué. Me pedí otra cerveza y decidí que me la bebería tranquilo y despacio. Pero que cuando la acabase me marcharía, con o sin ella.
Deseaba lo primero con todas mis fuerzas.

El aire del exterior me aclaró un poco la vista y se llevó el sudor de la frente. Hacía frío pero era bienvenido. No pregunté a los gigantes de la puerta si la habían visto y sólo dije "hasta otra".
Caminé hacia el coche tratando de no pensar demasiado, aunque era del todo inútil. Todo en ella, todo de ella me hacía dudar de mí mismo, y eso era algo a lo que no estaba en absoluto acostumbrado. Había sido durante muchos años alguien con las ideas bastante claras con respecto a los temas importantes, y me gustaba ser así. Podía cambiar de opinión respecto a cualquier hecho, pero tenía que haber un por qué. ¿O acaso las razones de nuestros actos no son lo importante, casi más que el acto en si? ¿Qué sentido tiene hacer cualquier cosa si no sabes porqué la estás haciendo? Así pensaba yo y no estaba dispuesto a renunciar a mi forma de sentir y de ser por una chavala de diecinueve años, pija y zumbada, por muy especial que fuese.

Mi castillo de naipes seguía en pie pero comenzaba a sentir temblores en sus cimientos.

Levanté la vista y la ví sentada en el capó de mi coche. Todos mis pensamientos anteriores se fueron por el desague con sólo verla allí con la chaqueta a su lado, pese al frío, fumando su cigarrillo negro y tecleando algo en su móvil.
Cuando ya estaba a un par de metros de ella me vió y me observó con interés, como queriendo adivinar cuál era mi estado de ánimo. Y aunque no hice ni dije nada supo que me alegraba de verla allí. No hubiera podido fingir lo contrario ni recibiendo clases en el Actor´s Studio.
Supuse que ella lo aprovecharía para vengarse y me preparé para ello. Pero una vez más me equivoqué de pleno. Su voz sonó tremendamente sincera y humilde:
- Oye... no me hagas mucho caso, ¿vale? - dijo con suavidad - A veces soy bastante gilipollas.
- No, no pasa nada - dije sentándome a su lado en el capó -. Sólo ha sido un malentendido idiota; no quería juzgarte ni criticarte. Puedes hacer lo que te plazca, no es asunto mío.
- Ya; mis cosas nunca son asunto de nadie, por eso a veces pierdo la perspectiva. No estoy acostumbrada a que a alguien le importe lo que hago.
- Pues es así; me importa - las cartas estaban sobre la mesa por parte de los dos; no tenía sentido jugar ahora al ajedrez.
- No quiero que... tengas una imagen equivocada de mí, en serio - dijo después -. Cuando hago algo, cuando actúo como actúo... no intento aparentar, ni fingir, ni provocar una reacción en cadena ni nada de eso, ¿entiendes? Lo hago por que sí, porque no hay porqués. Los porqués son una mierda, ¿sabes? Paso de ellos.
- Me parece bien - dije mintiendo como un bellaco. A tomar por culo el castillo de naipes -. Yo sólo te daba un consejo. No hace falta que te diga la de hijos de puta que hay sueltos. Y tú siempre vas sola por ahí, por esos antros...
- Lo sé, lo sé... te lo agradezco pero, ¿y si el peligro soy yo? - me miró un poco pícara, parecía ya más relajada.
- Tú riéte - la reprendí con calma -, pero algún día te vas a encontrar con alguien con más mala leche o más colgado que tú y ya verás.
- ¿Te parezco una colgada?

Lo preguntó sin hostilidad pero aún así me arrepentí de inmediato de haber dicho aquello. Era imperdonable por mi parte después de lo que me había contado de su madre hacía sólo unas horas. Me temí lo peor y me fuí preparando para disculparme lo mejor que pudiese. Pero ella negó con la cabeza y se adelantó:
- No digas nada; sé que a veces lo parezco - bajó del capó del coche y se puso la chaqueta antes de congelarse, mientras continuó hablando -.Y gracias por preocuparte por mí. Como te he dicho, no estoy acostumbrada y seguro que meto la pata con eso más de una vez. Tendrás que tener paciencia conmigo si vamos a ser amigos.
- Es mi mayor virtud - le dije sonriendo -. La paciencia.
- El Santo Job vas a tener que ser... - dijo y luego sonrió ella también. A continuación se encogió de hombros y guardó el móvil en el bolsillo - Bueno, supongo que ya no hace falta que llame a un taxi... ¿nos vamos?
Y fue hacia su puerta seguramente sin ser consciente de mi turbación... o quizás sí lo era.


Detuve el coche frente a su casa ya cerca del amanecer y paré el motor. Teníamos puesta la radio pero como estaban dando noticias y no les hacíamos mucho caso, bajé mucho el volumen.
- Gracias por todo - dijo otra vez mientras se frotaba la parte de atrás del cuello con su mano. Parecía cansada.
- A tí. Hacía mucho que no descubría un nuevo antro.

Luego le pregunté si pensaba hacer algo el sábado en el que ya estábamos y me respondió que no lo había pensado. Su padre estaba otra vez de viaje así que la idea de quedarse en casa tranquila no le disgustaba en ese momento.
Entonces recordé una parte de nuestra charla en la sala de espera de la clínica, cuando dijo que debido a las largas ausencias de sus padres en casa casi siempre estaban solos. ¿Estaban? ¿Quienes?
Para no dar la sensación de analizarlo todo, cosa que siempre hacía como se puede observar y con ella aún más, le pregunté si tenía más hermanos o hermanas.
- No - respondió sin darle más importancia. Otra vez asomaba su indiferencia sobre sí misma, fingida o no, y que por difícil que pueda parecer cada vez me costaba más diferenciar de la sinceridad -. Sólo éramos F y yo.
- ¿"Efe"?
- Francis... Francisco Javier, vamos. Pero yo le llamaba F... sólo yo le llamaba así. Cuando yo tenía doce años él leyó "El Proceso" de Kafka y me dió el coñazo con eso durante meses. El protagonista se llamaba K, ¿recuerdas? Así que yo empecé a llamarle F.

"Sería un error o se referiría al servicio", pensé. "Pero dijo claramente: en casa casi siempre estamos solos"

- Joder... - dijo sin saber yo a qué se refería pues estaba abosorto en mis pesquisas. Ella subió el volumen a la radio.

En las noticias locales contaban que un tipo había violado y asesinado a su tercera víctima en nuestra ciudad. Poco se sabía de él salvo que no tenía una zona fija para actuar. Lo había hecho en el Parque del Oeste, en la playa de La Malagueta y ahora en la barriada de El Cónsul, pero por algunas coincidencias, no todas reveladas por la policía, sabían que era el mismo. Tras consumar las violaciones apuñalaba a las vícitimas, todas chicas jóvenes, con un objeto punzante, un pincho o un estilete. La alarma social crecía y las autoridades pedían la colaboración ciudadana.
- ¡Qué hijo de perra! - dijo María cuando pasaron a otra noticia mientras volvía a bajar el volumen de la radio - No se conforma con violarlas sino que además tiene que apuñalarlas, el malnacido.
- Pues es raro - dije yo. Ella quiso saber a qué me refería -. En algún sitio leí que la mayoría de los violadores, por norma general, no suelen tener instintos homicidas. Son frustrados sexuales, acomplejados... pero no asesinos. Este será la jodida excepción que confirma la regla.
- A ese lo que le daba yo no está escrito en ningún código penal, ya te lo digo yo - dijo y pude notar cómo su voz, aunque se mantenía serena, se tintaba de una fina capa de odio - ¿Sabes lo que le haría? Meterlo en una habitación atado de pies y manos. Y con él a los padres, madres, hermanos y novios de esas chicas, dándoles libertad para hacer lo que quieran. Y hala, a cumplir condena de media hora. Sólo media hora...
- Dicen que la vengaza no es cosa buena - dije yo.
- Buena no; cojonuda. Los demonios hay sacarlos fuera como sea. Si los dejas dentro te pudrirán poco a poco.

Charlamos unos minutos más de cosas más amables y un rato después ella se despidió con un beso en la mejilla otra vez. Abrió la puerta del coche y parecía que iba a bajarse ya pero se detuvo y, sujetando la puerta para que no se cerrase se giró y me miró, durante unos eternos segundos.
Era otra vez una mirada de profundo examen, de análisis científico. Como si yo fuese el participante en un concurso de preguntas y respuestas en el que apostaba mi vida y ella fuese a hacer la gran pregunta final, la que supondría mi éxito o mi fracaso. Y por fin la hizo:
- ¿De verdad no te pusiste cachondo?
- No - respondí como un resorte. Pero luego añadí -. Fue algo diferente... y mucho peor.

Sonrió complacida. Parece que aprobé el examen. Aún así, volvió a desaparecer durante unos cuantos días.


(continuará)

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