Dentro 7

"Dentro" (Un cuento post-apocalíptico)

Capítulo 7:



Los caballos avanzaban con dificultad pues el terreno se iba volviendo cada vez más pantanoso y la oscuridad que envolvía el bosque, mas una densa neblina que se formaba sobre el lodazal, hacía que prácticamente los dos jinetes no vieran más allá de sus narices.
- Deberíamos encender antorchas - dijo uno de ellos.
- Tendremos que hacerlo pronto, sí - contestó el segundo -. Echemos un vistazo ahí - dijo señalándole lo que parecía ser una vieja cabaña, desvencijada y abandonada.
Frente a ella había un pequeño y destartalado muelle de madera en el río, y una pequeña barcaza estaba atada al final de él.
El primero asintió, conforme. Detuvieron los caballos y bajaron, atando sus riendas a uno de los postes de la destrozada valla que lindaba con la cabaña. Uno sacó luego un revólver de su funda y el otro descolgó de su hombro un rifle de caza.
Subieron con precaución los dos peldaños de madera que llevaban a la puerta de la cabaña, que estaba abierta. Pero cuando ya casi estaban en el umbral les pareció oír un ruído del río, o de la barcaza. Se miraron.
- Ve a ver - dijo el del revólver - yo echaré un vistazo aquí dentro. 
Asintió el del rifle y volvió a bajar los dos peldaños, caminando lentamente por la pequeña pasarela sobre el agua.
El del revólver, apuntando hacia delante y midiendo cada paso, entró en la cabaña. Prácticamente era un cuadrado de cuatro por cuatro metros, con el esqueleto roto de una vieja cama y algunos muebles de madera destrozados desde hacía mucho tiempo. No parecía haber recibido visitas hacía años y se relajó un poco, aunque no bajó el revólver, viendo que no había dónde esconderse.
Mientras, el del rifle llegaba al extremo de pequeño muelle y vió que tampoco en la barcaza había nada destacable. Flotaba, que ya era mucho dado su aspecto, con un pequeño charco de agua en el fondo donde descansaba un viejo remo de madera.
- Nada - le dijo a su compañero.
- Aquí tampoco - le contestó en voz bien alta para que le oyera, sin darse cuenta que la puerta, poco a poco se movía tras él, para cerrarse. Y que Daniel, que había estado oculto tras ella, le apuntaba con su propio revólver de cañón corto.
Una de las viejas bisagras de la puerta chirrió y entonces el tipo se volvió rápidamente. Lo último que vió fue un cañón entre sus ojos y un fogonazo, antes de que la bala le triturara el tabique nasal y todo lo que, a partir de ahí, encontró a su paso.
El del rifle, aunque desde donde estaba no podía ver nada, se limitó a avanzar hacia la cabaña mientras empezaba a disparar hacia el hueco de la puerta, las ventanas y a las mismas paredes de madera, mentras gritaba:
- ¡No vais a joderme... - disparo y recarga - , hijos de perra, no vais a joderme... - disparo y recarga -... no vais a joderme! - y otro disparo, mientras caminaba hacia la cabaña. 
Cuando al mismo grito de guerra ya estaba enfilando la puerta, de la esquina contraria a donde habían dejado los caballos asomó Sara con la automática. El tipo sólo pudo verla con el rabillo del ojo antes de que ella disparara, reventándole todo el hueso occipital y haciéndolo caer, volar más bien, hacia el lado contrario.
- Jodido - dijo Sara mirando como los pies del tipo daban pequeñas sacudidas , aunque ya estaba muerto, en realidad.
Luego se asomó por la puerta. Daniel estaba en el suelo, tras la puerta, con algunas pequeñas astillas de madera en el pelo.
- ¿Por qué has tardado tanto? - le dijo. Ella se encogió de hombros.
- Yo no, el tipo, que iba muy despacio... - dijo ella como un niño que se excusa por las malas notas.
- Venga - dijo Daniel poniéndose en pie y cogiendo el revólver del primero -, larguémonos rápido, se habrán escuchado los disparos desde el quinto infierno. Coge ese rifle y a la barca.
Salió de la cabaña aún precavido y apuntando con un revólver en cada mano. Aunque les habían estado observando y preparándose para su llegada, nada garantizaba que viniesen los dos solos.
Sara cogió el rifle del suelo y fue detrás de él  por el pequeño muelle. 
No sin dificultades por la inestabilidad de la pequeña embarcación, se sentaron en ella y Daniel empezó a remar, tratando de alejarse de la cabaña lo más posible.
Tras avanzar un poco por el riachuelo entre el pantanoso bosque y no ver ni escuchar nada amenazante, pudieron relajarse un poco.
- Ya no pueden quedarle muchos hombres a tu "amigo" Eliseo. Con estos dos, el que tú... y algunos que murieran en la explosión... - decía Daniel, calculando. 
- Hará venir más - dijo Sara con rotundidad. Y luego puso una cara entre cansancio y pena - ...y deja de llamarle así, por favor. 
Se miraron. Sara aún le notaba  raro. No desconfiado pero sí como... espectante, como si la acabara de conocer y no supiera bien a qué atenerse. En la práctica confiaba más en ella, en sus capacidades más bien. Ya no la veía tan frágil, sabía que podía valerse por sí misma, que no era de cristal. Y eso no era algo malo pero, al mismo tiempo, empezaba a echar de menos cuando él pensaba que sí era de cristal.
- ¿Cuánto tiempo? - preguntó él, sacándola de su entropía.
- ¿Cómo?
- Que cuánto podrían tardar en llegar los refuerzos, si los reclama. No sé dónde está ese paraíso vuestro... - aclaró Daniel. Sara lo pensó durante unos segundos. 
- Entre ir para avisar, equiparse y volver... dos o tres días al menos. Creo...
- Para entonces ya sabremos si en Nueva Aurora hay algo que merezca la pena - dijo él satisfecho -. Y si no lo hay puede que ya nos hayamos largado - se fijó en que ella le miraba. No le había gustado lo de "ese paraíso vuestro" - ...qué.
- No me lo vas a poner fácil, ¿verdad? - dijo ella con cara de pocos amigos.
- Vale... - dijo él un poco avergonzado mientras remaba - Dame un poco de margen para que me adapte, ¿de acuerdo? - Sara hizo el gesto del dedo índice y el pulgar como si sujetara algo minúsculo entre ellos -... muy poco; entendido. 

Un poco después ya era noche cerrada y no se veía absolutamente nada. El riachuelo se acabó diluyendo en una marisma y una brisa les llegaba desde delante.
- ¿Lo hueles? - preguntó Daniel.
- ¡El mar! - respondió ella.

Dejaron la barcaza y caminaron hacia la playa. Sólo la luz de la luna permitía ver algo más que negro.
- ¿De dónde conseguiremos un barco? - preguntó Sara - Al puerto no podemos volver, estarán allí.
- Espero que encontremos otro antes - dijo él -. Esto era una ciudad de pescadores y marineros, no todos los barcos estarían allí. Sigamos la costa a ver si hay suerte...  

Así lo hicieron. Con mucho sigilo y protegidos por la oscuridad siguieron la playa en dirección contraria a la ciudad, dejándola cada vez más lejos.

Durante al menos una hora no vieron más que arena. Luego, pese a la penumbra, les pareció distinguir un pequeño grupo de casas a pie de playa. Una parecía un viejo restaurante y delante también tenían su propio muelle de madera. 
Había dos barcos, dos pequeñas barcazas a motor, puede que antiguamente destinadas al transporte de pequeñas mercancías o a la pesca.
No hizo falta ni hablar, directamente fueron por el muelle, siempre en sigilo y alerta. Ella con la automática entre las manos y él ahora con el rifle de caza del 308 WIN.
Subieron a la primera embarcación.
- Bien, llegó el momento de cruzar los dedos - miró a Sara -. Adelante.
Ella supo a qué se refería exactamente. Sacó la piedra de su chaqueta y desgarró un ínfimo trozo del papel de aluminio que la envolvía.
En la barca no pasó nada, pero en la fachada del restaurante  se encendieron unos faroles que alumbraban, en su día, el cartel de entrada.
- Mierda - dijo Daniel -, eso se va a ver a kilómetros. Hay que largarse rápido - y se puso a mirar el cuandro de mandos de la lancha y a tocar todos los botones.
- ¿Sabes manejar uno de estos?
- No - dijo él probándolo todo -, pero tampoco son tan diferentes a un coche - dijo. Ella vió que, efectivamente, no tenía un típico timón de barco sino un volante como el de un automóvil. 
Probando, pulsó un botón y un sonido chirrió desde el motor.
- ¡Este es el encendido! - dijo - ¡Vamos allá! 
Lo pulsó ahora de forma contínua y el ruído del motor de arranque se fue prolongando con pequeños estertores. Mientras él seguía intentando arancar el barco, ella no dejaba de vigilar los alrededores.
Le pareció escuchar un ruído, como de algo de cristal, quizá un vaso o una copa, que se rompía en el interior del restaurante. 
- Ten - dijo Sara dándole la piedra -, guarda tú esto.
- ¿A dónde vas ? - preguntó Daniel observando que ella se disponía a bajar del barco.
- Creo que he oído algo... - y sacó otra vez la automática. 

Pasó sobre el borde de la lancha y otra vez en el muelle trató de ver algo en el interior del restaurante, que tenía prácticamente todas las ventanas y cristaleras rotas. Pero el interior seguía a oscuras. Por debajo del chirrido del motor que seguía quejándose porque intentaran hacerle funcionar después de casi tres años, escuchó otro ruído del interior, esta vez como si alguien arrastrara una silla.
- Ahí hay algo... - dijo en voz baja, más para sí misma que para Daniel.
- Nada - dijo él bajando de la lancha y dirigiéndose a la otra barcaza -, debe tener el motor de arranque jodido. Probemos con ese...
Caminó por el muelle de madera y ella le siguió, pero sin dejar de vigilar el restaurante.

El otro barco era un poco más grande, como un pesquero pequeño, con cabina de control y todo. Daniel subió a él y al poco volvieron los ruídos de motor intentando arrancar. Sara continuó en la pasarela, muy cerca del barco.
- Estarán sin batería - dijo Sara - después de tanto tiempo.
- No - apuntó él -, teniendo la piedra las baterías no importan. Pero pueden ser las bujías, el delco, el...

Se oyó una especie de alarido desde el restaurante. Y luego otro.
- ¡Daniel! - gritó Sara.
- ¡¿Qué pasa?!- exclamó él asustado.
- Será mejor que arranquemos ya...

Del interior del restaurante, arrastrando unos pocos cristales que quedaban en uno de los ventanales, apareció un carroñero, olisqueando el aire. Luego otro por otra ventana. Luego otro por la puerta...
- ¡Daniel!
- ¡Lo sé - decía él desesperado, intentando hacer arrancar el motor -, lo sé! 

Tras otear como animales el espacio entre ellos, los miraron y gruñeron, corriendo directamente hacia ellos. Eso les daba una ventaja, ya que si corrían en línea recta, en lugar de seguir el muelle desde la izquierda del restaurante, que es donde nacía, tendrían que escalarlo. Los vió correr hacia ella y desparecer en el agua; se escuchaban sus chapoteos y gruñidos. Pero enseguida vio las primeras manos aparecer agarrándose a las tablas de madera que ella pisaba. 
Mientras Daniel seguía luchando con el motor, la primera cabeza apareció, justo delante de ella, a sus pies. Sara, intentando apuntar tranquila (era un disparo muy fácil), le descerrajó un primer impacto en plena frente, haciéndolo caer. Pero enseguida asomó otra cabeza. Y un poco a su derecha, otra. Y del restaurante continuaban saliendo.
- ¡Daniel! - volvió a gritar antes de volver a disparar a otro. Y luego a otro - ¡Daniel! 
- ¡Sube - le gritó él -, sube y suelta la amarra!
Disparó a otro. "¿Cuántas balas me quedan?", pensó, "¿dos?".
- ¿La qué? - gritó a Daniel.
- ¡Esa cuerda! - le dijo señalándola - ¡Córtala!

Sara sacó el machete y de un tajo cortó el cabo. Pero en ese instante vió venir de frente a otro carroñero, que había subido a la pasarela de madera más adelante y ahora corría hacia ella. Le disparó y le alcanzó cerca de la clavícula izquierda, pero el carroñero no dejó de correr. Y por donde había subido empezó a subir otro. Le disparó otra vez y le dió en la cabeza. Ahora sí cayó y lo mejor es que hizo tropezar al que ya venía detrás. Y lo peor que la corredera de la pistola automática se quedó atrás. No había más balas.

Y en ese momento el motor arrancó.
- ¡Sube! - gritó Daniel asomándose con el rifle y disparando a otro carroñero que estaba ya a un metro de Sara. Ella saltó al barco inmediatamente al tiempo que Daniel volvía al puente y le daba a la palanca a tope.  

El motor protestó y al darle tanta potencia de golpe el barco no empezó a navegar inmediatamente, causando una gran espumarada de agua sobre sus hélices. Casi a la vez, dos carroñeros saltaron a la cubierta, justo donde estaba Sara, haciéndola caer y gritar. Daniel se giró con la recortada en la mano. Disparó un primer cartucho al que estaba de pie sobre Sara, volatilizándole inmediatamente la cabeza en una nube rosada. Y al segundo, que ya venía hacia él, le dió en mitad del pecho, lanzándolo disparado fuera del barco como si fuese un hombre bala del circo.
Por fin la pequeña embarcación comenzó a surcar las aguas y empezaron a alejarse del muelle donde los carroñeros, ya por decenas se tiraban o más bien caían al agua inútilmente desde el pequeño muelle.
- ¿Estás bien? - le dijo mientras intentaba guiar el barco alejándolo de la costa. Ella se levantó teniendo que apartar el cuerpo sin cabeza del carroñero.
- ¡Sí, estoy bien!

Empujó el cuerpo hasta la parte de atrás y comprobó que la portezuela trasera se podía abrir con un simple pestillo. Abrió, lo dejó caer al mar y cerró. Luego fue al puente junto a Daniel.
- Joder - dijo Sara -, eso es un cañon - dijo refiriéndose a la "amiga" de Elmer.
- Y tanto. Creí que el retroceso me dislocaba el hombro - la miró - ¿En serio estás bien, no te ha hecho nada?

Sara sonrió un poco mientras asentía. Ahí estaba el Daniel de siempre, preocupado por su chica.

Luego él se dió cuenta que dos enormes focos en la parte delantera del techado del puente iban encendidos.
- Toca por ahí - le dijo a Sara indicándole con la mirada el cuadro de mandos - a ver si apagamos esas luces. Nos van a ver desde Kenia.

Desde el extremo del espigón principal del puerto, elevados sobre su plataforma final, Marco observaba con unos prismáticos el barco.
- Ahí, van - dijo -. Han conseguido un barco a motor.
- No podemos dejar que escapen - dijo con rabia contenida Eliseo.
- No irán muy lejos - respondió Marco tranquilo, pasándole a Eliseo los prismáticos. Este observó y justo le dió tiempo a ver cómo las luces delanteras se apagaban, pero aun así luego podía ver unos pilotos rojos en la parte trasera, aunque con mucha más dificultad. Marco continuó hablando -. Es un barco muy pequeño, no tiene mucha autonomía. Irán a Nueva Aurora, no mucho más allá.
Eliseo dejó de mirar por los primáticos.
- Vamos al muelle con los hombres que queden y empecemos a comprobar qué veleros están en buen estado, para estar preparados cuando lleguen nuestros hermanos - le dijo -. Como Moisés, cruzaremos nuestro Mar Rojo en busca de un sueño... y de dos herejes. 


En plena noche y con el mar en calma, sólo una hora después ya intuían la costa de Nueva Aurora recortándose bajo la luz de la luna. Estaban ya muy cerca, pero Daniel paró el motor y echó el ancla.
- ¿No seguimos? - preguntó Sara.
- ¿En la oscuridad sin ver la costa? - dijo Daniel - No. Debe quedar poco para que amanezca y no se me ocurre lugar más seguro para pasar lo que quede de noche. Cuando haya luz y podamos ver por donde ir, continuamos. 
Ella asintió convencida y tras descolgarse la mochila se sentó en la parte de atrás, donde había más espacio, con la espalda apoyada en el lateral de babor. Sacó una pequeña botella de agua y bebió un poco. Daniel por su parte dejó su mochila y el rifle en la cabina y se sentó frente a ella, apoyado a estribor.
Durante un minuto que pareció muy largo, nadie dijo nada. Ella, más incómoda, rompió el silencio, entre cansada y triste:
- Vaya día, eh... - pero no le miraba directamente. Miraba la botella mientras volvía a guardarla. Por eso no pudo ver que él sonreía un poco.
- Sí... - empezó a decir Daniel -... y aquí estamos, navegando como el puto Jack Sparrow...
Ella, ahora sí, le miró a los ojos. Y pese a lo oscuro que estaba, los pudo ver brillar.
Rápidamente fue hasta él y se acurrucó a su lado, como siempre hacía, con la cabeza en su pecho como una niña. Y él la rodeó con su brazo, como de costumbre. Ella le abrazaba tan fuerte que le costaba respirar.
- No quiero que vuelvas a mirarme como me mirabas en el bosque - dijo ella -, cuando salimos de las cloacas.
- Lo siento - la besó en la cabeza -, estaba muy acojonado... tenía miedo de habérmelo imaginado todo. De haberte imaginado a tí... de despertar después de un sueño. Pero me salvaste la vida, nos salvaste a los dos. Ahora estamos empatados... - ella rió un poco -... estuviste sensacional.
- No, tú lo estuviste - dijo ella -. Nunca había visto tan asustado y tan descolocado a ese cabrón, creéme. Lo dejaste alucinado.
- Por cierto, no me habías dicho que te habías llevado una granada.
- En realidad la quería como recuerdo.
- Joder con tus souvenirs... 
Rieron los dos.  Luego siguió hablando ella, sin dejar de abrazarle pero ahora levantando la cabeza para que pudieran mirarse a los ojos:
- ¿Recuerdas aquello que dijiste de que no importa qué fuímos antes, que lo único que importa es qué somos ahora?
- Sí, y lo mantengo - dijo él.
- Pues esta soy yo - dijo Sara - . Esta de ahora mismo es quien soy y quien quiero ser...
- Y yo no quiero nada más - dijo antes de besarla en los labios. 


Volvía a estar en el baño del apartamento de la planta veintidós, en la ciudad. Volvía a estar la bañera vacía y volvían a estar las velas. Como ya recordaba este sueño, miró hacia las ventanas, pero no había nadie esta vez. Estaba completamente sola en el amplio cuarto de baño.
Pasó junto a la bañera y allí estaba el agua roja, las salpicaduras de sangre en el suelo y la hoja de afeitar. Pero nada más, también estaba vacía. 
Se acercó a las ventanas pero esta vez la ciudad no estaba en llamas, porque de hecho no había ciudad. Veía una enorme playa de arenas blancas y aguas muy azules. Era una playa paradisíaca, como en los viejos anuncios de agencias de viajes.
Estaba disfrutando de la maravillosa vista tras la ventana cuando sintió un fuerte dolor en el vientre, una punzada. Instintivamente se echó las manos al foco del dolor, que iba en aumento. "¿Qué es esto, que pasa?" , pensaba asustada. Se miró las manos. Estaban ensangrentadas.


Despertó sobresaltada. Hasta Daniel se sobresaltó.
- Ey, ¿estás bien? - dijo.
Ella se incorporó en el duro metal del barco, recordando donde estaban. Daniel estaba sentado a su lado mirando un mapa, el que había estudiado con Elmer allá en el búnker de la playa. Aún no había salido el sol pero ya clareaba y se veía la costa, a poco más de una milla.
- Sí - dijo ella desperezándose. Sin querer se tocaba el vientre -. Un mal sueño... - luego miró la costa - ¿Sabemos dónde estamos?
Daniel asintió y con el mapa aún en las manos, le fue señalando a ella:
- La ciudad está por allí - le explicó -. Pero de momento no nos interesa. Si al final nos vamos en busca del Cabo Centenario, tendremos que volver al plan que no pudimos llevar a cabo en Caledonia, un barco grande cargado de gasóil. Pero por ahora, nos apañaremos con este para buscar la base, que está... hacia allí - dijo señalando al otro lado.
- A ello, Lex... - se limitó a decir Sara.

Continuaron bordeando la costa hacia el este mientras avanzaba el día. Vieron varios cadáveres de grandes barcos, mercantes e incluso un petrolero, varados en las playas o estrellados contra las rocas, pero no encontraron más vida que las gaviotas. 
Daniel la enseñó a llevar el pequeño navío y ella navegó un rato mientras él comía. 
Y al atardecer, tras un pequeño cabo rocoso, vieron unas plataformas de cemento y piedra que penetraban en el mar, como un pequeño puerto.
- Eso debe ser... - dijo Daniel, conduciendo el barco hacia la orilla. A unos veinte metros del rompeolas, paró el motor y echó el ancla, aún lejos de la base.

Saltaron y nadaron hasta la orilla. Sólo tenían que recorrer la playa, aparentemente desierta y pasar el rocoso cabo. Tras guardar la piedra, de nuevo bien envuelta en el aluminio, en el bolsillo de su abrigo rojo, uno interior que tenía una pequeña cremallera, y recargar la recortada con dos nuevos cartuchos (en el bolsillo derecho de la chaqueta tenía siete u ocho más, y algunos más en la mochila) le dijo a Sara:
- ¿Lista?
Ella le enseñó la pistola:
- Vacía...
- Espera...
Comprobó los tambores de los dos revólveres. Sacó las balas de el que llevaba el hombre de Eliseo y las metió en el suyo. Luego tiró el del muerto al mar y el suyo se lo dió a Sara:
- El de ese tipo estaba hecho un asco - dijo -. Toma, está lleno. Las seis. Y sobran tres más - le dió las balas que ella guardó en el bolsillo delantero de los vaqueros -. Yo me quedo el rifle y a la amiguita de Elmer.
- De acuerdo - dijo Sara. Guardó el revólver, más pequeño pero más pesado que la pistola, en el bolsillo de su guerrera.
- No tires la automática - le dijo Daniel -. Es un buen arma, quizá haya suerte y encontremos munición para ella.
Sara asintió y la automática volvió sus vaqueros, en la espalda. 
- Cuando quieras - dijo después.

Sin más dilación recorrieron el tramo de playa que les separaba de las rocas a buen ritmo. Luego las escalaron y una vez arriba permanecieron agachados, observando.

Lo que veían era un muelle, aparentemente desierto. Ni barcos ni nadie a la vista. Por detrás se veía un camino que ascendía por una ladera y arriba podían ver muros, alambradas, una gran torre de vigilancia y se intuía el edificio principal. Ningún movimiento, ningún sonido.
- Por ésas rocas - dijo Daniel -, siguiendo la falda de la montaña. Evitemos el camino, de momento.
- ¿Habrán visto u oído nuestro barco? - dudó Sara - Esa cafetera hace un ruído de narices...
- Bueno - dijo él encogiéndose de hombros -, nadie nos ha disparado un cañonazo... pero no sé si eso es buena o mala señal. 

Siguiendo por la parte alta de las rocas, saltando entre ellas con algunas dificultades, llegaron a la ladera rocosa y sólo entonces descendieron, siempre pegados al lateral de la pequeña elevación para evitar ser vistos desde arriba. Cuando empezaron a bajar se fijaron que el camino de subida tenía una garita con la clásica barrera listada. La entrada para vehículos a la base.
- No parece que haya nadie - dijo Sara, vigilante.
- Aun así déjame que me adelante y eche un vistazo; tú me cubrirás.
- Vale - dijo ella sacando el revólver -; baja y yo te seguiré a distancia.

Daniel descendió por las rocas lo más rápido y sigiloso que pudo. Cruzó la pequeña carretera de tierra y bordeó por abajo la garita, dejando tras él un pequeño grupo de árboles y matorrales. Miró atrás y no vió a Sara, que aún permanecía escondida en las rocas de arriba. Desde donde estaba no podía ver el interior de la garita. Agachado, empezó a subir, oculto por las plantas salvajes.

Tuvo un déjà vu cuando, otra vez, sintió el cañon en su cabeza y escuchó amartillear el arma.
- Despacio, amigo - dijo una voz de hombre grave y madura -, no hagas ninguna estupidez y ponte en pie muy lentamente.
Daniel lo hizo y casi sonreía mientras hablaba:
- Eres el segundo que me sorprende por detrás en un par de días - dijo -. Estoy perdiendo facultades.
- ¿Y cómo sobreviviste al primero? - dijo la voz. No parecía un saqueador salvaje, pensó Daniel. Su forma de hablar era culta, inteligente.
- Es una larga historia - se imitó a decir.
- Date la vuelta, muy despacio - le ordenó la voz, serena - y mantén esas manos arriba.

Se incorporó a la vez que se giraba y alzaba las manos. El tipo que mantenía el cañón de un fusil de asalto a menos de un palmo de su frente era mayor, más de cincuenta, calculó. Pero no tenia mal aspecto, no parecía un saqueador. Vestía un abrigo azul oscuro y el resto de su ropa era militar, de camuflaje, incluyendo una gorra. "¿Es que entonces quedan soldados aquí?", pensó Daniel. El hombre tenía una decentemente bien recortada barba blanca y le observaba más interesado que amenazante.
- Ahora vas a contarme esa larga historia - dijo - , saltándotelo todo hasta la parte en que consigues que el motor de un barco funcione.
- ¿Qué barco? - dijo Daniel para ganar tiempo.
- Vaya - el hombre sonrió un poco -, ¡un listillo!... mi mujer siempre dice que cuanto más listillo quiere parecer un tipo, más idiota es.

Justo en ese momento el cañón del ahora revólver de Sara se apoyó en la nuca del hombre. Y ella, con su voz de serpiente, dijo:
- Quita ese dedo del gatillo y baja el arma o hago que vomites tus propios sesos, cabrón.
El hombre ni quiso mover la cabeza para verla, así que miró a Daniel, que sonrió:
- La mía es más de este estilo - dijo. 

El hombre bajó el fusil con calma.
- De acuerdo - dijo después -, no sois salvajes descerebrados ; eso está claro. ¿Puedo saber qué andáis buscando?
Daniel miró a Sara y con un pequeño gesto de "todo está bien" a ella le bastó para dejar de encañonarle. Pasó a su lado y se puso junto a Daniel. El tipo pareció sorprendido por lo joven que era.
- Respuestas - dijo Daniel.
- Pues eso dependerá de las preguntas - dijo el hombre -. Vayamos arriba y hablemos.

Empezaron a subir el camino a la fortaleza.
- ¿Qué hay aquí? - preguntó Daniel para empezar.
- Una base militar - contestó -, pero seguro que eso ya lo sabías.
- Sí, pero ¿qué hay ahora?
- Lo mismo... pero con menos gente - explicó -. El personal de la base poco a poco se fue marchando, querían buscar a sus familias, o simplemente les desesperaba no saber qué estaba ocurriendo en el mundo. De ellos sólo quedamos mi esposa y yo. Ella también era militar. Médico militar. Por cierto me llamo Benjamin. Como no teníamos familia fuera y para nosotros esta era nuestra casa, nunca sentimos el impulso de marcharnos.
Ellos le dijeron sus nombres. Luego Sara preguntó:
- ¿Entonces sólo están su esposa y usted?
- Del personal original de la base, he dicho - aclaró Benjamin -. Pero luego, de vez en cuando, conseguían llegar refugiados. Gente huyendo de los saqueadores, de los carroñeros y de los Nocturnos. Y si veíamos que eran gente de bien, los acogíamos. Hemos llegado a ser muchos más, pero ahora hay unos treinta sólamente. Ayudan al mantenimiento de la base y a defender los muros cuando atacan los carroñeros. Los saqueadores sólo nos han dado problemas un par de veces. Tenemos buenas defensas y todas las armas del mundo, no se atreven a tocarnos las narices.

Llegaron a la verja principal, donde una especie de arco en el muro alojaba bajo él una gran reja de hierro. Dos hombres armados con fusiles y abrigos del ejército de tierra (aunque el resto de su ropa era civil) la custodiaban por dentro.
- Abrid, chicos - les dijo Benjamin -, son de fiar - mientras abrían unos enormes candados que aseguraban unas gruesas cadenas para abrir la reja manualmente (arrastrándola, vamos), el hombre continuó explicándole -. La base en realidad es mucho más grande, claro: barracones, campos de instrucción, hangares, el aeródromo... pero cada vez era más difícil defenderla conforme más y más gente se marchaba. Por eso traímos todo lo útil aquí y nos limitamos al edificio principal. Con tan pocos que somos ahora, no hay problemas de espacio o saneamiento.

Los hombres terminaron de abrir la reja y en cuanto los tres entraron volvieron a cerrarla.
Dentro era como el patio de una cárcel. De forma ligeramente hexagonal rodeado de un edificio con la misma forma, con tres o cuatro plantas dependiendo del módulo, y la gran torre de vigilancia encima de la reja por la que habían entrado.
Ya estaba oscureciendo y tenían dispuestas por todas partes antorchas, lámparas de aceite o barriles de metal que ardían. Muchas personas (ya con ropas normales) estaban ocupadas en diversas tareas: clasificando armas, distribuyendo alimentos, tendiendo ropa... algunos les miraron al pasar y Benjamin los saludaba con la mano. Pero en general, a ellos dos no les prestaron demasiada atención. Excepto dos mujeres de mediana edad que, mientras estaban ocupadas clasificando y colocando en cajas de cartón unas latas de comida, sí les clavaron la mirada.
- Vayamos dentro - dijo Benjamin mientras se acercaban a lo que parecía la entrada principal al edificio -. Os presentaré a mi esposa, Diana, e intercambiaremos preguntas y respuestas.

Mientras los tres entraban, las dos mujeres dirigían una mirada llena de odio a la puerta.
- ¿La has visto? - le dijo una, de tez blanca y pelo rojizo a la otra, de raza negra y con el pelo corto - ¡Es ella... es esa maldita bruja!
- ¡La zorra de Eliseo!
- Maldita... - mascullaba la pelirroja llena de ira -... maldita... ¡Maldita!


(continuará) 

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