LA CASA DE LAS RAÍCES ETERNAS
Al
despertar trató de recordar cómo había llegado allí, cuánto tiempo había pasado
desde la llegada que tampoco era capaz de recordar. Una
sensación de desasosiego estuvo a punto de instalarse en él, pero ni siquiera
tuvo tiempo porque entonces lo que le invadió fue el terror más absoluto, al no
conseguir siquiera recordar quién era él.
Sin embargo pasó tan rápido
como tardó en llegar la tenue luz a sus ojos. Había una delicada penumbra que
llenaba la estancia con cierta espesura, como si el aire fuese líquido.
Millones de pequeñas partículas flotaban en el ambiente y se hacían visibles al
ser atravesados por los débiles rayos de sol que entraban desde alguna parte
sin identificar, pues no veía ventanas.
Por fin fue consciente de que
estaba recostado y había estado durmiendo (¿desde cuándo?...) en una especie de
diván amplio y mullido. Pero no podría asegurar que el espacio en el que estaba
era un dormitorio. Sus dimensiones eran enormes, como un gran salón o un
vestíbulo de una mansión antigua y regia. Pero apenas había muebles aparte del
gran diván en el que descansaba. Unas grandes cortinas verdosas tapaban las
ventanas (si es que las había) y todo el suelo y las paredes, y hasta el techo,
estaban cubiertos de plantas y enredaderas, con miles de zarcillos floreados
que se entrelazaban en caótica armonía.
Se incorporó en el diván y se
fijó en las ropas que llevaba puestas, que por supuesto no reconocía. Era una
especie de túnica blanca, ligera y vaporosa. Estaba descalzo y sentía bajo sus
pies el mullido verdín del musgo que cubría también el suelo.
Justo al otro lado de la
inmensa habitación, frente a él, el hueco rectangular de una gran puerta aunque
sin puerta ninguna, se vio profanado por la figura que entraba, que pareció
silenciosa y sonriente y caminando muy despacio fue hacia él.
Fue lo único que reconoció, lo
único que su mente recibió como algo familiar y acogedor. Lo cual no significaba
que supiera quién era; pero sabía que la conocía, que formaba parte de algo en
lo que él estaba implicado.
Ella era la dueña del lugar,
de eso estaba seguro. No podía recordar a nadie más por allí, no había nadie
más. Pero de haberlos, la que poseía todo cuanto contenía la casa era ella.
Vestía una túnica blanca
parecida a la de él, tan blanca, ligera y vaporosa que su piel se trasparentaba
perfectamente por debajo, y no tenía cuerda o nada que la atara por la cintura,
caía libre hasta sus pies.
Su pelo caoba caía hasta su
espalda libre y desordenado y su piel era del color de la arena. Su mirada y su
sonrisa llegaron hasta a él mucho antes de lo que llegó ella con su tranquilo y
cadencioso caminar.
- ¿Has dormido bien, mi amor?
– fue cuanto ella dijo al acercarse al diván.
Él sintió que brotaban un
millón de preguntas: ¿Quién soy? ¿Dónde estamos? ¿Cuánto tiempo llevo aquí?
¿Quién eres?... pero de alguna manera resolvió que todo estaba en orden y
solamente dijo, con una sonrisa:
- Sí, muy bien… como nunca.
- Cuánto me alegro – dijo ella
y se sentó en el diván junto a él. Le besó dulcemente en los labios y le cogió
por las manos -. Vamos; hoy también tengo que enseñarte muchas cosas.
Y él se levantó y la siguió
cogido a su mano sin hacer ninguna pregunta más.
Llegaron hasta un recodo del
pequeño riachuelo que pasaba junto a la mansión y se internaba en el frondoso y
oscuro bosque. Ella siempre delante cogiendo su mano y él siguiéndola sin hacer
ninguna pregunta más que a dónde querría llevarle esta vez, qué es lo que
querría mostrarle.
Una serie de rocas
abruptamente dispuestas dificultaba el discurrir del cauce y el agua caía en
una pequeña cascada antes de continuar su viaje. Ella se detuvo junto a las
piedras y observó la caída del agua.
Pequeñas criaturas
revoloteaban graciosamente sobre la espumarada que se formaba en la caída del
agua revoltosa. Él no pudo identificarlas pero por alguna razón le resultaron
familiares. Se movían tan nerviosamente en su plano revoloteo que no podía
distinguirlas bien. Eran del tamaño de libélulas pero su forma era vagamente
humanoide, aunque con alas. Finalmente le preguntó qué eran.
- Son pequeñas ninfas del
bosque – le dijo sonriendo mirándolas también -. Les permito venir aquí a
refrescarse, mas no debes hacerles demasiado caso. A veces tienen un humor
cruel con los visitantes. Ahora… busco a una en concreto…
Y ella continuó observando a
las preciosas criaturas. Se arrodilló en el musgo junto a la cascada para
observarlas más de cerca y él se agachó también a su lado.
- ¿A cuál buscas? ¿Y por qué?
– quiso saber, siempre curioso y fascinado por su mundo.
- Hace algún tiempo la tierra
se movió – empezó ella a explicarle mientras seguía observando el grácil
enjambre – y una de ellas quedó atrapada entre dos piedras. Aún era una pequeña
cría, apenas aprendiendo a volar. ¡Me produjo tanta ternura y lástima! La
liberé y curé sus heridas… y la dejé marchar volando a buscar a sus hermanas.
Ahora ya debe ser adulta y me gustaría ver cómo está.
Él sentía el amor brotando de
la boca de ella en cada sílaba y no podía dejar de mirarla. Mirarla le gustaba tanto
que dolía. Ella seguía observando el revoloteo de las ninfas y de pronto sus
ojos negros se abrieron al máximo y dibujó una sonrisa en su rostro.
- ¡Ahí está, esa es! Estoy
segura… - dijo exultante de alegría.
Se inclinó sobre el agua y
extendió su mano. Una de las ninfas pareció reconocerla y se posó en su palma,
retorciéndose de alegría. Ella volvió a incorporarse un poco y con mucha
delicadeza le acarició las alas.
- ¡Oh, ¿cómo estás pequeña?! –
le dijo cariñosamente. Él observaba toda la escena sonriendo.
Ella entonces la depositó
suavemente sobre la tierra. La ninfa se quedó en el musgo limpiándose sus alas.
Ella con unos movimientos rápidos cogió una roca y la aplastó con fuerza
implacable. Luego ambos se pusieron en pie.
- ¿Por qué has hecho eso? –
preguntó él muy turbado y un poco horrorizado.
- Este era su destino – dijo
sin ninguna tristeza mirando la piedra.
Poco después salieron de la
espesura del bosque y llegaron a una playa de arenas blancas y limpias y aguas
cristalinas y azules como el cielo. Ella se sentó en el tronco caído de un
árbol y él caminó unos pasos más por la arena. Puso sus brazos en jarras y oteó
la longitud de la arena hacia ambos lados. Sin saber bien por qué lo sabía, lo
supo.
Se giró hace ella que le
observaba interesada.
- Es una isla, ¿verdad? – le
preguntó como si ya supiese la respuesta – Estamos en una isla.
- Siempre preguntas lo mismo –
dijo ella sosteniendo una risa que no quería dejar libre, divertida por su
turbación -. Es fascinante que no recuerdes nada de un día para otro, me
pregunto por qué te ocurre. Por qué cada día olvidas todo lo que te cuento y
todo lo que hacemos… Pero me produce un gran placer volver a enseñártelo todo.
- ¿Cuánto tiempo llevo aquí? –
continuó él preguntando - ¿Quién era yo antes?
Ella se puso en pie y caminó
hasta donde él estaba. Se puso frente a él y le besó en los labios.
- ¿Importa? – dijo después.
Cuando empezó a oscurecer
volvieron a la casa. Por fuera él pudo observar que, aunque sólo había
transcurrido un día, conforme este había avanzado las pequeñas enredaderas que
cubrían la mansión se había fortalecido, transformándose en enormes raíces y
ramas que envolvían toda la estructura como si la aprisionaran, como si la
estrujaran. Ni siquiera parecía ya una casa sino un informe amasijo de raíces y
plantas creciendo salvaje en torno a algo, como si quisiesen devorarlo.
Ella se detuvo un instante
mirando el amenazante verdor que crujía y parecía moverse. Y por primera vez en
el día su mirada pareció tenebrosa y preocupada. Se abrazó a sí misma como si
tuviese frío. Al notarlo, él la abrazó.
- ¿Qué sucede? – preguntó algo
asustado - ¿Qué te ocurre?
- Deberías marcharte – dijo
ella temblándole la voz -, Si te quedas volverá a ocurrir lo mismo; lo
olvidarás todo, ¡debes irte!
- ¡Ven conmigo! – dijo él.
Ella le miró, sonrió y zafándose de su abrazo se dirigió a la casa después de
decirle:
- Vete, huye a la playa, busca
tu barca y ¡vete!
Y despareció por entre las
raíces, donde debía estar la puerta, pese a que no se veía.
Él dudó mientras un viento
aullante y amenazador llegaba con la oscuridad del anochecer, filtrándose entre
las raíces. Miró varias veces a sus espaldas en dirección a la playa, en
dirección al bosque. En dirección a la libertad.
Casi se estaba girando ya pero
entonces una idea le atravesó la cabeza como un balazo: “Esto ya ha ocurrido… y
continué aquí, ¿por qué?”
No le fue sencillo encontrar
la entrada entre las cada vez más gruesas raíces de las que ahora, además,
brotaban púas que salían de su superficie como las uñas de un gato. Le rasgaron
la túnica y le rasgaron también la piel, parecían reaccionar a su presencia
pues crecían lo necesario para dañarle y, del mismo modo, las raíces se movían
y retorcían para no dejarle entrar.
Pero con todo, arañado, herido
e incluso sangrante en algunas partes de su piel, encontró la puerta.
En el interior las cosas no
eran muy diferentes. El viento aullaba igual que fuera y las raíces se
retorcían, crujían y crecían quebrando suelos y paredes. Él fue hasta el centro
de la estancia principal y en un principio creyó que no estaba allí, hasta que
la vio tendida en el suelo, apenas reconocible sobre el oscuro verdor que lo
invadía todo gracias a los jirones de túnica blanca que aún le quedaban.
Corrió hacia ella y cuando
llegó pudo ver como decenas de otras raíces, mucho más finas y delgadas que las
que invadían la casa, pero igual de vivas y amenazantes, la aprisionaban a ella
por brazos, torso, piernas, cuello… mientras, ella parecía estar dormida o
inconsciente.
Furibundo, comenzó a
desgarrarlas con sus propias manos. El viento aulló con más fuerza, como si el
propio bosque, como si “Aquello”, se doliese por las pequeñas raíces que él
destruía para liberarla. También brotaban púas que le herían en las manos, pero
ignorando el dolor no cejó en su empeño hasta poder incorporarla, sujetándola
por la espalda y la cintura.
- ¡Despierta! – le gritaba
desesperado - ¡Despierta, no te duermas! ¡Vuelve conmigo!
Ella abrió los ojos y tras un
primer instante de turbación, le miró con cierta tristeza al reconocerle.
- No te has ido… - dijo con la
voz aún algo apagada -… te dije que te marcharas.
- No podía dejarte aquí con…
“Eso” – dijo mirando al salvaje infierno vegetal de su alrededor.
- No lo entiendes… - respondió
ella. Entonces le sonrió y le besó en los labios -… eres un cabezota… lo
volverás a olvidar todo mañana… deberías haberte marchado.
- Pero… - volvió a intentar
protestar, pero ella le interrumpió con otro beso. Al despegar los labios le
dijo, acariciando su mejilla:
- ¿No lo entiendes? Eso… soy
yo.
Y de pronto todo cesó. Las
raíces se fueron encogiendo, o retirando poco a poco y la casa volvió a su
anterior aspecto mientras el viento dejaba de aullar y hacer retumbar las
paredes.
Ambos se pusieron en pie, con
las túnicas hechas jirones que prácticamente les dejaba desnudos, frente a
frente.
Ella cogió su mano, le guió
hasta el diván y se echó en él, instando a su acompañante a que se echara sobre
ella.
Él lo hizo notando el calor
que desprendía. De su piel y de su interior.
- Deberías haberte marchado –
volvió ella a repetir -. No sabes cuánto tiempo llevas aquí, atrapado en mi día
eterno. Yo no puedo irme, este es mi sitio, formo parte de él y nunca me
libraré de las raíces… pero tú puedes escapar… mañana lo habrás olvidado todo y
vuelta a empezar… no puedo soportar el dolor de verte atrapado aquí conmigo…
Él la besó en los labios, comenzó
a acariciar todo su cuerpo y la besó en el cuello. Comenzó a hacerle el amor y
ella dejó de hablar.
Y él se dispuso, un día más, a
fingir que no recordaba.
Buenas Arfon,
ResponderEliminarLa idea del relato está bastante chula, pero hay una cosa que me chirría: el giro final. Creo que es una manera de engañar al lector es traicionera. No se puede empezar diciendo desde el narrador omnisciente que el hombre no recuerda nada y que incluso una sensación de terror se le invadió al no recordar quién era, para después al final mostrar que en realidad el hombre fingía. Lo considero engañar al lector de manera poco noble. Creo que el efecto hubiese sido mucho mejor si esa información se diese al lector a través de la mujer.
Un saludo,