"La botella de agua y el solitario árabe"
Yo creo que era el 95... o el 96 quizá. Tenía por tanto unos ventitres o venticuatro años y el mundo me parecía muy pequeño, como nos parece a todos cuando somos jóvenes y creemos que lo sabemos todo. El tiempo nos va enseñando que ni siquiera ahora, acercándome a los cincuenta, he empezado a saber. De nada. Y que el mundo es demasiado grande y nuestros problemas (si es que se pueden llamar problemas a los asuntos del corazón) son insignificantes, medianías. Motas de polvo en el Sahara...
Pero oigan, a mí entonces me lo parecían. Llevaba, más o menos, la vida que quería llevar. Una vida en la que soñaba con escribir, con pintar, con tocar música, con experimentar y saborear y explorar... Luego no hice nada de aquello pero entonces estaba convencidísimo de conseguirlo. Era todo como muy de rock, ¿entienden?
Y ¿qué sería de un artista sin su musa? ¿Sin su martirio y su tormento que le daba noches de agonía a cambio de pequeños momentos de amor y que desembocaban irremediablemente, como cae el agua de la cascada sin que nadie pueda impedirlo, en hojas y hojas de textos desgarrados? Acababan como tenían que acabar, en palabras escritas, en canciones... bueno, sí, y en muchas borracheras también. Pero eso es circunstancial, yo era un artista atormentado (permitan que me ría.... bueno, ya está. Sigamos).
El caso es que era verano y necesitaba escapar, desconectar. En Málaga lo tenía todo; mis amigos, la playa, las fiestas, los bares, mi grupo, mis libros... pero también estaba ella y quería largarme.
Así que cuando mi prima Consuelo, que era un poco mayor que yo, unos tres años, me dijo que me fuese a Ceuta, que tenía un piso para mí que podía ocupar unos días, ni me lo pensé. No me despedí de casi nadie de mi círculo social (menos aún de ella; me gustaba pensar en qué cara pondría cuando preguntara por mí en los bares), agarré la mochila, las cintas de cassette con mi música y un par de blocs para escribir, y me dispuse a cruzar el Estrecho de Gibraltar.
Siempre me ha gustado Ceuta. Toda la familia de mi madre está allí y son un montón. Ni siquiera sé exactamente cuantos primos tengo, pero muchos. En esa época mi prima Consuelo acababa de irse a vivir con su novio Roberto, un navarro que no recuerdo ahora por qué circunstancias vivía en Ceuta. Se conocieron, se enamoraron y se fue a vivir con él. Un tío muy majo (siguen juntos y tienen una hija, por cierto). Y según me contaron tenían una gran amistad con su vecino, que se marchaba los veranos y les dejaba su piso a su entera disposición. "Ya verás que bien vas a estar, justo debajo nuestra para dormir, a tu aire. Y por el día a la playita y de noche... ¡empieza la Feria de Ceuta! Vente y te olvidas de todo". Me llevaba muy bien con ella y acepté. No es que estuviese para fiestas y siendo de Málaga una feria no me iba a impresionar, pero qué importaba. Se trataba de escapar unos días. Así que para allá que me fuí.
Hacía mucho calor aquél verano. En Málaga también, pero el de Ceuta era aún más húmedo y pegajoso. Pero la ciudad, pese a la desgana con la que hablaban de ella mis primos, me parecía en aquél momento, a mi llegada al puerto, hermosa y acogedora. Ceuta era para mí algo mágico y siempre he disfrutado de ese breve momento de ruptura, de salto a otro mundo que era cruzar ese trozo de océano en barco en los muchos viajes que, desde niño, hacía con mi familia para ver a los parientes. Podía entender que a ellos les pareciera pequeña, aislada y aburrida. Ellos también nos visitaban a menudo en Málaga y claro, les encantaba que fuera más grande, mejor y más fácilmente comunicada con todo (te coges el coche y en un bote estás en Sevilla. Te coges el tren y en un salto estás en Madrid) y con más posibilidades para la diversión; te aburres un sábado por la noche pues te vas a Torremolinos, a Fuengirola o a Marbella.
Pero no suele ser de recibo alabar ni ver tantas cualidades en lo que tienes, en donde vives cada día. Así que dijeran lo que dijeran yo estaba donde quería estar y dispuesto a olvidarme de todo. Y a desmadrarme dentro de lo posible.
El piso de Roberto que ahora compartía con mi prima estaba en pleno centro, cerca de la calle Real, en un edificio muy antiguo con la fachada clásica de primera mitad de siglo XX, pero perfectamente rehabilitado. Tenía cuatro plantas y el de ellos estaba en la tercera. El que yo iba a ocupar justo debajo, en la segunda.
Fuímos primero al de ellos. No era demasiado grande pero muy acogedor y lo tenían decorado con mucho gusto, nada clásico, sin sobrecargar en decoración como hace la gente mayor y todo dispuesto para ser cómodo.
Tomamos unas cervezas, charlamos un poco preguntándonos por las familias y tal y luego me acompañaron al que iba a ser mi refugio por aquellos días.
El propietario, el susodicho vecino con el que se llevaban tan bien y tenían tanta confianza, era según me contaron un profesor de literatura y escritor ya entrado en años que había pedido la excedencia en la enseñanza para dedicarse unos años a escribir únicamente. Estaba casado también con una profesora que ejercía en Marruecos con lo cual pasaban la mayor parte del año separados. Cuando se reunían en verano no solían quedarse ni en Ceuta ni en Marruecos, aprovechaban para viajar, con lo cual el piso se quedaba desocupado. Él les dejaba las llaves para que lo usasen como si fuese propio, sólo a condición de cuidarle las plantas y recoger el correo.
Ciertamente, se notaba que era la casa de un escritor. El ordenador, los papeles, las montañas de libros, revistas, los tapices árabes, los quemadores de incienso... en las paredes había algunos cuadros abstractos y muchas fotos, la mayoría en blanco y negro como debe ser, del tipo en cuestión con su mujer, joven y guapa, en diversos paisajes exóticos.
- Es perfecto - es lo único que pude decirles. Y es que me era inevitable imaginarme a mí mismo en el futuro viviendo en un sitio así, llevando una vida como esa y con una mujer que te espera lejos con los brazos abiertos.
Sueños de juventud...
Esa noche empezaba la susodicha Feria pero antes de ir a ella estuvimos de bares. No recuerdo el nombre ni la ubicación de ninguno de ellos ahora pero sí me acuerdo que la mayor diferencia que encontré con los de Málaga es que en todos los que estuvimos se podía tapear. En Málaga se tapea de día, pero por la noche los bares de copas eran bares de copas. Allí eran de copas también pero podías pedir unas tapas; de lujo oigan. Así que entretenidos con dátiles calientes envueltos en bacon, con pinchitos morunos pero los de verdad, no los que te ponen por ahí que tienen de morunos lo que yo de esquimal, y con entrantes menos exóticos como las universales patatas a la brava, las medias de Mahou entraban sin darte cuenta.
Aquellos garitos los recorrimos los tres solos pues Roberto y Consuelo había quedado con sus amigos, a los que yo no conocía, ya en la Feria.
En este punto es importante aclarar que yo no quería saber nada de mujeres en aquél momento, pero también hay que puntualizar que de haberlo querido no hubiese significado que consiguiese alguna conquista. Pese a mis pintas de "rockero intelectual" (imaginen una mezcla del personaje de Fele Martínez en la película "Tesis" con un puntito más siniestro, tirando al Brandon Lee de "El cuervo"... pero en feo, claro; ese más o menos era yo en aquella época) ni siquiera entonces tenía demasiado éxito con las chicas. Y el poco que tenía era a base de constancia, trabajo y mucha verborrea plagada de chistes y frases ingeniosas todas robadas, por supuesto, de películas o libros. Todo eso lleva su tiempo, no crean, por lo que siempre era más de conquistas a largo plazo que de "el rollo de una noche". Que no es que tenga nada en contra de los rollos de una noche, es que no había manera...
Aún así, ya digo que ella me tenía completamente esclavizado sentimentalmente, así que ni me planteaba líos de faldas... al menos en ese momento, recién llegado.
Animados por las cerveza y prácticamente dándonos por cenados con tanto tapeíto, llegamos un rato después, ya pasada la medianoche, a la Feria.
Ya dije antes que siendo de Málaga cualquier otra feria me parecía poca cosa (es que es la Madre de Todas las Juergas, créanme). Pero qué importaba, al final en todas hay música (mayormente horrible, es verdad), en todas hay alcohol y en todas hay jolgorio. Más grande o más pequeña no importa demasiado.
Tras recorrer buena parte de la calle principal entre las casetas del recinto ferial, entramos en una de ellas que es donde habían quedado con sus amistades, de los cuales ya digo que no conocía a ninguno. Ni tampoco me importaba conocer; no había venido a hacer amigos... ¿era duro, eh? Oigan, mi papel y mi pose estaban estudiadísimas, ¿que se creen? Cuando uno no es Brad Pitt, la pose, la estrategia, lo es todo. Y la mía estaba milimétricamente diseñada... joder, cómo me estoy riendo de mí mismo de acordarme...
El caso es que me presentaron a sus amigos y amigas y ya en compañía de un grupo grande, al menos ocho o diez, pedimos algunos litros de tinto con limón en grandes vasos de plástico.
Lo mejor de ir a una feria o cualquier otro sarao verbenero de verano antes del tuyo propio (la Feria de Ceuta era en julio, creo recordar, mientras que la de Málaga es a finales de Agosto) es que vas entrenando a tus oídos y a tu cerebro para las insoportables y terroríficas canciones que tendrás que soportar después. Creo que fue allí donde escuché por primera vez lo de "...¡el venao, el venao!..." y otras exquisiteces musicales por el estilo (yo no sé por qué la UNESCO no toma cartas en este asunto; pero bueno, ese es otro debate).
Sin darme cuenta, de una forma natural y sin tener que tirar de estrategia (lo juro, ya he dicho que no quería saber nada de faldas), conecté muy bien con una de las amigas de mi prima, llamada Begoña. "Conectar" es una forma elegante de decirlo porque lo cierto es que me gustó enseguida. Y parecía que yo también a ella, aunque me costaba muchísimo creerlo (no era de gustar a la primera impresión; como digo, yo me lo tenía que currar). Pero quién sabe, quizá sólo por el hecho de ser una cara nueva en un sitio donde casi todo el mundo se conoce, o porque sería fan de "El cuervo", el caso es que entre tintos con limón, cervezas y una caseta y otra, poco a poco cada vez hablábamos menos con el resto del grupo y más entre los dos.
Era bajita y canija, más cría físicamente de lo que decía su edad, pues tenía un año más que yo. Tenía una cara muy agradable, rubia con el pelo corto, casi a lo chico y los ojos miel. Lo más importante es lo que averigué sutilmente que no tenía: pareja. Tampoco parecía tener gran cosa en la cabeza y pueden pensar lo que quieran de mí pero en ese momento hasta lo agradecí. Menos complicaciones.
Y charlando de tonterías mientras movíamos el cuerpo al ritmo de la música levemente, sin llegar a bailar, me dí cuenta de que cada frase acababa en sonrisas.
Por desgracia me pudo el cansancio del viaje, de modo que cuando Roberto y Consuelo, ya cerca de las tres de la mañana, anunciaron que se iban a casa yo dije que me iba con ellos, pese a que mi prima (que no era ni ciega ni tonta y había visto nuestro flirteo) me dijo que si quería podía quedarme (yo tenía las llaves de mi piso). Pero es que es verdad que estaba cansado así que nos despedimos de todos... y sí, de Begoña me despedí más cariñosamente que de los demás y ella me hizo prometerle que volvería a la feria la noche siguiente.
Cansados y un poco borrachos fuimos subiendo por las oscuras callejuelas del centro en dirección a la calle Real, mientras animados íbamos comentando las impresiones del día, hablando de nuestros trabajos y por mi parte tratando de esquivar el cachondeo que se traían ellos dos debido mi buen rollo con Begoña.
Justo cuando ya enfilábamos la acera de enfrente de nuestro edificio observé que Consuelo miraba con cierta agudeza hacia arriba. Seguí su mirada y deduje que, más o menos, enfocaba a la terraza de mi piso, el de su vecino, quiero decir. O a uno muy cercano.
No pude evitar preguntarle qué miraba con tanto interés:
- Ah, nada... - se limitó a decir.
Roberto que iba un poco más adelantado nos comentó algo y mi atención se fue de aquello.
Tomamos la última en su piso, escuchando música tranquila y fumando un cigarrito de hachís, de una calidad muy superior a cualquier cosa que yo hubiese fumado en Málaga. Luego, muy a gusto pese al cansancio, les dí otra vez las gracias por todo y me bajé a mi piso prestado. Antes de salir Consuelo me comentó algo de que por la mañana venía una mujer a limpiar y arreglar la casa, pero no le presté mucha atención.
Eché un último pitillo en la terraza oyendo tenuemente desde allí los sonidos de la cercana feria y disfrutando, por fin, de un poco de frescor, únicamente con mis calzoncillos como vestimenta. Me encontraba tan bien en ese momento que no quería que acabara el primer día, y eso que había sido extremadamente largo, desde las seis de la mañana que me había despertado en Málaga para coger el autobús a Algeciras.
Fue inevitable pensar en ella un último instante pero no me resultó tan doloroso como otras veces. Sentía casi una picazón de orgullo, como diciendo: "¿Lo ves?... estoy herido pero aún no has acabado conmigo; sigo en pie". Grandes pensamientos de entonces... bueno, ya dicen que todo encoge con el tiempo.
Como era de esperar me desperté a las tantas. Había un silencio sepulcral en el piso y me levanté con total despreocupación, en calzoncillos. Separé unas tirillas de tubitos de plástico que hacían la función de cortinas separadoras entre el salón y la cocina en busca de café y mientras me rascaba mis partes me encontré de bruces con una mujer árabe ya entrada en años y una niña, de unos diez u once años que parecía su hija, y que estaban sentadas en la pequeña mesa de la cocina desayunando. Nos miramos en silencio durante un par de segundos, ellas con cara divertida y yo bastante azorado. Creo que con los labios llegué a formar un "hola" pero no me salió la voz.
Elegantemente volví al dormitorio para coger mi bolsa de aseo, me duché con rapidez en el baño y me vestí con mis vaqueros y la primera camiseta que encontré en la mochila. Ya más seguro de mí mismo volví a la cocina donde ellas parecían haber terminado de desayunar y mientras la cría seguía en la mesa dibujando garabatos en una libreta, la mujer fregaba los cacharros en el fregadero. Se giró y sonreía, pasándoselo en grande con mi vergüenza, era evidente.
- No te asustes... - me dijo divertida.
- No, no, si es que... - yo no sabía ni qué decir. Me acordé entonces de lo que me había dicho Consuelo; era la mujer que venía por horas a arreglar y limpiar el piso de ellos y el del vecino. Se ve que tenía sus propias llaves -... eh, yo soy el primo de Consuelo, arriba - empecé a explicar.
- Sí, ya me hablaron, no te preocupes.
- Ah, pues nada - dije retirándome tan dignamente como pude. La cría también me miraba entre divertida y condescendiente, como pensando "menudo pringao" -. Encantado... - dije finalmente antes de coger mi cartera, las llaves y el tabaco y largarme.
Ese día tocaba socializar, visitar a tantos tíos y parientes como me diese tiempo, que a todos en un día era imposible. Varios de ellos, con algunos de mis otros primos y primas, me llevaron a comer a Los Pulpos, que posiblemente era entonces mi restaurante favorito del mundo y ya por la tarde Consuelo me recogió en casa de uno de ellos para volver a nuestro cuartel general.
Mientras íbamos andando ya acercándonos a nuestro edificio yo iba comentándole que otro día, una vez cumplidos los saludos oficiales con toda la familia, quería ir de tiendas y bazares pues quería llevar algún regalo a los amigos más queridos. A ella, a mi musa y mi tormento... aún no lo había decidido. Dependería de si encontraba algo que tuviese un significado, al menos para mí... ya se vería. Por su lado ella me comentó, muy divertida, que Begoña le había preguntado por mí. Yo bromeaba diciéndole que esperaba el informe hubiese sido positivo por su parte. Me daba la impresión de que a mi prima le hacía más ilusión que su amiga y yo nos liáramos que a mí mismo.
Al llegar ella volvió a mirar hacia arriba, hacia los balcones. Le iba a preguntar (ya me comía la curiosidad) pero no hizo falta; se arrancó ella sola:
- ¿Ves aquella terraza? - me preguntó. Seguí su mirada ahora más atentamente que la noche anterior y con ella sin disimular, queriendo que yo supiera de cuál hablaba.
- Ajá - dije -, ese será el piso contiguo al mío, ¿no?
- Sí, en cada planta sólo hay dos viviendas, ya has visto - explicó y esta vez incluso se detuvo. Nos quedamos los dos parados en la acera mirando hacia la fachada del edificio, hacia aquella terraza de la segunda planta, mientras la gente ajetreada de aquella tarde pasaba a nuestro lado. Yo estaba intrigadísimo y la dejé hablar -. Ahora está vacío, abandonado... Pero cuando Roberto vivía aquí solo era de una pareja de ancianos, muy muy mayores. Según me contó Roberto, yo creo que sólo llegué a cruzarme un par de veces con uno de ellos, llevaban más tiempo viviendo en el edificio que nadie, desde ni se sabe. Y ni se notaba que estaban ahí. No salían casi nunca, no recibían visitas y nadie sabía demasiado de ellos. No eran vecinos molestos, desde luego, ni jamás llamaron a otra puerta para pedir azúcar, ya sabes...
- ¿Y qué les pasó? - tuve que preguntar.
- Qué les va a pasar, que murieron, ya te digo que eran muy ancianos. Pero además lo hicieron sólo con un mes de diferencia, primero ella y luego él. Por lo visto luego se supo que ella estaba muy enferma, desde hacía muchos años. Por eso no salían casi nunca y por eso apenas hacían ruído. Ella casi no podía moverse, según contó la gente después y él pues empleaba todo su tiempo en cuidarla. Lo que me... extraña es que él no parecía enfermo. Que ella muriese fue algo natural pero, ya ves. Un mes y él la siguió. Aunque bueno, esto son cosas que se comentaban en el vecindario; a lo mejor sí que estaba enfermo también él...
- Pero... tú no lo crees - apunté. Mi prima ni lo dudó:
- No. Yo creo que murió de pena. Llevarían toda la vida juntos y en los últimos años no habría hecho otra cosa más que cuidar de ella... no; no creo que estuviese enfermo.
Tuve que encender un pitillo. Consuelo continuó:
- Pero, ¿sabes lo que más me llama la atención? Por eso siempre miro hacia arriba sin poder evitarlo, ya es como un ritual para mí...
- El qué.
- Aquella botella de agua; fíjate, en la terraza.
Busqué un poco con la mirada y efectivamente ví una botella de agua, de plástico y completamente vulgar, de las de litro y medio, en el suelo del pequeño balcón. No veía desde allí si tenía agua pero lo que ya no parecía tener es etiqueta. Daba la impresión de llevar mucho tiempo allí.
- Sí, ya la veo - le indiqué -. ¿Y qué pasa con ella?
- No, pasar no pasa nada - dijo Consuelo encogiéndose de hombros -. Simplemente es eso, que siempre, desde que yo empecé con Roberto y a venir por aquí, ha estado ahí. Muchas veces, al pasar, me pregunto qué haría ahí, qué función cumpliría, cuánto tiempo llevará ahí olvidada y... de qué cosas habrá sido testigo, que nadie más supo ni se molestó en saber.
Durante toda esta conversación ella no había dejado de mirar hacia arriba. Pero entonces me miró y no sé qué cara tendría yo que se echó a reír y me dió como un empujón cariñoso.
- ¡Vale, vale! - dijo entre risas - No puede una desvariar un poco ¿o qué?
- No, nada, nada... - dije yo mientras echábamos a andar de nuevo. Pero yo no reía.
No lo voy a negar, una vez a solas en el piso, mientras me duchaba y me vestía para la nueva noche de feria, no podía dejar de pensar en la historia de aquellos ancianos que habían estado viviendo tras aquellas paredes. Soy por naturaleza bastante reflexivo, a veces casi hasta la obsesión (ya se habrán ido dando cuenta, supongo) y como me ponga a darle vueltas a las cosas no paro de estrujar mis ideas hasta exprimirlas.
Y allí estaba yo, en vez de estar planeando una estrategia de acoso y derribo para Begoña, a la que con toda probabilidad iba a encontrarme en un par de horas, dándole vueltas a qué diantres haría en el balcón la botella de agua.
Afortunadamente todo eso pasó en un rato. Con las tapitas, las cervezas y el ambiente de la calurosa noche, las cosas volvieron a su sitio en mi cabeza y ya sólo me preocupé de pasarlo bien. Tras un par de bares bajamos hacia el recinto ferial y a la entrada pasamos por numerosos puestecillos de souvenirs y curiosidades. En uno de ellos encontré algo para regalar a mis amigos Marta y Vicen. Eran unos colgantes sobre cordones de cuero en forma de pequeñas capsulitas de cristal, no más grandes que las cápsulas que tomamos como medicinas, rellenas de un líquido de diferentes colores y con un grano de arroz dentro, donde escribían el nombre que pidieses. Los hacía en un santiamén una morita que no podía tener más de trece o catorce años, con unos ojos como túneles de tren expreso, una preciosidad. Con una plumilla del grosor de un cabello y sujetando el grano de arroz con unas pinzas, conseguía hasta unos caracteres vagamente góticos.
Cuando volví a Málaga y se los dí les encantaron, y cada uno se quedó el colgante con el nombre del otro; así eran Marta y Vicen entonces. Luego el tiempo los separó y hace años que no sé de ellos.
Seguía sin encontrar nada para ella pero no me preocupaba, áun quedaban varios días y tampoco era decisión firme regalarle algo.
Aquella noche descubrí otra canción, "Sólo se vive una vez" de Azúcar Moreno, casi tan espantosa como la de "El Venao" pero al menos se podía llevar el ritmo (aunque no bailar, eso son palabras mayores) mientras charlábamos.
- A mí lo que más me gusta en el mundo es bailar - me decía Begoña en la segunda caseta, con varios cubalitros ya en el cuerpo y sin dejar de sonreír -. Bueno, y también el cine.
- ¿Ah, sí? - dije yo siguiendo el rastro de miguitas de pan que me dejaba, siendo consciente de que las seguía, claro. Y encantando de seguirlas a pesar de estar cada vez más convencido de que era tonta del culo. Ojo, no lo digo como algo malo. Era justo lo que quería y justo lo que necesitaba en ese momento.
- Sí, la última que he visto ha sido la de "Dos policías rebeldes", ¿la has visto? ¿a que es genial?
- Uy, sí, es la leche... lo que pasa es que no tengo buen recuerdo de ella porque fuí a verla con mi ex y claro...
Por supuesto todo era falso; ni había visto la película de marras y en cuanto a ex-novia... ¿qué novia? Pero bueno, esto es de primer curso, muy básico. Has de dejar claro que te relacionas con mujeres, si no desconfían.
- Oh, vaya por Dios... - dijo ella complaciente entre sorbo y sorbo del tinto con limón y los meneos leves al ritmo de la música - ¿Y la dejaste tú o te dejó ella a tí?
- Ah, no. A eso no te contesto
- ¿Por qué?
Previsible es poco. Picaba como un angelito... o quizás picaba yo y no me daba cuenta. Es lo fantástico de esto oigan; no sabes quien cae en la trampa de quien (y tampoco importa mucho, mientras caiga alguien, ¿verdad?).
- Porque si te digo que la dejé yo - empecé a argumentar - pensarás "claro, lo dice para tirarse el rollo, para hacerse el duro". Y si te digo que me dejó ella lo que pensarás es "por algo sería..." Y a lo mejor entonces ya no te fías de mí.
- Nah... sí me fío de tí - dijo como si tal cosa. Luego lo mejoró aún más -. Yo tengo mucho ojo para los tíos. En cuanto te conocí me dí cuenta de que eras súper sincero y no de ésos que van tirándose el rollo para ligar.
Sin comentarios, por favor.
A partir de ahí la cosa ya fue cuesta abajo. Nos desligamos del resto del grupo y fuimos a varias casetas los dos solos. En alguna incluso renuncié a mis firmes convicciones rockeras (no tan firmes en aquél momento) y bailé salsa con ella. Por hacerla reír más que nada, porque estoy tan dotado para la danza como Tarzán para la poesía. Funcionó, se meaba de la risa.
Y por fin, tras el cuarto o quinto tinto con limón, estando ya muy acaramelados, le dije:
- No sé si se me nota mucho, pero estoy loco por besarte.
Ella se limitó a encogerse de hombros, sin darle mucha importancia y dijo:
- ¿Y a qué esperas, a que te dé permiso?
Fue bastante más difícil convencerla para que se viniese al piso, pero también accedió. Era verano, era la Feria, yo era un tío de fuera que se iba un par de días después... vamos, que no tenía mucho que perder.
Saliendo del recinto ferial vimos unos puestos y en uno de ellos compramos cervezas de lata, bocadillos y preservativos (siempre he pensado que si algún día abro un negocio venderé exactamente eso; kit de supervivencia para noches locas). Ella tenía hambre y se comió su bocata, de tortilla, y la mitad del mío, de jamón y tomate. Yo tenía sed y me bebí mi lata de cerveza y un poco de la suya.
Aquella noche al menos estábamos hechos el uno para el otro.
Llegando al edificio irremediablemente miré al balcón. No me había acordado de la historia ni había pensado en ello desde que salí de allí al principio de la noche. Pero casi sin querer me ví mirando al balcón y buscando la botella de agua. Allí seguía, inerte y solitaria, como si nos vigilara.
- Qué miras - preguntó ella mientras caminábamos.
Sopesé durante un segundo contarle la historia... pero para qué. Ni yo tenía ganas de hablar más ni ella hubiese entendido nada, seguramente. Contesté con evasivas y entramos en el edificio.
En el piso nos pusimos cómodos en el sofá, sin encender muchas luces. Le puse una de mis cintas de Los Enemigos y escuchamos un par de canciones casi en silencio mientras apurábamos las cervezas.
- ¿Qué, te gustan?
Ella se encogió de hombros.
- Si... se parecen a Loquillo y los Trogloditas, ¿no?
Me abalancé sobre ella sintiendo que o empezaba a dar caña o su idiotez iba a poder con mi líbido. Y entonces descubrí en ella nuevas cualidades y virtudes. Se movía como un escorpión y jadeaba convincentemente mientras mordía mi cuello y arañaba mi espalda. Consiguió que dejara de pensar en cualquier cosa que estuviese fuera de esa habitación y se lo agradecí con todo lo que tenía allí en aquél momento.
Luego hubo un cigarro, sin vestirnos, allí en el salón. Y después nos echamos en la cama y fuimos a por el definitivo. Duró más, claro. Y al final y en el final ella parecía jadear de verdad, sudando ambos de manera espectacular.
Fue todo perfecto hasta que dejó de serlo. Al terminar nos besamos en los labios, quizá con demasiada dulzura y ahí me dió una punzada, no sé por qué, de absurdo remordimiento pensando en ella. Hasta estando a trescientos kilómetros era capaz de joderme.
No quise que Begoña lo notara (se merecía lo mejor de mí, no mis mierdas y mis paranoias, ni mucho menos) y con cualquier excusa (creo que le dije que iba al baño) salí al salón. Encendí un pitillo y luego me dirigí a la cocina en busca de agua fresca de la nevera.
Desde la cocina, con la nevera abierta, oí un ruído procedente de la puerta, que estaba muy cerca a mi izquierda. Parecía la cerradura de una puerta que se abría y en un principio sonó tan fuerte que pensé que era la mía. "¡Hostias, el escritor! ¡Se ha peleado con la mujer y ha vuelto antes de tiempo! ¡Qué putada!" pensé en un segundo, incoherente y muy nervioso.
Pero no era mi puerta. ¿Y entonces? Recordé que sólo había dos viviendas por planta y la otra... "No puede ser", me dije intrigado y excitado a la vez.
Avancé hasta la puerta y pude escuchar al otro lado como los sonidos de cerraduras eran sustituídos por el de una puerta chirriante que se abría. Aunque el corazón me latía a mil por hora sin pensarlo mucho abrí mi puerta (sin pensarlo nada en realidad).
La de enfrente estaba abierta. Eran las cinco de la mañana aproximadamente. Una tenue luz venía del interior de la vivienda pero no se veía ni oía, en principio, a nadie. Una extraña sensación que entonces interpreté como terror empezó a invadirme.
Seguramente de no haber sabido la historia de aquella casa hubiese pensado en ladrones, o en nuevos inquilinos madrugadores o en mil hipótesis razonables y cuerdas más.
Pero no pensé en nada de aquello, sólo sentía, no pensaba, que allí ocurría algo muy extraño y siniestro.
Cerré mi puerta de golpe y me quedé con la espalda pegada a ella. Ni siquiera tuve la tentación de echar un vistazo por la mirilla. Y menos aún cuando de fuera empecé a escuchar un suave e intermitente sonido, sesgante y rugoso, como... de un arrastrar de pies. Unos pasos lentos, cansados, que se deslizaban ajados por el suelo, como si llevaran zapatillas. Fueron aumentando en volumen conforme se acercaban al pasillo. Luego se escucharon de nuevo tanto la puerta al cerrarse como las cerraduras al correrse. Volvieron los pasos arrastrados y luego sonó una tos crujiente, flemática y crónica. Y los pasos decrépitos se fueron alejando escaleras abajo poco a poco.
Con mis latidos a una velocidad seguramente ilegal me fuí corriendo al dormitorio, donde la pobre Begoña se estaba quedando dormida. Me abracé tan fuerte a ella que la sorprendió.
- ¿Qué pasa? - dijo medio somnolienta, medio sobresaltada por mi actitud.
- Nada, nada... duérmete que es muy tarde.
Ni que decir tiene que no pegué ojo hasta que salió el sol.
Ella no me despertó hasta que ya estuvo vestida y lista para marcharse, muy pasadas las doce del mediodía. Me besó y hablamos un poco, yo aún acostado en la cama y ella sentada. Estaba cariñosa pero ya más apagada. Normal. El momento había pasado y aunque los dos lo sabíamos, fingimos que aún podía durar. Me dejó su teléfono en un papel y quedamos en ir por la tarde al parque de San Amaro a hacernos unas fotos.
Yo no quise quedarme ni un minuto de más. En cuanto se fue me duché a toda prisa, me vestí y me fuí a la calle, sin siquiera pensar en un destino.
Nada más salir a la soleada mañana miré hacia arriba sin poder remediarlo. Lo intuí antes de verlo: la botella de agua ya no estaba allí. ¿Quién se la había llevado? ¿O qué? ¿Y para qué?
No quise (ni seguramente hubiese podido) buscar respuestas. Lo que necesitaba era café, y con urgencia.
Me metí en la primera cafetería que me salió al paso, un bonito local con no demasiada gente, no era el típico bar de desayunos sino algo más fino, y agradecía la calma. Sentado en la barra le pedí al camarero que se me acercó un Sombra.
- ¿Un qué...? - preguntó el pobre hombre.
- Ah... un café con leche, gracias - dije al recordar que lo de los distintos nombres del café, dependiendo del porcentaje de leche, es algo exclusivo de Málaga.
Al final de la barra, junto a mí pues estaba en la esquina, había una vitrina con souvenirs y objetos de decoración a la venta. Artículos de artesanía delicada. Y uno de ellos llamó mi atención.
Era una tabla redonda de madera no más grande que un plato de postre, exquisitamente barnizada, y con una serie de agujeros dispuestos en filas que se cruzaban y acribillaban toda su superficie. Sobre ellos reposaban unas bolitas de piedra de distintos colores, del tamaño de canicas. Me pareció precioso aunque no tenía ni puñetera idea de qué era.
- Es un solitario árabe - me dijo el hombre sacándolo amablemente de la vitrina. Tiempo después averigué que su información era errónea; en realidad se denomina "Solitario de Madagascar". Pero bueno, para mí durante mucho tiempo fue "Solitario árabe" -. Tienes que ir quitando las bolitas pasando una por encima de otra, como en las damas. El objetivo es quedarte sólo con una. Prueba, prueba, a ver si lo consigues.
Y me dejó allí un rato con mi café y el solitario árabe. Nada, lo más que me acerqué antes de verme bloqueado fue a quedarme con tres o cuatro. Me dí cuenta de que aquél era el regalo perfecto para ella porque, como en casi todo, no le haría falta yo para jugar. Lo compré sin pensármelo dos veces.
Aquella tarde, cuando volví al edificio con Consuelo y Roberto, ella alucinó al no ver la botella de agua. Nos paró a su novio y a mí, excitada, "¡No está, no está, mira Rober!" y él la miraba divertido. Y yo fingía que también.
No le conté nada. Ni a mi prima ni a nadie. Nunca había hablado de ello hasta hoy. No habría sabido qué contar a fin de cuentas y ni siquiera ahora, ventipocos años después, lo tengo muy claro.
Curiosamente los cuatro días más que permanecí en Ceuta y en aquél piso no me sentí intranquilo ni asustado. No estaba durante mucho tiempo solo, pues o Begoña o algúno de mis primos o primas solían pasar por allí. Pero ni siquiera cuando lo estaba.
Porque quizás lo que sentí entonces (aunque no lo entendía y trato de entenderlo ahora) no fue miedo. Fue tiempo. El tiempo de aquellos ancianos que se fue y el mío propio que entonces no podía aún pensar en ello pero quizás ya empezaba a sentirlo. Que mi reloj de arena también corría a velocidad de vértigo, por más que quisiera alargarlo con poemas, con canciones, con juergas y con mujeres.
Quizás sentí que debía empezar a aprovechar mejor el tiempo y dejar de perderlo con amores tormentosos, completamente inventados por mí en realidad. Y en verdad me funcionó, porque a partir de entonces la magia de mi musa fue desapareciendo y poco a poco se fue convirtiendo en un rostro más que ves por la calle, vulgar e indiferente.
De hecho, al final no le regalé el solitario árabe; me lo quedé para mí (y aún lo tengo). Recuerdo que volviendo en el barco, cruzando el estrecho con mis recuerdos a cuestas, la dirección de Begoña en la cartera donde se quedaría hasta el olvido y mucho más viejo aunque sólo hubieran pasado seis o siete días, lo saqué de la mochila, lo desenvolví quitándole el papel de regalo y me puse a jugar.
Entrando al puerto de Algeciras conseguí, por fin, quedarme sólo con una.
Pero oigan, a mí entonces me lo parecían. Llevaba, más o menos, la vida que quería llevar. Una vida en la que soñaba con escribir, con pintar, con tocar música, con experimentar y saborear y explorar... Luego no hice nada de aquello pero entonces estaba convencidísimo de conseguirlo. Era todo como muy de rock, ¿entienden?
Y ¿qué sería de un artista sin su musa? ¿Sin su martirio y su tormento que le daba noches de agonía a cambio de pequeños momentos de amor y que desembocaban irremediablemente, como cae el agua de la cascada sin que nadie pueda impedirlo, en hojas y hojas de textos desgarrados? Acababan como tenían que acabar, en palabras escritas, en canciones... bueno, sí, y en muchas borracheras también. Pero eso es circunstancial, yo era un artista atormentado (permitan que me ría.... bueno, ya está. Sigamos).
El caso es que era verano y necesitaba escapar, desconectar. En Málaga lo tenía todo; mis amigos, la playa, las fiestas, los bares, mi grupo, mis libros... pero también estaba ella y quería largarme.
Así que cuando mi prima Consuelo, que era un poco mayor que yo, unos tres años, me dijo que me fuese a Ceuta, que tenía un piso para mí que podía ocupar unos días, ni me lo pensé. No me despedí de casi nadie de mi círculo social (menos aún de ella; me gustaba pensar en qué cara pondría cuando preguntara por mí en los bares), agarré la mochila, las cintas de cassette con mi música y un par de blocs para escribir, y me dispuse a cruzar el Estrecho de Gibraltar.
Siempre me ha gustado Ceuta. Toda la familia de mi madre está allí y son un montón. Ni siquiera sé exactamente cuantos primos tengo, pero muchos. En esa época mi prima Consuelo acababa de irse a vivir con su novio Roberto, un navarro que no recuerdo ahora por qué circunstancias vivía en Ceuta. Se conocieron, se enamoraron y se fue a vivir con él. Un tío muy majo (siguen juntos y tienen una hija, por cierto). Y según me contaron tenían una gran amistad con su vecino, que se marchaba los veranos y les dejaba su piso a su entera disposición. "Ya verás que bien vas a estar, justo debajo nuestra para dormir, a tu aire. Y por el día a la playita y de noche... ¡empieza la Feria de Ceuta! Vente y te olvidas de todo". Me llevaba muy bien con ella y acepté. No es que estuviese para fiestas y siendo de Málaga una feria no me iba a impresionar, pero qué importaba. Se trataba de escapar unos días. Así que para allá que me fuí.
Hacía mucho calor aquél verano. En Málaga también, pero el de Ceuta era aún más húmedo y pegajoso. Pero la ciudad, pese a la desgana con la que hablaban de ella mis primos, me parecía en aquél momento, a mi llegada al puerto, hermosa y acogedora. Ceuta era para mí algo mágico y siempre he disfrutado de ese breve momento de ruptura, de salto a otro mundo que era cruzar ese trozo de océano en barco en los muchos viajes que, desde niño, hacía con mi familia para ver a los parientes. Podía entender que a ellos les pareciera pequeña, aislada y aburrida. Ellos también nos visitaban a menudo en Málaga y claro, les encantaba que fuera más grande, mejor y más fácilmente comunicada con todo (te coges el coche y en un bote estás en Sevilla. Te coges el tren y en un salto estás en Madrid) y con más posibilidades para la diversión; te aburres un sábado por la noche pues te vas a Torremolinos, a Fuengirola o a Marbella.
Pero no suele ser de recibo alabar ni ver tantas cualidades en lo que tienes, en donde vives cada día. Así que dijeran lo que dijeran yo estaba donde quería estar y dispuesto a olvidarme de todo. Y a desmadrarme dentro de lo posible.
El piso de Roberto que ahora compartía con mi prima estaba en pleno centro, cerca de la calle Real, en un edificio muy antiguo con la fachada clásica de primera mitad de siglo XX, pero perfectamente rehabilitado. Tenía cuatro plantas y el de ellos estaba en la tercera. El que yo iba a ocupar justo debajo, en la segunda.
Fuímos primero al de ellos. No era demasiado grande pero muy acogedor y lo tenían decorado con mucho gusto, nada clásico, sin sobrecargar en decoración como hace la gente mayor y todo dispuesto para ser cómodo.
Tomamos unas cervezas, charlamos un poco preguntándonos por las familias y tal y luego me acompañaron al que iba a ser mi refugio por aquellos días.
El propietario, el susodicho vecino con el que se llevaban tan bien y tenían tanta confianza, era según me contaron un profesor de literatura y escritor ya entrado en años que había pedido la excedencia en la enseñanza para dedicarse unos años a escribir únicamente. Estaba casado también con una profesora que ejercía en Marruecos con lo cual pasaban la mayor parte del año separados. Cuando se reunían en verano no solían quedarse ni en Ceuta ni en Marruecos, aprovechaban para viajar, con lo cual el piso se quedaba desocupado. Él les dejaba las llaves para que lo usasen como si fuese propio, sólo a condición de cuidarle las plantas y recoger el correo.
Ciertamente, se notaba que era la casa de un escritor. El ordenador, los papeles, las montañas de libros, revistas, los tapices árabes, los quemadores de incienso... en las paredes había algunos cuadros abstractos y muchas fotos, la mayoría en blanco y negro como debe ser, del tipo en cuestión con su mujer, joven y guapa, en diversos paisajes exóticos.
- Es perfecto - es lo único que pude decirles. Y es que me era inevitable imaginarme a mí mismo en el futuro viviendo en un sitio así, llevando una vida como esa y con una mujer que te espera lejos con los brazos abiertos.
Sueños de juventud...
Esa noche empezaba la susodicha Feria pero antes de ir a ella estuvimos de bares. No recuerdo el nombre ni la ubicación de ninguno de ellos ahora pero sí me acuerdo que la mayor diferencia que encontré con los de Málaga es que en todos los que estuvimos se podía tapear. En Málaga se tapea de día, pero por la noche los bares de copas eran bares de copas. Allí eran de copas también pero podías pedir unas tapas; de lujo oigan. Así que entretenidos con dátiles calientes envueltos en bacon, con pinchitos morunos pero los de verdad, no los que te ponen por ahí que tienen de morunos lo que yo de esquimal, y con entrantes menos exóticos como las universales patatas a la brava, las medias de Mahou entraban sin darte cuenta.
Aquellos garitos los recorrimos los tres solos pues Roberto y Consuelo había quedado con sus amigos, a los que yo no conocía, ya en la Feria.
En este punto es importante aclarar que yo no quería saber nada de mujeres en aquél momento, pero también hay que puntualizar que de haberlo querido no hubiese significado que consiguiese alguna conquista. Pese a mis pintas de "rockero intelectual" (imaginen una mezcla del personaje de Fele Martínez en la película "Tesis" con un puntito más siniestro, tirando al Brandon Lee de "El cuervo"... pero en feo, claro; ese más o menos era yo en aquella época) ni siquiera entonces tenía demasiado éxito con las chicas. Y el poco que tenía era a base de constancia, trabajo y mucha verborrea plagada de chistes y frases ingeniosas todas robadas, por supuesto, de películas o libros. Todo eso lleva su tiempo, no crean, por lo que siempre era más de conquistas a largo plazo que de "el rollo de una noche". Que no es que tenga nada en contra de los rollos de una noche, es que no había manera...
Aún así, ya digo que ella me tenía completamente esclavizado sentimentalmente, así que ni me planteaba líos de faldas... al menos en ese momento, recién llegado.
Animados por las cerveza y prácticamente dándonos por cenados con tanto tapeíto, llegamos un rato después, ya pasada la medianoche, a la Feria.
Ya dije antes que siendo de Málaga cualquier otra feria me parecía poca cosa (es que es la Madre de Todas las Juergas, créanme). Pero qué importaba, al final en todas hay música (mayormente horrible, es verdad), en todas hay alcohol y en todas hay jolgorio. Más grande o más pequeña no importa demasiado.
Tras recorrer buena parte de la calle principal entre las casetas del recinto ferial, entramos en una de ellas que es donde habían quedado con sus amistades, de los cuales ya digo que no conocía a ninguno. Ni tampoco me importaba conocer; no había venido a hacer amigos... ¿era duro, eh? Oigan, mi papel y mi pose estaban estudiadísimas, ¿que se creen? Cuando uno no es Brad Pitt, la pose, la estrategia, lo es todo. Y la mía estaba milimétricamente diseñada... joder, cómo me estoy riendo de mí mismo de acordarme...
El caso es que me presentaron a sus amigos y amigas y ya en compañía de un grupo grande, al menos ocho o diez, pedimos algunos litros de tinto con limón en grandes vasos de plástico.
Lo mejor de ir a una feria o cualquier otro sarao verbenero de verano antes del tuyo propio (la Feria de Ceuta era en julio, creo recordar, mientras que la de Málaga es a finales de Agosto) es que vas entrenando a tus oídos y a tu cerebro para las insoportables y terroríficas canciones que tendrás que soportar después. Creo que fue allí donde escuché por primera vez lo de "...¡el venao, el venao!..." y otras exquisiteces musicales por el estilo (yo no sé por qué la UNESCO no toma cartas en este asunto; pero bueno, ese es otro debate).
Sin darme cuenta, de una forma natural y sin tener que tirar de estrategia (lo juro, ya he dicho que no quería saber nada de faldas), conecté muy bien con una de las amigas de mi prima, llamada Begoña. "Conectar" es una forma elegante de decirlo porque lo cierto es que me gustó enseguida. Y parecía que yo también a ella, aunque me costaba muchísimo creerlo (no era de gustar a la primera impresión; como digo, yo me lo tenía que currar). Pero quién sabe, quizá sólo por el hecho de ser una cara nueva en un sitio donde casi todo el mundo se conoce, o porque sería fan de "El cuervo", el caso es que entre tintos con limón, cervezas y una caseta y otra, poco a poco cada vez hablábamos menos con el resto del grupo y más entre los dos.
Era bajita y canija, más cría físicamente de lo que decía su edad, pues tenía un año más que yo. Tenía una cara muy agradable, rubia con el pelo corto, casi a lo chico y los ojos miel. Lo más importante es lo que averigué sutilmente que no tenía: pareja. Tampoco parecía tener gran cosa en la cabeza y pueden pensar lo que quieran de mí pero en ese momento hasta lo agradecí. Menos complicaciones.
Y charlando de tonterías mientras movíamos el cuerpo al ritmo de la música levemente, sin llegar a bailar, me dí cuenta de que cada frase acababa en sonrisas.
Por desgracia me pudo el cansancio del viaje, de modo que cuando Roberto y Consuelo, ya cerca de las tres de la mañana, anunciaron que se iban a casa yo dije que me iba con ellos, pese a que mi prima (que no era ni ciega ni tonta y había visto nuestro flirteo) me dijo que si quería podía quedarme (yo tenía las llaves de mi piso). Pero es que es verdad que estaba cansado así que nos despedimos de todos... y sí, de Begoña me despedí más cariñosamente que de los demás y ella me hizo prometerle que volvería a la feria la noche siguiente.
Cansados y un poco borrachos fuimos subiendo por las oscuras callejuelas del centro en dirección a la calle Real, mientras animados íbamos comentando las impresiones del día, hablando de nuestros trabajos y por mi parte tratando de esquivar el cachondeo que se traían ellos dos debido mi buen rollo con Begoña.
Justo cuando ya enfilábamos la acera de enfrente de nuestro edificio observé que Consuelo miraba con cierta agudeza hacia arriba. Seguí su mirada y deduje que, más o menos, enfocaba a la terraza de mi piso, el de su vecino, quiero decir. O a uno muy cercano.
No pude evitar preguntarle qué miraba con tanto interés:
- Ah, nada... - se limitó a decir.
Roberto que iba un poco más adelantado nos comentó algo y mi atención se fue de aquello.
Tomamos la última en su piso, escuchando música tranquila y fumando un cigarrito de hachís, de una calidad muy superior a cualquier cosa que yo hubiese fumado en Málaga. Luego, muy a gusto pese al cansancio, les dí otra vez las gracias por todo y me bajé a mi piso prestado. Antes de salir Consuelo me comentó algo de que por la mañana venía una mujer a limpiar y arreglar la casa, pero no le presté mucha atención.
Eché un último pitillo en la terraza oyendo tenuemente desde allí los sonidos de la cercana feria y disfrutando, por fin, de un poco de frescor, únicamente con mis calzoncillos como vestimenta. Me encontraba tan bien en ese momento que no quería que acabara el primer día, y eso que había sido extremadamente largo, desde las seis de la mañana que me había despertado en Málaga para coger el autobús a Algeciras.
Fue inevitable pensar en ella un último instante pero no me resultó tan doloroso como otras veces. Sentía casi una picazón de orgullo, como diciendo: "¿Lo ves?... estoy herido pero aún no has acabado conmigo; sigo en pie". Grandes pensamientos de entonces... bueno, ya dicen que todo encoge con el tiempo.
Como era de esperar me desperté a las tantas. Había un silencio sepulcral en el piso y me levanté con total despreocupación, en calzoncillos. Separé unas tirillas de tubitos de plástico que hacían la función de cortinas separadoras entre el salón y la cocina en busca de café y mientras me rascaba mis partes me encontré de bruces con una mujer árabe ya entrada en años y una niña, de unos diez u once años que parecía su hija, y que estaban sentadas en la pequeña mesa de la cocina desayunando. Nos miramos en silencio durante un par de segundos, ellas con cara divertida y yo bastante azorado. Creo que con los labios llegué a formar un "hola" pero no me salió la voz.
Elegantemente volví al dormitorio para coger mi bolsa de aseo, me duché con rapidez en el baño y me vestí con mis vaqueros y la primera camiseta que encontré en la mochila. Ya más seguro de mí mismo volví a la cocina donde ellas parecían haber terminado de desayunar y mientras la cría seguía en la mesa dibujando garabatos en una libreta, la mujer fregaba los cacharros en el fregadero. Se giró y sonreía, pasándoselo en grande con mi vergüenza, era evidente.
- No te asustes... - me dijo divertida.
- No, no, si es que... - yo no sabía ni qué decir. Me acordé entonces de lo que me había dicho Consuelo; era la mujer que venía por horas a arreglar y limpiar el piso de ellos y el del vecino. Se ve que tenía sus propias llaves -... eh, yo soy el primo de Consuelo, arriba - empecé a explicar.
- Sí, ya me hablaron, no te preocupes.
- Ah, pues nada - dije retirándome tan dignamente como pude. La cría también me miraba entre divertida y condescendiente, como pensando "menudo pringao" -. Encantado... - dije finalmente antes de coger mi cartera, las llaves y el tabaco y largarme.
Ese día tocaba socializar, visitar a tantos tíos y parientes como me diese tiempo, que a todos en un día era imposible. Varios de ellos, con algunos de mis otros primos y primas, me llevaron a comer a Los Pulpos, que posiblemente era entonces mi restaurante favorito del mundo y ya por la tarde Consuelo me recogió en casa de uno de ellos para volver a nuestro cuartel general.
Mientras íbamos andando ya acercándonos a nuestro edificio yo iba comentándole que otro día, una vez cumplidos los saludos oficiales con toda la familia, quería ir de tiendas y bazares pues quería llevar algún regalo a los amigos más queridos. A ella, a mi musa y mi tormento... aún no lo había decidido. Dependería de si encontraba algo que tuviese un significado, al menos para mí... ya se vería. Por su lado ella me comentó, muy divertida, que Begoña le había preguntado por mí. Yo bromeaba diciéndole que esperaba el informe hubiese sido positivo por su parte. Me daba la impresión de que a mi prima le hacía más ilusión que su amiga y yo nos liáramos que a mí mismo.
Al llegar ella volvió a mirar hacia arriba, hacia los balcones. Le iba a preguntar (ya me comía la curiosidad) pero no hizo falta; se arrancó ella sola:
- ¿Ves aquella terraza? - me preguntó. Seguí su mirada ahora más atentamente que la noche anterior y con ella sin disimular, queriendo que yo supiera de cuál hablaba.
- Ajá - dije -, ese será el piso contiguo al mío, ¿no?
- Sí, en cada planta sólo hay dos viviendas, ya has visto - explicó y esta vez incluso se detuvo. Nos quedamos los dos parados en la acera mirando hacia la fachada del edificio, hacia aquella terraza de la segunda planta, mientras la gente ajetreada de aquella tarde pasaba a nuestro lado. Yo estaba intrigadísimo y la dejé hablar -. Ahora está vacío, abandonado... Pero cuando Roberto vivía aquí solo era de una pareja de ancianos, muy muy mayores. Según me contó Roberto, yo creo que sólo llegué a cruzarme un par de veces con uno de ellos, llevaban más tiempo viviendo en el edificio que nadie, desde ni se sabe. Y ni se notaba que estaban ahí. No salían casi nunca, no recibían visitas y nadie sabía demasiado de ellos. No eran vecinos molestos, desde luego, ni jamás llamaron a otra puerta para pedir azúcar, ya sabes...
- ¿Y qué les pasó? - tuve que preguntar.
- Qué les va a pasar, que murieron, ya te digo que eran muy ancianos. Pero además lo hicieron sólo con un mes de diferencia, primero ella y luego él. Por lo visto luego se supo que ella estaba muy enferma, desde hacía muchos años. Por eso no salían casi nunca y por eso apenas hacían ruído. Ella casi no podía moverse, según contó la gente después y él pues empleaba todo su tiempo en cuidarla. Lo que me... extraña es que él no parecía enfermo. Que ella muriese fue algo natural pero, ya ves. Un mes y él la siguió. Aunque bueno, esto son cosas que se comentaban en el vecindario; a lo mejor sí que estaba enfermo también él...
- Pero... tú no lo crees - apunté. Mi prima ni lo dudó:
- No. Yo creo que murió de pena. Llevarían toda la vida juntos y en los últimos años no habría hecho otra cosa más que cuidar de ella... no; no creo que estuviese enfermo.
Tuve que encender un pitillo. Consuelo continuó:
- Pero, ¿sabes lo que más me llama la atención? Por eso siempre miro hacia arriba sin poder evitarlo, ya es como un ritual para mí...
- El qué.
- Aquella botella de agua; fíjate, en la terraza.
Busqué un poco con la mirada y efectivamente ví una botella de agua, de plástico y completamente vulgar, de las de litro y medio, en el suelo del pequeño balcón. No veía desde allí si tenía agua pero lo que ya no parecía tener es etiqueta. Daba la impresión de llevar mucho tiempo allí.
- Sí, ya la veo - le indiqué -. ¿Y qué pasa con ella?
- No, pasar no pasa nada - dijo Consuelo encogiéndose de hombros -. Simplemente es eso, que siempre, desde que yo empecé con Roberto y a venir por aquí, ha estado ahí. Muchas veces, al pasar, me pregunto qué haría ahí, qué función cumpliría, cuánto tiempo llevará ahí olvidada y... de qué cosas habrá sido testigo, que nadie más supo ni se molestó en saber.
Durante toda esta conversación ella no había dejado de mirar hacia arriba. Pero entonces me miró y no sé qué cara tendría yo que se echó a reír y me dió como un empujón cariñoso.
- ¡Vale, vale! - dijo entre risas - No puede una desvariar un poco ¿o qué?
- No, nada, nada... - dije yo mientras echábamos a andar de nuevo. Pero yo no reía.
No lo voy a negar, una vez a solas en el piso, mientras me duchaba y me vestía para la nueva noche de feria, no podía dejar de pensar en la historia de aquellos ancianos que habían estado viviendo tras aquellas paredes. Soy por naturaleza bastante reflexivo, a veces casi hasta la obsesión (ya se habrán ido dando cuenta, supongo) y como me ponga a darle vueltas a las cosas no paro de estrujar mis ideas hasta exprimirlas.
Y allí estaba yo, en vez de estar planeando una estrategia de acoso y derribo para Begoña, a la que con toda probabilidad iba a encontrarme en un par de horas, dándole vueltas a qué diantres haría en el balcón la botella de agua.
Afortunadamente todo eso pasó en un rato. Con las tapitas, las cervezas y el ambiente de la calurosa noche, las cosas volvieron a su sitio en mi cabeza y ya sólo me preocupé de pasarlo bien. Tras un par de bares bajamos hacia el recinto ferial y a la entrada pasamos por numerosos puestecillos de souvenirs y curiosidades. En uno de ellos encontré algo para regalar a mis amigos Marta y Vicen. Eran unos colgantes sobre cordones de cuero en forma de pequeñas capsulitas de cristal, no más grandes que las cápsulas que tomamos como medicinas, rellenas de un líquido de diferentes colores y con un grano de arroz dentro, donde escribían el nombre que pidieses. Los hacía en un santiamén una morita que no podía tener más de trece o catorce años, con unos ojos como túneles de tren expreso, una preciosidad. Con una plumilla del grosor de un cabello y sujetando el grano de arroz con unas pinzas, conseguía hasta unos caracteres vagamente góticos.
Cuando volví a Málaga y se los dí les encantaron, y cada uno se quedó el colgante con el nombre del otro; así eran Marta y Vicen entonces. Luego el tiempo los separó y hace años que no sé de ellos.
Seguía sin encontrar nada para ella pero no me preocupaba, áun quedaban varios días y tampoco era decisión firme regalarle algo.
Aquella noche descubrí otra canción, "Sólo se vive una vez" de Azúcar Moreno, casi tan espantosa como la de "El Venao" pero al menos se podía llevar el ritmo (aunque no bailar, eso son palabras mayores) mientras charlábamos.
- A mí lo que más me gusta en el mundo es bailar - me decía Begoña en la segunda caseta, con varios cubalitros ya en el cuerpo y sin dejar de sonreír -. Bueno, y también el cine.
- ¿Ah, sí? - dije yo siguiendo el rastro de miguitas de pan que me dejaba, siendo consciente de que las seguía, claro. Y encantando de seguirlas a pesar de estar cada vez más convencido de que era tonta del culo. Ojo, no lo digo como algo malo. Era justo lo que quería y justo lo que necesitaba en ese momento.
- Sí, la última que he visto ha sido la de "Dos policías rebeldes", ¿la has visto? ¿a que es genial?
- Uy, sí, es la leche... lo que pasa es que no tengo buen recuerdo de ella porque fuí a verla con mi ex y claro...
Por supuesto todo era falso; ni había visto la película de marras y en cuanto a ex-novia... ¿qué novia? Pero bueno, esto es de primer curso, muy básico. Has de dejar claro que te relacionas con mujeres, si no desconfían.
- Oh, vaya por Dios... - dijo ella complaciente entre sorbo y sorbo del tinto con limón y los meneos leves al ritmo de la música - ¿Y la dejaste tú o te dejó ella a tí?
- Ah, no. A eso no te contesto
- ¿Por qué?
Previsible es poco. Picaba como un angelito... o quizás picaba yo y no me daba cuenta. Es lo fantástico de esto oigan; no sabes quien cae en la trampa de quien (y tampoco importa mucho, mientras caiga alguien, ¿verdad?).
- Porque si te digo que la dejé yo - empecé a argumentar - pensarás "claro, lo dice para tirarse el rollo, para hacerse el duro". Y si te digo que me dejó ella lo que pensarás es "por algo sería..." Y a lo mejor entonces ya no te fías de mí.
- Nah... sí me fío de tí - dijo como si tal cosa. Luego lo mejoró aún más -. Yo tengo mucho ojo para los tíos. En cuanto te conocí me dí cuenta de que eras súper sincero y no de ésos que van tirándose el rollo para ligar.
Sin comentarios, por favor.
A partir de ahí la cosa ya fue cuesta abajo. Nos desligamos del resto del grupo y fuimos a varias casetas los dos solos. En alguna incluso renuncié a mis firmes convicciones rockeras (no tan firmes en aquél momento) y bailé salsa con ella. Por hacerla reír más que nada, porque estoy tan dotado para la danza como Tarzán para la poesía. Funcionó, se meaba de la risa.
Y por fin, tras el cuarto o quinto tinto con limón, estando ya muy acaramelados, le dije:
- No sé si se me nota mucho, pero estoy loco por besarte.
Ella se limitó a encogerse de hombros, sin darle mucha importancia y dijo:
- ¿Y a qué esperas, a que te dé permiso?
Fue bastante más difícil convencerla para que se viniese al piso, pero también accedió. Era verano, era la Feria, yo era un tío de fuera que se iba un par de días después... vamos, que no tenía mucho que perder.
Saliendo del recinto ferial vimos unos puestos y en uno de ellos compramos cervezas de lata, bocadillos y preservativos (siempre he pensado que si algún día abro un negocio venderé exactamente eso; kit de supervivencia para noches locas). Ella tenía hambre y se comió su bocata, de tortilla, y la mitad del mío, de jamón y tomate. Yo tenía sed y me bebí mi lata de cerveza y un poco de la suya.
Aquella noche al menos estábamos hechos el uno para el otro.
Llegando al edificio irremediablemente miré al balcón. No me había acordado de la historia ni había pensado en ello desde que salí de allí al principio de la noche. Pero casi sin querer me ví mirando al balcón y buscando la botella de agua. Allí seguía, inerte y solitaria, como si nos vigilara.
- Qué miras - preguntó ella mientras caminábamos.
Sopesé durante un segundo contarle la historia... pero para qué. Ni yo tenía ganas de hablar más ni ella hubiese entendido nada, seguramente. Contesté con evasivas y entramos en el edificio.
En el piso nos pusimos cómodos en el sofá, sin encender muchas luces. Le puse una de mis cintas de Los Enemigos y escuchamos un par de canciones casi en silencio mientras apurábamos las cervezas.
- ¿Qué, te gustan?
Ella se encogió de hombros.
- Si... se parecen a Loquillo y los Trogloditas, ¿no?
Me abalancé sobre ella sintiendo que o empezaba a dar caña o su idiotez iba a poder con mi líbido. Y entonces descubrí en ella nuevas cualidades y virtudes. Se movía como un escorpión y jadeaba convincentemente mientras mordía mi cuello y arañaba mi espalda. Consiguió que dejara de pensar en cualquier cosa que estuviese fuera de esa habitación y se lo agradecí con todo lo que tenía allí en aquél momento.
Luego hubo un cigarro, sin vestirnos, allí en el salón. Y después nos echamos en la cama y fuimos a por el definitivo. Duró más, claro. Y al final y en el final ella parecía jadear de verdad, sudando ambos de manera espectacular.
Fue todo perfecto hasta que dejó de serlo. Al terminar nos besamos en los labios, quizá con demasiada dulzura y ahí me dió una punzada, no sé por qué, de absurdo remordimiento pensando en ella. Hasta estando a trescientos kilómetros era capaz de joderme.
No quise que Begoña lo notara (se merecía lo mejor de mí, no mis mierdas y mis paranoias, ni mucho menos) y con cualquier excusa (creo que le dije que iba al baño) salí al salón. Encendí un pitillo y luego me dirigí a la cocina en busca de agua fresca de la nevera.
Desde la cocina, con la nevera abierta, oí un ruído procedente de la puerta, que estaba muy cerca a mi izquierda. Parecía la cerradura de una puerta que se abría y en un principio sonó tan fuerte que pensé que era la mía. "¡Hostias, el escritor! ¡Se ha peleado con la mujer y ha vuelto antes de tiempo! ¡Qué putada!" pensé en un segundo, incoherente y muy nervioso.
Pero no era mi puerta. ¿Y entonces? Recordé que sólo había dos viviendas por planta y la otra... "No puede ser", me dije intrigado y excitado a la vez.
Avancé hasta la puerta y pude escuchar al otro lado como los sonidos de cerraduras eran sustituídos por el de una puerta chirriante que se abría. Aunque el corazón me latía a mil por hora sin pensarlo mucho abrí mi puerta (sin pensarlo nada en realidad).
La de enfrente estaba abierta. Eran las cinco de la mañana aproximadamente. Una tenue luz venía del interior de la vivienda pero no se veía ni oía, en principio, a nadie. Una extraña sensación que entonces interpreté como terror empezó a invadirme.
Seguramente de no haber sabido la historia de aquella casa hubiese pensado en ladrones, o en nuevos inquilinos madrugadores o en mil hipótesis razonables y cuerdas más.
Pero no pensé en nada de aquello, sólo sentía, no pensaba, que allí ocurría algo muy extraño y siniestro.
Cerré mi puerta de golpe y me quedé con la espalda pegada a ella. Ni siquiera tuve la tentación de echar un vistazo por la mirilla. Y menos aún cuando de fuera empecé a escuchar un suave e intermitente sonido, sesgante y rugoso, como... de un arrastrar de pies. Unos pasos lentos, cansados, que se deslizaban ajados por el suelo, como si llevaran zapatillas. Fueron aumentando en volumen conforme se acercaban al pasillo. Luego se escucharon de nuevo tanto la puerta al cerrarse como las cerraduras al correrse. Volvieron los pasos arrastrados y luego sonó una tos crujiente, flemática y crónica. Y los pasos decrépitos se fueron alejando escaleras abajo poco a poco.
Con mis latidos a una velocidad seguramente ilegal me fuí corriendo al dormitorio, donde la pobre Begoña se estaba quedando dormida. Me abracé tan fuerte a ella que la sorprendió.
- ¿Qué pasa? - dijo medio somnolienta, medio sobresaltada por mi actitud.
- Nada, nada... duérmete que es muy tarde.
Ni que decir tiene que no pegué ojo hasta que salió el sol.
Ella no me despertó hasta que ya estuvo vestida y lista para marcharse, muy pasadas las doce del mediodía. Me besó y hablamos un poco, yo aún acostado en la cama y ella sentada. Estaba cariñosa pero ya más apagada. Normal. El momento había pasado y aunque los dos lo sabíamos, fingimos que aún podía durar. Me dejó su teléfono en un papel y quedamos en ir por la tarde al parque de San Amaro a hacernos unas fotos.
Yo no quise quedarme ni un minuto de más. En cuanto se fue me duché a toda prisa, me vestí y me fuí a la calle, sin siquiera pensar en un destino.
Nada más salir a la soleada mañana miré hacia arriba sin poder remediarlo. Lo intuí antes de verlo: la botella de agua ya no estaba allí. ¿Quién se la había llevado? ¿O qué? ¿Y para qué?
No quise (ni seguramente hubiese podido) buscar respuestas. Lo que necesitaba era café, y con urgencia.
Me metí en la primera cafetería que me salió al paso, un bonito local con no demasiada gente, no era el típico bar de desayunos sino algo más fino, y agradecía la calma. Sentado en la barra le pedí al camarero que se me acercó un Sombra.
- ¿Un qué...? - preguntó el pobre hombre.
- Ah... un café con leche, gracias - dije al recordar que lo de los distintos nombres del café, dependiendo del porcentaje de leche, es algo exclusivo de Málaga.
Al final de la barra, junto a mí pues estaba en la esquina, había una vitrina con souvenirs y objetos de decoración a la venta. Artículos de artesanía delicada. Y uno de ellos llamó mi atención.
Era una tabla redonda de madera no más grande que un plato de postre, exquisitamente barnizada, y con una serie de agujeros dispuestos en filas que se cruzaban y acribillaban toda su superficie. Sobre ellos reposaban unas bolitas de piedra de distintos colores, del tamaño de canicas. Me pareció precioso aunque no tenía ni puñetera idea de qué era.
- Es un solitario árabe - me dijo el hombre sacándolo amablemente de la vitrina. Tiempo después averigué que su información era errónea; en realidad se denomina "Solitario de Madagascar". Pero bueno, para mí durante mucho tiempo fue "Solitario árabe" -. Tienes que ir quitando las bolitas pasando una por encima de otra, como en las damas. El objetivo es quedarte sólo con una. Prueba, prueba, a ver si lo consigues.
Y me dejó allí un rato con mi café y el solitario árabe. Nada, lo más que me acerqué antes de verme bloqueado fue a quedarme con tres o cuatro. Me dí cuenta de que aquél era el regalo perfecto para ella porque, como en casi todo, no le haría falta yo para jugar. Lo compré sin pensármelo dos veces.
Aquella tarde, cuando volví al edificio con Consuelo y Roberto, ella alucinó al no ver la botella de agua. Nos paró a su novio y a mí, excitada, "¡No está, no está, mira Rober!" y él la miraba divertido. Y yo fingía que también.
No le conté nada. Ni a mi prima ni a nadie. Nunca había hablado de ello hasta hoy. No habría sabido qué contar a fin de cuentas y ni siquiera ahora, ventipocos años después, lo tengo muy claro.
Curiosamente los cuatro días más que permanecí en Ceuta y en aquél piso no me sentí intranquilo ni asustado. No estaba durante mucho tiempo solo, pues o Begoña o algúno de mis primos o primas solían pasar por allí. Pero ni siquiera cuando lo estaba.
Porque quizás lo que sentí entonces (aunque no lo entendía y trato de entenderlo ahora) no fue miedo. Fue tiempo. El tiempo de aquellos ancianos que se fue y el mío propio que entonces no podía aún pensar en ello pero quizás ya empezaba a sentirlo. Que mi reloj de arena también corría a velocidad de vértigo, por más que quisiera alargarlo con poemas, con canciones, con juergas y con mujeres.
Quizás sentí que debía empezar a aprovechar mejor el tiempo y dejar de perderlo con amores tormentosos, completamente inventados por mí en realidad. Y en verdad me funcionó, porque a partir de entonces la magia de mi musa fue desapareciendo y poco a poco se fue convirtiendo en un rostro más que ves por la calle, vulgar e indiferente.
De hecho, al final no le regalé el solitario árabe; me lo quedé para mí (y aún lo tengo). Recuerdo que volviendo en el barco, cruzando el estrecho con mis recuerdos a cuestas, la dirección de Begoña en la cartera donde se quedaría hasta el olvido y mucho más viejo aunque sólo hubieran pasado seis o siete días, lo saqué de la mochila, lo desenvolví quitándole el papel de regalo y me puse a jugar.
Entrando al puerto de Algeciras conseguí, por fin, quedarme sólo con una.
Me encanta lo de sentir el tiempo, me identifico totalmente, y me encanta también el tono juvenil y cercano que se vuelve grave hacia el final. No esperaba que esa aventura tuviera un final tan reflexivo.
ResponderEliminarGracias, salá. Es que el tiempo da mucho miedo (por eso hay una parte que es casi de terror). Creo que algo así es lo que quería contar... no creas que lo tengo muy claro...
EliminarA veces pienso que en nuestra juventud guardamos grandes historias, el mérito es tuyo por rescatarlas y hacerlas tan amenas, un abrazo
ResponderEliminarMuchas gracias, socio. Bueno, todos hemos hecho locuras de jóvenes... o al menos cosas divertidas. Conforme pasan los años, más me acuerdo de estas historias
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